El Skylark, submarino encargado del rescate de
submarinos en dificultades, escoltaba al Thresher. Tiempo nublado,
mar gruesa. Las olas se elevaban hasta tres metros, los vientos
soplaban a 40 millas por hora. Les dos submarinos navegaban
—separados por 3.000 metros— a unos 500 kilómetros de Boston. A
las 9, el Thresher inició sus pruebas. Debía descender a 200 metros
y navegar sumergido por espacio de 6 horas. Durante diez minutos,
las comunicaciones telefónicas fueron normales. A las 9.12, el
capitán Stanley W. Hecker y su primer oficial, el teniente James
Watson, fueron solicitados por el telefonista para escuchar un
mensaje inquietante. "Experimentamos algunas dificultades...",
decía la monótona voz del operador del Thresher. Una pausa. "Tenemos
ángulo favorable", se oyó después. Nueva pausa. Y de pronto:
"Tratamos de inyectar aire". La voz era tranquila, impersonal. En
ese momento —eran las 9.17— las bombas de inyección del Thresher
cubrieron la atmósfera con su compacto ruido. Aun se escucharon,
vagamente, otras dos palabras: "...profundidad de prueba". ¿Qué
significaban? Hecker y Watson coincidieron, alarmados, en suponer
que el mensaje era éste: "Excedemos la profundidad de prueba". El
Thresher fue concebido para descender a mayor profundidad que ningún
otro submarino: hasta 2.500 metros. Si había excedido la profundidad
de prueba, cualquier cosa podía esperarse, incluso lo peor. Por lo
demás, los marinos del Skylark sabían que, en esa zona, la
profundidad submarina es de 2.560 metros.
Dos
testimonios A partir de ese momento, el testimonio de
los dos hombres difiere. El fragor de las bombas fue escuchado no
sólo por Hecker y Watson, sino también por media docena de oficiales
que se hallaban en el puente. Pero el teniente asegura que oyó: "El
navío se parte". El capitán niega. "Oímos ruidos de una especie a la que estoy
acostumbrado", añadió Watson. "He visto varios barcos volados por
torpedos, en la Segunda Guerra Mundial. Eran los ruidos de una nave
que se hace pedazos. Como si se aplastara un compartimiento. Un
golpe sordo, amortiguado..." Hecker es más dubitativo: "Creo que
una inundación instantánea causó el hundimiento repentino del
Thresher"... El capitán ordenó al operador que preguntara: "¿Han
superado el inconveniente?" La pregunta se repitió, exasperante, una
vez y otra. Silencio. El Skylark avanzaba blandamente a través de un
silencio angustioso, mortal. Todos sus tripulantes habían quedado
petrificados en su actitud momentánea, y muchos cerraron los ojos
nublados de horror, pensando en los 129 camaradas que ya no pisarían
tierra. A las 9.28, el Skylark informó a la base de Richmond que
algo extraño había ocurrido con el Thresher. Y en pocos minutos más
se extendía por el mundo la noticia del peor desastre de la historia
submarina.
El lamento del mar Los
servicios de la Armada no la interceptaron: sin dudarlo siquiera, la
dejaron llegar a la prensa, a la radio, a la TV. Extraña modalidad,
incomprensible para quien no sea norteamericano. No sólo los rusos,
sino cualquier otro gobierno hubiera "secuestrado" la noticia, al
menos mientras quedasen esperanzas de salvación. En realidad, la opinión mundial
está segura de conocer cualquier fracaso de la ciencia y tecnología
norteamericanas, e igualmente segura de que los fracasos inevitables
de la otra parte no los conocerá nunca. Lo que no se sabrá nunca
es cómo y por qué se hundió el Thresher. Simplemente, porque tampoco
lo sabrá la Armada. "Jamás sabremos lo ocurrido", declaró el jefe de
Operaciones Navales, almirante George W. Anderson. Decenas de
naves y aviones, con equipos de sonar y cámaras de TV, fueron
estrechando el círculo en torno del lugar del siniestro. Ningún
indicio. El submarino atómico Seawolf comunicó que su sonar había
escuchado tres sonidos metálicos: los técnicos explicaron más tarde
que no provenían del casco del Thresher, sino que sería un ruido
"de rebote", surgido de las profundidades, como si fuera un largo
lamento del mar. Ahora llovía furiosamente, el viento se había
desbocado y las olas, inmensas, habrían cubierto la rígida silueta
del Thresher, si por ventura hubiese vuelto a la superficie.
