Uniendo las manos, la
madre superiora compuso su gesto más beatífico
para rogar al pequeño que hiciera una demostración
de las habilidades aprendidas en el aula. Frente
al batallón de padres, y como broche del acto de
fin de curso, gorjeo: "André, ¿por qué no dibujas
en el pizarrón un lindo caballito?" El niño, uno
de los mejores alumnos en ese colegio religioso de
Flandes, Bélgica, empuñó la tiza pero enseguida se
detuvo para consultar con aire inocente: "Hermana,
¿no sería mucho mejor un padrillo?" Según
conjeturan hoy sus amigos, aquel episodio ocurrido
casi cinco décadas atrás fue una de las primeras
expresiones de un hecho aterrador: André Delbaere,
belga de 55 años, naturalizado argentino, casado y
con 5 hijos, de profesión dibujante, no sería en
realidad ninguna de esos cosas; "es un
Mefistófeles en vacaciones, un duende dionisíaco
venido a la Tierra para achicharrar costumbres y
tabúes", plañen persignándose. Como prueba de tal
identidad, esgrimen el propio autorretrato del
acusado; allí, encima de la sonrisa luzbeliana,
los anteojos reflejan un jocoso, grotesco popurrí
de muchachas en bikini.
SIETE DIAS descree en
los demonios, claro (aunque es probable que
existan); por eso, dejando de lado toda prudencia,
invitó a A.D. a visitar la redacción con algunas
muestras de sus trabajos: ya no se trata de
padrillos, ahora son tintas y collages cuya
aparente ingenuidad esconde una vocación menos
sancta: por una parte, ostentan el nivel técnico
propio de quien actuó como director de arte de la
agencia Yuste Publicidad; además, toman en solfa
el tema erótico, un mundo habitualmente taponado
por hojas de parra y muecas nerviosas de señores
(y señoras) que olvidaron enfrentarlo con alegría.
En fin, un nuevo
¡motivo dio pretexto para acercarse a este
belga-argentino que —como lo definió su colega
Jean Azéma—, "aunque católico y fervoroso padre de
familia, maneja carbones del infierno para crear
sueñerías que valen por cien sesiones de
psicoanálisis"; así como antes las expuso en el
Teatro del Altillo, de Buenos Aires, "y todos nos
divertimos como locos sin que nadie se
escandalizara", en la actualidad se apresta a
montar sobre otro escenario tales irreverencias:
"Mi padre, que es un joven de 83 años y vive en el
pueblo de Rumbeke, en Flandes occidental
—explica—, quiso organizar en el castillo de la
localidad una exposición con las obras de su hijo;
el edificio pertenecía a una familia de la nobleza
tradicional, que lo prestó generosamente para esta
muestra a realizarse en febrero próximo". La
circunstancia de que dicha mansión se encuentre
muy cerca de la ciudad de Brujas no arredrará,
supone, a los concurrentes. "Yo me limitaré, eso
sí, a poner mi pizquita de azufre", sonríe el
sátiro. Y, como quien no quiere la cosa, se echa a
canturrear un viejo tema recreado por él "Sexy
bom. . . la petite sexación. . .!"
¿QUIEN LE TEME A
SIGMUND FREUD?
La huella de un pie
mueve de pronto los dedos; como por arte de magia,
en cada uno de ellos brota la cabecita de un bebé
y la de su madre que los acuna. Más allá, el
atrevido escote de una señorita deja ver ciertos
rasgos anatómicos de dudosa filiación: "Es una
forma de sugerir el otro lado de las cosas",
bromea el jocundo autor. Idéntica intención mueve
a ese matrimonio que se abraza, sentado sobre un
par de esposas carcelarias entreabiertas: "Son los
esposos desposados, pero no parecen demasiado
afligidos por su situación", es el comentario del
artista flamenco. Con todo, quizás una cúspide de
esta serie sean esas piernas femeninas coronadas
por una manzana a medio morder y por las que
asciende, segura, la serpiente bíblica. O el
rostro de una mujer metamorfoseado en cuerpo de
gallina y de cuyos labios cae, con laxitud, un
huevo que tal vez simbolice la vida misma.
Tanto despliegue no es
casual: Delbaere hereda la vitalidad de un
Brueghel o de su admirado Ieronimus Bosch, y
perfeccionó ese élan creador estudiando con el
célebre ilustrador y escultor Joris Minne, en el
Instituto Superior de Artes Decorativas de
Bruselas; tras desbordar miles de caricaturas y
trabajos publicitarios en revistas belgas y
francesas recaló en la Argentina hace ya 22 años.
Antes, había ocurrido su fugaz movilización en la
Segunda Guerra Mundial, y su breve residencia en
París; "pero yo tenía referencias de este país,
aparte de que unos tíos vivieron en Paraná, Entre
Ríos, a fines del siglo pasado; así que decidí
hacer mis diabluras aquí, donde nacieron cuatro de
mis hijos", proclama con orgullo casi gauchesco.
Unas diabluras que, en todo caso, no admiten
encasillarse únicamente en el trajín de las
tijeras, del color y la tinta china: A.D. suele
abandonar —sin aviso previo— su domicilio en Villa
Ballester para viajar hasta Puerto Madryn, donde
se enfunda en un traje de neoprene y remeda las
hazañas submarinas de James Bond. La semana
siguiente es capaz de hacer piruetas en el
trampolín de una pileta olímpica o enarbolar una
raqueta de tenis teniendo como contrincantes a sus
hijos. No satisfecho con ese auténtico humor para
vivir, el destino también suele gastarle algunas
jugarretas que engruesan su singular curriculum:
"Hace unos años, el jefe del departamento
Televisión de la agencia me pidió que lo
acompañara para estudiar un aviso, en el que un
señor debía aparecer introduciéndose en un pileta;
se intentaba exaltar las óptimas virtudes de una
marca de trajes. En eso, mientras estábamos
hablando, noté que todos me escrutaban con ojos
ávidos, hasta que al final me dijeron: Pensándolo
bien, ya que a usted le gusta la caza submarina,
¿por qué no hace el papel? Y así terminé por
sumergirme todo vestido, con un sobrepeso de 7
kilogramos en la cintura y 3 kilos de plomo en los
zapatos. Lo que me sorprendió fue la trascendencia
del affaire: me paraban por la calle, por un
tiempo fui tan famoso como un astro de
multitudes", memora divertido.
El episodio hubiera
hecho las delicias de aquel otro flamenco,
Ierónimus Bosch, "que vivió hace 400 años pero es
tan grande que todos los surrealistas juntos no le
llegan a los tobillos". Frente a esta declaración,
y a, la confidencia de que en su periplo europeo
tomará contacto con "los hippies, los jóvenes y
todo lo nuevo", parecía imponerse la pregunta:
¿Qué piensa de Sigmund Freud? Agitando su barba
diablesca, denostó: "¡Uh, hace poco lo dibujé
poniéndole chanchos dentro de la cabeza, en vez de
sesos! Vea, mis dibujos son, sobre todo, un eficaz
afreudisíaco".
Revista Siete Días
Ilustrados
18.01.1971
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