Sus amigos del café El
Parque, en Caballito, lo llaman Comandante o
Irlandés; naturalmente, no es ninguna de las dos
cosas, pero las parece. En efecto, tiene la cara
rojiza y empeñosa de un personaje de John Ford y,
si se quiere, un cierto aire guerrero y vagabundo,
pero no por el estilo lánguido impuesto por la
generación hippie, sino el que corresponde a un
cuarentón fornido, de ojos chispeantes y pecho
robusto, bajo de estatura pero macizo como un peso
liviano que, a la hora de retirarse, se hubiera
dedicado a los negocios sin perder del todo la
línea.
Hace unas noches, en
el café El Parque, su cuartel general desde hace
35 años, Cao habló de su negocio, una empresa más
graciosa que próspera, una vocación de fantasías
antes que una carrera de utilidades: "Cuando
empezamos a dibujar historietas —comentó, apurando
el segundo whisky de la velada—, las comics venían
de Estados Unidos o Inglaterra y aquí,
prácticamente, no se producía nada. Carlos Casalla
y yo inventamos, en el año 52, al bueno del Cabo
Savino, un tipo firme que nació en Caballito e
hizo la Campaña del Desierto, no para matar indios
sino para hacer justicia. Savino apareció por
primera vez en La Razón; Carlos hacía los dibujos
y yo escribía la historia, todavía hoy las cosas
siguen así. Casalla se fue al sur, vive en una
cabaña cerca de Bariloche y manda los dibujos a
Columba por correo. Pero quien en realidad levantó
la historieta argentina a niveles internacionales,
fue Oesterheld".
Cuando Cao habla de
Héctor Oesterheld, se emociona; lo llama "El Gran
Viejo", "El Padre", etcétera. Oesterheld creó la
revista Hora Cero, en 1956, presentándola con un
personaje que muy pronto se hizo popular: el
corresponsal de guerra Ernie Pike: "¿Se acuerdan
de Ernie? —subraya Cao—; tenía la misma cara de su
creador, esa mezcla sabia de Wagner y
Mefistófeles, sagacidad, genio, humanidad, pasión
...". Ernie Pike era un poco un héroe melancólico
sacado de la galería mítica de Hemingway: bebía,
reflexionaba de un modo seco y tajante, era audaz
y caballeresco y la razón de la Historia estaba de
su parte.
Sin duda, no son éstos
los tiempos más apropiados para gente como Pike.
Todavía en 1960 era posible maquinar historias de
la guerra europea con soldados valientes que
sonreían a la democracia como a una novia
deportista: Cao dibujó a Billy Brandy, un escocés
pecoso y feliz, fanático del Chelsea —"como yo de
Racing", acota su autor— y con sus ojos claros,
medio sorprendidos, picaros y al mismo tiempo
candorosos. Brandy tenía además el mentón cuadrado
y voluntarioso de Cao y la misma afición de su
inventor por el néctar ambarino' "el buen whisky
de los inocentes —como dice Cao—, el licor de la
inspiración que exaltó v mató a Dylan Thomas". La
lista de sus creaciones denota, sin embargo, una
búsqueda de historias acentuadamente locales:
Pehuén Curó (Pino de Piedra), saga indígena-
Crónicas de un
porteño viejo; el
western Diego; el policial Rocky del Caribe; Río
Kid y algunos otros de tenor parecido. Pero, tal
vez, 61 personaje más atractivo de todos aquéllos
creados por Cao o por crear, sea sin duda él
mismo. Sus amigos acuerdan que es un fuera de
serie, "impregnado de bondad hasta los huesos".
"Son infundios
—protesta—, estoy plagado de defectos. En
principio, soy un tipo bajito; después, me río
demasiado de todo, aún de aquello de lo que no hay
que reírse". Descendiente de una familia de
críticos, dibujantes y humoristas políticos. Cao
no puede renunciar a su estirpe: su tío abuelo fue
José María Cao, fundador de El Mosquito, aquel
periódico político que hacía temblar a Mitre. Su
padre, Eduardo Álvarez, llegó a dirigir Caras y
Caretas y durante más de una década ilustró la
tapa de la revista con sus caricaturas irónicas.