Pocas horas después se localizaban una mancha de aceite, unos
guantes de fajina, unos trozos de material plástico... A los tres
días —el viernes 12— el secretario de Marina anunciaba con
brutalidad deliberada que era necesario dar por perdidos a los 129
tripulantes del Thresher (entre los cuales había 17 técnicos
civiles). Más valía que sus familias se resignaran. Una ola de
conjeturas descabelladas nutria sus ilusiones, pero también
prolongaba una espera inútil. Por su parte, el presidente Kennedy
les envió un lacónico mensaje. "Esos valientes reposan junto a los
1.500 camaradas suyos que perecieron a bordo de submarinos en la
lucha por la libertad, durante la Segunda Guerra Mundial". Ellos
habían muerto en tiempos de paz, pero al servicio de la patria. "El
Thresher ha inaugurado una nueva era en el drama eterno del mar,
profundizando más y navegando más rápidamente que todos los otros
sumergibles que le precedieron". En todo el país, la bandera
descendió a media asta por espacio de tres días.
Versiones absurdas Esta semana llegará a las
inmediaciones de ese lugar la famosa nave sumergible Trieste, que
hace dos años descendió a una profundidad de 11.000 metros. (Es un
"batiscafo": asciende y desciende, pero —gigantesca escafandra— no
navega bajo el agua). Tal vez se consiga ubicar al submarino
atómico, o lo que queda de él, pero difícilmente se averigüen las
causas del siniestro. Ha
circulado la versión absurda de un ataque soviético: curiosamente,
el capitán Hecker —el mismo hombre que desmintió el testimonio
fantasioso del teniente Watson— cree haber visto en lontananza una
sombra gris... Otra especulación antojadiza: un "arma secreta" rusa,
manejada desde Moscú. Evidentemente, el vasto despliegue de la
prensa había inflamado la imaginación popular. Queda en pie, tan
sólo, la referencia a una "falla humana". El capitán John W. Harvey
—un veterano de nervios bien templados— no ordenó, evidentemente,
exceder la profundidad de 1.500 metros. Algo debió ocurrir,
alguna circunstancia imprevisible, para que la nave descendiera
bruscamente. No una falla técnica, sino la de un hombre, de un
sistema nervioso, de una mano. Un tribunal investigador de la
Marina, sin embargo, procura deslindar responsabilidades. El capitán
John W. Larcombe, jefe de la base de Portsmouth, afirma que el
capitán Harvey y su primer oficial le aseguraron el día antes de
zarpar que la nave estaba en perfectas condiciones; sin embargo, el
Thresher había sido sometido en esa base a una larga revisión,
porque se abrigaban dudas sobre su seguridad. Por su parte, el
comodoro Deane Axene, que comandó el Thresher el año pasado, dijo
que en una oportunidad debió suspender las pruebas porque "los
instrumentos indicaban que ocurría algo irregular". Esta vez, ¿no
se habrán interpretado correctamente los instrumentos, o con la
necesaria rapidez?
