Religión
Un noble negro y un cardenal purpúreo
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La semana pasada, en su despacho de Nueva York, el cardenal Francis Spellman alzó los ojos del libro que leía, y a medida que su rostro iba copiando el matiz purpúreo de los botones de la sotana cardenalicia, un rugido se formaba en su garganta, hasta que estalló en una formidable imprecación:"¡Blasfemo!". A miles de kilómetros de distancia, en su villa romana, el príncipe Filippo Orsini acariciaba meditativamente, al mismo tiempo, la cubierta de otro ejemplar del mismo libro y sonreía mefistofélicamente. Arrojado literalmente de los escalones del trono papal, en 1958, por su vinculación con la vedette británica Belinda Lee, quien poco después se mató en un accidente, don Filippo acaba de publicar, a seis años de aquel episodio que manchó sus seculares blasones, un tomo de Memorias. Bajo apariencias inocentes, el volumen encierra una de las más formidables sátiras del Vaticano que se hayan escrito jamás, incluyendo Las llaves de San Pedro, de Roger Peyrefitte, alojadas en el Index desde el instante de su aparición.
Fue precisamente la inquietante novela de Peyrefitte la que reveló al gran público la subsistencia de la nobleza negra, la archiblasonada y altiva casta de los nobles adictos desde siglos atrás al Papado, quienes desde 1870 —año que marcó el fin del poder temporal de los Papas— constituyen una suerte de sociedad secreta, que no conspira pero que posee un peso considerable en las relaciones mundanas de la Iglesia católica. En los palacios de estos aristócratas —informa Peyrefitte— hay un áureo salón que nunca se abre y en cuyas penumbras se aloja, sobre un estrado, un trono permanentemente enfundado de negro. Es el trono que aguarda al Papa cuando éste vuelva a ser (esperan los nobles negros) soberano absoluto de toda la comarca romana y no tan sólo de la Ciudad del Vaticano.
Los nombres más ilustres del Gotha romano componen este cenáculo de elegidos: Orsini, Colonna, Aldobrandini, Ruspoli, Sacchetti, Serlupi-Crescenzi, Massimo, Lancellotti, del Drago, Patrizi Montoro. De entre ellos, el pontífice selecciona a los numerosos funcionarios, en su mayoría honoríficos y nominales, que componen su corte; y es a ellos a quienes Paulo VI dirigió su alocución del 14 de enero último, que motivó una seria alteración —bastante bien disimulada, por lo demás— en los sistemas nerviosos de los aludidos por el Papa.
Las palabras pontificias, los ocultos resquemores que han provocado y, en alguna medida, las Memorias del príncipe Orsini configuran eso que suele definirse sibilinamente como "signos de los tiempos". Paulo VI, con la lucidez que caracteriza su acción, ha enunciado directamente lo que piensa: el poder temporal del Papado, limitadamente restablecido por los acuerdos de Letrán en 1929, debe dejar paso definitivamente a un efectivo dominio espiritual. "La historia camina, y aunque el Papa tenga en su soberanía sobre el Estado Vaticano el escudo y la señal de su independencia de toda autoridad de este mundo, no puede ni debe desde ahora ejercitar sino la potestad de sus llaves espirituales", declaró Paulo VI, y añadió: "Ante vosotros. herederos y representantes de las antiguas familias y categorías dirigentes de la Roma papal y del Estado Pontificio, estamos ahora con las manos vacías". A continuación, Giovanni Battista Montini anunció sin retórica el fin de los privilegios de la nobleza negra y su definitivo retiro a las páginas de la historia.
La medida más inmediata que asoma en este horizonte, oscuro para la aristocracia papal, es una reducción aun mayor en los efectivos de la Guardia Noble (fundada por Pío VII el 11 de mayo de 1801), cuerpo militar que no tiene soldados, sino únicamente oficiales. Filippo Orsini observa en sus Memorias que ya Pío XII, irritado por los excesivos escándalos en que se veían envueltos sus cortesanos, había anunciado su intención de suprimir la Guardia Noble. Paulo VI ha comenzado por despojarla de fuerza: sólo se verán alabardas en los salones pontificios (armas evidentemente decorativas) en manos de la Guardia Suiza. Pero también esta última tendrá lo suyo: supresión o disminución de sus efectivos, que hoy alcanzan a 100 hombres, difícilmente reclutables entre la juventud de los cantones suizos, que prefiere otros empleos menos ostentosos y más remunerativos.
Orsini es implacable en la ridiculización de sus pares. Con hábil especulación —o no— deja a salvo siempre la figura del pontífice, aunque su retrato de Pío XII no carece de aristas filosas: el Papa aparece colérico, limitado en sus apreciaciones, desdeñoso.
En el pequeño mundo que describe el príncipe no hay más que vanidades, celos, mezquindad y arribismo, y en la páginas de su libro los retoños de ilustres familias que hicieron la gloria de Roma, de Italia y hasta de Europa entera se disputan títulos o privilegios risibles. Los nobles negros se burlan empeñosamente, por ejemplo, del príncipe Marco Antonio Pacelli, sobrino de Pío XII, ennoblecido por su tío. El príncipe hacía creer —cuenta Orsini— que todas las tardes mantenía importantes conversaciones con el Papa. En realidad se escondía detrás de un espeso cortinado, donde los guardias nobles que él comandaba terminaron por descubrirlo.
El afán de mortificar puede llegar al exceso. El autor describe escenas que de la gracia sutil de un René Clair transitan a la del más desenfrenado sainete: guardias nobles de abolengo demasiado fresco, que caen enredados en sus sables y sus espuelas a los pies mismos del sorprendido Pío XII.
La cumbre del estilo y el sarcasmo de Orsini están, sin embargo, en su descripción del cardenal Spellman, que aparece ante sus ojos como el "nuevo rico" del Sacro Colegio: "Nunca llegué a ver en él a un príncipe de la Iglesia, ni la sombra de una personalidad apostólica; jamás pude advertir en él la dignidad de la púrpura. De un físico insignificante, se lo podría identificar con un personaje de western; más precisamente, con uno de esos pequeños viejos rubicundos que, con las manos en las caderas, son capaces de mantener a raya a una tribu de aventureros y de imponer su voluntad mediante un balazo tan certero que derribe a un cowboy de su montura, a treinta metros, e inspire a los otros el terror suficiente como para impedirles reaccionar". Los desposeídos nobles negros aguardan ahora, con mal disimulada ansiedad, la reacción del tronante arzobispo de Nueva York y su fulminación del proscripto Orsini.
Página 39 - PRIMERA PLANA
11 de febrero de 1964

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Filippo Orsini y el cardenal Spellman