Esta semana, en Moscú, unas 5.000 personas se
reunirán día a día en el Gran Teatro incorporado hace un lustro al
vasto conjunto de construcciones del Kremlin. En ese lapso, algunas
de las críticas que merece esa obra —imponente, desde luego— han
perforado la pétrea satisfacción oficial. Pero su autor, el
arquitecto Possokhin, que ya tenía otros rascacielos sobre la
conciencia, responde que cada época añadió algún edificio al viejo
palacio zarista. En 1961, cuando su salón fue inaugurado por el
22º congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética),
Possokhin definió su época como la de "los constructores del
comunismo". Si hoy se le volviera a interrogar, quizá omitiera con
prudencia esa ambiciosa fórmula. Quizá hablase tan sólo —pero con fe
más sincera— del nacimiento de "la democracia soviética". Eso es, al
menos, lo que esperan del 23º congreso casi todos los intelectuales
rusos, y por su intermedio, oscuramente, los 230 millones de
habitantes de la URSS. Los últimos tres congresos Se celebraron
al calor de la expansiva facundia de Nikita Kruschev. De él se
ignora si esta vez asistirá siquiera, confundido en la masa anónima
de los delegados que acuden de todos los rumbos del inmenso país.
Las responsabilidades que Kruschev asumía han sido divididas entre
el jefe del gobierno, Alexei Kossygin, y Leonid Breznev, jefe del
partido. Esa disociación, ¿durará esta vez? ¿Y será garantía
suficiente contra una nueva llamarada del "culto de la
personalidad"? En todo caso, el taciturno Primer Ministro,
representante de los tecnócratas, y el atlético Secretario General,
que encarna a la burocracia partidaria, parecen más empeñados que
nunca en no llamar la atención, no inflamar la imaginación de sus
compatriotas, no dar al gobierno de Washington la impresión de
que con ellos se puede tratar por separado, a espaldas del Comité
Central y de la cancillería soviética. Desde la caída de Kruschev se
ha demostrado que el régimen soviético puede subsistir sin tener a
su frente a un líder carismático. Entre los miembros del Congreso
hay una treintena cuya presencia tiene valor de símbolo, porque
adhirieron al Partido antes de la toma del poder. Naturalmente,
ellos no estaban en aquel sótano de Minsk donde Lenin y un puñado de
camaradas celebraron su primer congreso, en 1895. Pero sí
intervinieron en el de 1917, cuando el agudo y nervioso conspirador
proclamó: "¡Todo el poder a los Soviets!", táctica que le
permitiría, unos meses después, incautarse del gobierno. Estos
"viejos bolcheviques" ya lo han visto todo y no se extrañan de nada.
Si aún fueran capaces de confesar sus sentimientos, dirían
probablemente que acudieron al llamado de Lenin en busca de libertad
y de justicia; que muchas veces, en medio siglo de militancia,
tuvieron la sensación de alejarse de esas metas, tanto más cuanto
mayor fuera el poder de su partido; y que hoy, por primera vez,
vuelven a creer que no han luchado en vano. Los estatutos del
Partido prescriben un Congreso cada dos años, aunque Stalin se
abstuvo de reunirlo en casi dos décadas. Los de Kruschev (1956,
1959, 1961) transgredieron apenas la frecuencia estatutaria. Pero si
demoró en convocar el 239 fue, sin duda, porque encontraba creciente
resistencia en el Partido. Breznev-Kossygin tardaron menos de dos
años desde la partida de su antecesor. Instancia suprema de la
política interna soviética, el Congreso, por el solo hecho de
reunirse, pone fin a la existencia legal de todos los órganos
directivos: el comité central, su presidium y la secretaría del
presidium. El Secretario General, el Primer Ministro vuelven a ser
un militante como les otros, que comparece ante sus pares para
rendir cuenta de su actividad, justificarla y solicitar la
renovación de su mandato. Desde luego, cada Congreso vino a
sancionar una situación de hecho. En ninguno de ellos, al menos en
apariencia, hubo opositores: todas las decisiones se adoptan por
unanimidad y las designaciones se hacen por aclamación. En los meses
anteriores, la secretaría general se ocupa de que cada distrito,
cada célula, vote por delegados razonables. Breznev celebra su
Congreso sin haber desatado ninguna "purga" grave. Despedidos, hace
un año y medio, los pocos dirigentes que quedaron descolocados
cuando la caída de Kruschev, sólo pudo observarse cierta inquietud
en el aparato partidario de algunas repúblicas del Asia Central; en
las últimas semanas, el elenco directivo varió considerablemente en
Armenia. Tampoco él, Breznev, tiene nada que temer; pero no ha
debido ganar, para llegar a este Congreso, las feroces batallas que
Stalin libraba contra la "viaja guardia" y Kruschev contra al "grupo
antipartido". Esto no significa que se deba descartar la
posibilidad de complicaciones ulteriores. El balance que Kossygin
presentará al Congreso dista de ofrecer los éxitos resonantes que
requiere un régimen con tan definida vocación por la utopía. No es
insensato pensar que los científicos y los militares estén
descontentes por la opacidad del último período, o que una nueva
generación manifieste su impaciencia. Los sovietólogos más
calificados estiman que, si hubiera de producirse algún cambio
decisivo en la jerarquía soviética, el nombre de Mikhail Suslov
indicaría la primera de estas dos interpretaciones, y el de
Alexander Chelepin, la segunda.