La nave más perfecta
En todo caso, la Armada norteamericana volverá a estudiar
prolijamente los planos del Thresher. Esta nave (en español, "Tiburón") era el segundo
submarino norteamericano de ese nombre: su predecesor, lanzado en
1940, cumplió brillantes servicios durante la guerra, y fue radiado
diez años más tarde. En el momento de su inauguración, el
Thresher número 2 fue descripto como el más perfeccionado de los
submarinos de ataque de propulsión nuclear. Tenía, sobre los otros,
dos ventajas esenciales: podía sumergirse a mayor profundidad y era
menos ruidoso. Impulsado por un reactor nuclear Westinhouse, de
enfriamiento por agua, desplazaba en superficie 3.570 toneladas,
medía 85 metros de largo y bajo el agua podía alcanzar una velocidad
de 35 nudos (63 kilómetros-hora). Su autonomía de combustible
llegaba a 96.000 kilómetros. Como todos los submarinos de ataque,
el Thresher no transportaba cohetes Polaris. En cambio, era normal
que llevase proyectiles Subroc —un tipo intermedio entre el torpedo
clásico y el cohete balístico—, e instrumentos de detección muy
perfeccionados. Hay otro "tiburón" —tal la imagen que evoca la forma
de esta nave— en servicio: es el Permit. Ya han sido botados otros
seis y están construyéndose trece más. El año pasado, el Thresher
pasó en el mar varios meses; después fue sometido a revisión en
Portsmouth. A pesar de aquella experiencia dudosa —una sola entre
muchas positivas—, el comodoro Axene se había declarado satisfecho.
Estrategia naval En realidad, esta
catástrofe plantea todo el problema de la estrategia naval
norteamericana. La flota de
submarinos de propulsión nuclear comportaba, hasta ahora, 17 naves
en servicio y 18 en construcción. Estas unidades se dividen en dos
categorías: unas son portadoras de cohetes Polaris —que constituyen
uno de los principales elementos de la fuerza de disuasión de los
Estados Unidos— y otras son "cazas" que, simplemente equipadas con
torpedos, deben, en principio, cumplir misiones análogas a las que
se confían a los submarinos clásicos. A esta segunda categoría
pertenece el Thresher. El primer submarino atómico, el Nautilus,
fue lanzado el 21 de enero de 1954. Concebido y realizado por
iniciativa del almirante Rickover, presentaba la originalidad de su
reactor nuclear. El sistema de propulsión clásico es el de un
motor Diesel, que actúa en superficie y permite cargar las baterías,
y una batería de acumuladores que actúa durante la inmersión. El
reactor nuclear —que permite multiplicar el radio de acción, tanto
en la superficie como bajo el agua— "quema" un uranio fuertemente
enriquecido. El reactor del Nautilus sirvió de modelo a los que,
desde entonces, equiparon todas las naves nucleares, tanto de
superficie (como el portaaviones Enterprise) o mixtos (como el
carguero experimental Savannah). El empleo de un sistema de
propulsión idéntico ha permitido alcanzar un alto grado de
seguridad: todos los esfuerzos de los constructores de submarinos
atómicos se refieren a los dispositivos anexos, especialmente los
instrumentos de navegación, y sobre las condiciones de vida que se
deparan a los tripulantes. La amplitud de su radio y la precisión
de sus dispositivos de conducción han permitido al Nautilus, en
agosto de 1958, pasar del océano Atlántico al Pacífico a través del
polo, hazaña que fue aclamada entonces por todo el mundo y reeditada
varias veces por la Armada norteamericana. A principios de 1963,
también la cumplió el submarino soviético Leninski Komsomol. Entre
tanto, el submarino atómico Tritón. norteamericano, había
circunvalado el mundo sin escalas, saliendo a la superficie sólo dos
veces. Todas estas demostraciones habían arraigado, en los
círculos militares de los Estados Unidos, la idea de que el
submarino atómico —sea portador de cohetes balísticos de represalia
o de torpedos clásicos para el combate naval— es la nave perfecta.
Opinión compartida por los técnicos europeos, que a menudo
expresaron su disgusto por el secreto absoluto que, sobre esta arma,
guarda el gobierno de los Estados Unidos. En todo caso, el
miércoles pasado la Armada Real británica llegó también a la edad
nuclear, botando un monstruo de 3.500 toneladas, el Dreagnought, que
Inglaterra considera más veloz y seguro que el Thresher. "¡Nada
tememos!", gritaban sus tripulantes, durante la ceremonia inaugural
en Barrow. Tampoco los del Thresher tuvieron miedo. PRIMERA
PLANA 23 d* abril de 1963
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