Kenji Mizoguchi murió en 1956, pero a medida que este siglo crece,
él va volviéndose más joven. Su obra oscura y abundante (88 films
desde 1922) duerme en los museos japoneses como un tótem a la espera
de adoradores futuros. Mizoguchi quería "inventar un nuevo
humanismo", un arte de vivir dominado constantemente por el
pensamiento de la muerte. El mundo occidental ha tardado en entender
lo que él explicaba; quizá no lo entendió porque tuvo sólo magras
muestras de su genio. Fuera de Tokio, hubo apenas un par de
exhibiciones retrospectivas de su obra, en 1959 y 1962, organizadas
por la cinemateca francesa: ambas recogieron unos diez títulos y
dejaron ávidos a los espectadores por conocer el resto. En la
Argentina se han exhibido dos de sus films, O'Haru, mujer galante
(1952) y Ugetsu (1953). Parece poco probable que el lanzamiento se
extienda a los demás, porque los derechos de cada obra están
estimados en unos cinco mil dólares (15 mil después del proceso de
subtitulado y de la promoción comercial), y porque hay casi certeza
de que semejante cifra no podría recuperarse. Pero el conocimiento
de Mizoguchi se ha tornado ahora casi imprescindible para el
espectador moderno. De ahí el motivo para que PRIMERA PLANA haya
optado por suplir esa carencia con una información sobre su
abrumadora grandeza. "Entre los libros de mi biblioteca hay alguno
que ya nunca abriré", escribió Borges en su poema Límites. Quizá
saber cómo era el libro de Mizoguchi sea una modesta manera de no
perderlo para siempre. "Nací en Tokio el 16 de mayo de 1898 —dijo
Mizoguchi al cumplir 50 años—. Como ustedes ven tengo una salud
excelente. Tanta, que guardo una constante pasión por las mujeres.
Quizá soy joven porque, verdaderamente, el trabajo de un artista no
debería comenzar hasta que no tuviera 50 años; hasta que su vida no
estuviese enriquecida por una formidable experiencia."
Amor y
muerte Estudió Bellas Artes y, hasta 1918, trabajó como dibujante
en algunos periódicos de Tokio. A fines de ese año fue presentado a
un realizador entonces célebre, Nikkatsu Mukoojima, quien lo inició
como actor. No ha sido puesto en claro todavía cómo Mizoguchi
ascendió a la dirección de films, pero la referencia más creíble
indica que el propio Nikkatsu rechazó la realización de El día donde
comienza el amor (1922) y sugirió el nombre de su asistente para
reemplazarlo. Era la historia de una pasión frustrada, cuya
consumación sólo se producía después de la muerte de los amantes.
La mayor parte de la obra de Mizoguchi está concentrada en el
período mudo (42 films hasta 1929), y fue en ese lapso cuando quedó
consolidado su estilo: casi todos los temas de aquella época se
refieren a un amor que termina en viajes sin fin, viajes hacia la
muerte o hacia ninguna parte; pero muerte y amor, en todos los
casos, entrañan una forma de resurrección. En medio de escenografías
suntuosas, sutiles, extraterrenas, Mizoguchi iba deslizando su idea
fundamental según la cual el hombre vive para el conocimiento y, a
través del conocimiento, para la unidad. De acuerdo a esa premisa,
vida y muerte no son un fin, sino un medio, un pasaje, un
itinerario. Porque el hombre está siempre recomenzándose,
organizándose en el movimiento perpetuo. La primera obra sonora
de Mizoguchi es El país natal y data de 1930. Era casi previsible
que su protagonista sería (como en rigor fue) un cantante recién
casado que se va corrompiendo, poco a poco, hasta descubrir la
inutilidad de esa corrupción. Las 14 obras de preguerra que le
suceden son, quizá, las mejores muestras de su estilo, por el
refinamiento de la ambientación y la densidad metafísica que las
envuelve; casi todas ellas son un estudio costumbrista a propósito
de figuras femeninas: geishas que son deterioradas por la crueldad
de sus amantes, campesinas que se corrompen en la ciudad, jóvenes
enamorados que sólo conocen el amor después de morir.
La
guerra en los ojos Mizoguchi procuró sustraer su obra de la
guerra aplicándose a temas individualistas: se concentró en dramas
conyugales ambientados en el medievo, o en tragedias sentimentales
dentro del mundo del teatro. Los siete films que realizó entre 1940
y 1945 son quizá los más espléndidos de su vida: "Era una época
horrible —dijo Mizoguchi—; me sentía seco, como si no tuviera nada
que expresar". Quienes han visto La venganza de los 47 samurais
(1942) estiman, sin embargo, que el creador exageraba. A pesar de
que en ese film falta el gran tema que domina toda su carrera, esto
es, la evolución de un ser hasta que se reconcilia consigo mismo, en
sus tres horas y media hay un uso admirable del espacio, una
recreación de cada objeto y cada zona del decorado resuelta con
sutiles variaciones en el movimiento de cámara (un biombo, por
ejemplo, era observado, primero, con una panorámica de izquierda a
derecha; luego, con una panorámica a la inversa). De esa aparente
sequedad interior logró salir Mizoguchi en 1952, cuando "O'Haru"
abre el ciclo de sus obras más conocidas por el mundo occidental. El
estudio de costumbres se va entremezclando a partir de entonces con
la reflexión metafísica y con una versión fuertemente lírica de la
vida sobrenatural. En "Ugetsu", un samurai traba amistad con un
espectro; en La emperatriz Yana-Kwei-Fei (1925), la heroína se
entrega complacida a un suplicio físico. Esos títulos, junto a El
intendente Sansho (1954), a los Cuentos de Chikamatsu (1954) y La
mujer crucificada (1954) irrumpieron en los festivales de Venecia y
Cannes y revelaron a la crítica occidental la existencia de un genio
de primer orden. En las compulsas de los últimos años. el nombre de
Mizoguchi fue incluido junto a los de Eisenstein. Chaplin y Orson
Welles y en la lista de los máximos creadores del cine. Es casi una
paradoja que semejante título haya sido atribuido a un hombre de
cuyo talento se desconoce lo mejor. "Quiero inventar un nuevo
humanismo", había dicho. Según eso, quizá no es improbable que los
espectadores del futuro desentierren a Mizoguchi de los museos
nipones y lo obliguen a dar una lección de juventud. Porque, como en
los personajes de sus films, la muerte no es para él sino un
tránsito, una manera de empezar otra vez. 16 de julio de 1963
PRIMERA PLANA - Página 42
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