De China, sin amor En las
semanas anteriores al Congreso, el PCUS difundió entre los partidos
comunistas extranjeros una nota que, al parecer, imprime a la
controversia con China un carácter sustancial e irreconciliable. No
espera el Kremlin que las "delegaciones fraternales" presentes en el
Gran Teatro tomen partido contra la línea de Pekín, pero desea ser
bien comprendido. Los chinos sabotean todo esfuerzo por la
unificación del movimiento comunista internacional, ponen trabas a
la coordinación de la ayuda a Vietnam del Norte y el Vietcong,
rehúsan negociar las viejas disputas fronterizas chino-soviéticas y
quieren provocar una guerra USA-URSS, que pudiera brindarles la
recíproca destrucción da los dos "gigantes atómicos". Mao Tse-tung,
nimbado por el culto de la personalidad, adorado como un dios, está
preparando psicológicamente a su pueblo para una guerra que
amenazaría a toda la civilización, pretende al Kremlin. Esta toma
de conciencia del peligro que representa una potencia comunista para
la civilización en su conjunto, podría ser la nota dominante del 239
Congreso del PCUS. La coexistencia pacifica, que fue proclamada por
Stalin antes de morir, observando que el expansionismo soviético ya
no podía progresar sin arriesgar una guerra atómica, quizá sea
definida esta vez indirectamente; esto es, a partir del
reconocimiento de la amenaza revolucionaria china, la cual convierte
al Kremlin en miembro responsable de la comunidad jurídica
internacional. Esta nueva imagen de la URSS mereció, la semana
pasada, el inesperado crédito de Konrad Adenauer, después de haber
sido alabada hace tres meses por el gobierno de Washington. En ambos
casos, se aludía concretamente a la Conferencia de Tashkent (ver
número 165), donde la URSS no sólo conjuró las hostilidades entre la
India y Pakistán, sino que se puso abiertamente junto a los Estados
Unidos y frente a China. Tal precedente califica a la diplomacia
rusa, en principio, para desempeñar un papel semejante en Vietnam,
donde los contendientes reales son también los chinos y los
norteamericanos. Pero no parece que la opinión pública de los
Estados Unidos esté preparada para celebrar un nuevo éxito pacifista
de la Unión Soviética en aquel terreno, donde es su gobierno el que
debería hacer concesiones, y concesiones tan importantes como las
que sería preciso reclamar a los chinos. La URSS admitió de hecho,
aunque todavía lo niegue retóricamente, que la coexistencia pacífica
excluye la asistencia extranjera a las llamadas "guerras de
liberación nacional"; China debería plegarse a ese criterio, al
menos de hecho.
El fondo del bolsillo El 23º Congreso
proveerá, además, la definición teórica del vasto proceso de reforma
que atraviesa actualmente la economía soviética. Hace varias
semanas, la prensa ha emprendido esa tarea. Por una parte, se
exponen los temas básicos de lo que en China se califica de
"kruschevismo sin Kruschev". Pero los mismos artículos denuncian con
vigor las afirmaciones occidentales de que estos cambios están
aproximando el sistema socialista al capitalismo. Desde luego, la
adopción de ciertos métodos productivos no puede alterar los
fundamentos mismos de un sistema económico-social. Pero ésta es una
verdad negativa; se trata de conocer el pensamiento creador
correspondiente a las nuevas experiencias que vive ya la sociedad
soviética. Los resultados del plan septenal 1959/65 han permitido
observar, más claramente que nunca, las debilidades e insuficiencias
del socialismo. Alcanzadas las metas fundamentales (la URSS produce
hoy 91 millones de toneladas de acero y 243 de petróleo), no puede
decirse otro tanto de los productos de consumo, de la construcción,
y aun menos de la agricultura. Kruschev pretendía que en 1970 el
consumidor ruso tendría a su disposición más carne, leche y huevos
que el norteamericano; la comparación es todavía inconcebible.
Tampoco son alentadoras las cifras en lo que atañe a la
productividad y a los ingresos reales: la industria, que debía
cumplir sus objetivos con 66,5 millones de empleos, necesitó ocupar
a 77 millones de trabajadores; el salario mínimo que prometía llegar
a 50/60 rublos por mes, no pasa de 40/45. Se anuncia que el
informe de Kossygin sobre el nuevo plan quinquenal 1966-70
oficializará las teorías de Evsei Liberman, profesor de la
Universidad de Kharkov, a quien la prensa extranjera suele atribuir
la paternidad de un presunto neoliberalismo soviético. "Las reformas
que estamos implantando —objeta Liberman— estimulan el espíritu de
iniciativa, no la libre empresa." Se trata de ampliar la propiedad
individual en la agricultura, de incentivar aún más la retribución
en las granjas cooperativas, de consolidar las diferencias de
salarios en la industria, de introducir el criterio de lucro en las
empresas del Estado, de atender las exigencias del consumidor.
Desde luego, esta apelación a los estímulos materiales inflige
violencia a los ideales del comunismo, como la extinción del dogma
stalinista de la primacía de las inversiones en la industria pesada
debiera complacer a quienes dudan todavía de la renuncia soviética a
una política exterior expansiva. Hay, pues, una regresión
doctrinaria, que bien pudiera acompañarse de un mayor desarrollo —y
más armónico— de la economía socialista; hay también un constante
desplazamiento de la URSS hacia la esfera de las naciones
satisfechas, que no están interesadas en una redistribución de
rentas en escala mundial. Es el pueblo soviético el que reclamó
estos cambios a Kruschev, se i expresa a través del informe de
Kossygin, y los impondrá a sus sucesores en el futuro. La
profecía de Kruschev en la anterior asamblea del PCUS, según la cual
en 1980 comenzaría la transición del socialismo al comunismo, será
desmentida tácitamente por Breznev en el 23º Congreso. Pero un
régimen que se transforma es un régimen que perdura. El 7 de
noviembre del año próximo, la Revolución Rusa cumplirá su
cincuentenario: es la primera vez en la historia que una revolución
triunfa. 28 de mayo de 1966 PRIMERA PLANA
Ir Arriba
|
|
|