El último vástago empezó estudiando pintura en
Bellas Artes pero en medio del camino cambió de
oficio: "En el 50 —contó hace unas noches— me fui
a Europa con mi mujer. Fue un viaje de bodas con
mochila,
un vagabundeo
fenomenal que nos llevó más de un año viajando de
norte a sur. Pasé horas en el Louvre y después
horas también en El Prado; terminé por sentirme
pequeño, casi muerto ¿qué cosa podría hacerse en
pintura que no hubiera sido hecha? Los monstruos
sagrados me decidieron por el dibujo, y dentro del
dibujo, por la historieta; la historieta reunía la
posibilidad de darle rienda suelta a mi
imaginación aventurera y de permitir una salida
decorosa a lo que en mí había de dibujante."
En París, Cao y su
mujer, Tola, recalaban en los cafés "cargados de
pasado". En el Dome, en La Closerie de Lilas, en
la Rotonde ... Sartre y Simeone de Beauvoir
llegaban cerca del mediodía; a veces venía ella
sola y se sentaba a escribir medio oculta detrás
de una de las grandes columnas —recuerda Cao—;
Tola y yo pasábamos mucho tiempo viendo las cosas
alrededor; yo tomaba apuntes, dibujaba. Después
nos íbamos a comer a la Brasserie Lipp, a
codearnos despectivamente con las celebridades...
Epoca fabulosa".
En su periplo europeo,
Cao se llevó consigo a los poetas preferidos:
Rimbaud, Verlaine, Milosz, Vallejo, González
Tuñón ...: "Con Tuñón somos medios parientes, con
los otros, en cambio, no; con ellos el parentesco
es espiritual, se da en otra dimensión de la
realidad". Excelente imitador, Cao es capaz de
imitar la voz y los gestos de Raúl González Tuñón:
"¿Te diste cuenta que todos ellos, quiero decir la
generación de Borges 'et alia', se peinaban y
hablaban casi de la misma manera? Una cierta
vacilación, una cierta somnolencia socarrona, un
dulce tartamudeo. Como si hubieran sido cortados
por la misma tijera".
Pero la historia
europea tiene un cierre picaresco que Cao
—personalidad esencialmente anecdótica— no puede
soslayar: "En Génova, ciudad de banqueros
rocambolescos, nos quedamos sin un peso. ¿Qué
hacer? Anclados en Europa y a la espera de giros,
la vida podía dejar de ser dulce; entonces,
recurrí a los cigarrillos; yo me había llevado
unos treinta cartones de importados y al fin de la
aventura me quedaban quince, más o menos; era el
tiempo del mercado negro, la humareda de la guerra
no se había disipado del todo. Con los vendedores
clandestinos de cigarrillos me instalé formando
parte de ellos y liquidé mi stock en una tarde;
eso nos salvó provisoriamente, pe ro casi nos
llevan presos porque los carabineros, si bien
estaban al tanto del negocio, debían guardar las
apariencias".
No sería ésa la
primera ni la última vez que Cao se vería en
apuros con los vigilantes: "Yo soy un hombre de
armas llevar —explica medio en broma y medio en
serio—, quizá se deba a que soy chiquito y
entonces necesite el apoyo de un fierro, pero creo
que fundamentalmente se trata de algo un poco más
complicado Siempre quise ser cowboy o bandolero y
nadie puede imaginarse a un cowboy o a un
bandolero sin un arma. Me gusta tirar; ah, es una
delicia ... Con revólver, con pistola o máuser,
pero principalmente con revólver". En dos o tres
oportunidades, esta afición complicada lo puso
frente a algún comisario, pero el epílogo nada
tiene que ver con encierros y prontuarios:
"Terminábamos discutiendo sobre armas, si el
Winchester es más eficaz que la pistola de
repetición o viceversa...".
Cazador de jabalíes,
amante del safari como una de las bellas artes,
Cao soñó siempre con tirar desde una diligencia en
marcha, como puede ocurrir en algún western
típico: "En parte, pero nada más que en parte
—comentó—, me di ese gusto cuando murió mi suegro,
en el pueblo de Ceres en el Chaco santafesino,
hace unos once años. Fuimos al entierro en
berlinas, en medio del campo y por un camino
reseco. El viaje hasta el cementerio era largo y
los del cortejo, no sé por qué diablos, empezaron
a impacientarse. Yo iba sentado al lado de un tío
lejano a quien conocía apenas; mi tío no hablaba,
iba serio, seco, ensimismado y sacudiéndose porque
el coche empezaba a correr. La cosa era insólita,
nunca vi un cortejo fúnebre que saliera a las
disparadas, y aquello fue así. En un momento dado,
miro por la ventanilla y veo el polvo del camino y
oigo el ruido de los cascos de los caballos y me
digo esto es una película, no puede ser cierto, en
la vida real no hay entierros como éste, y ahí no
más saco el revólver por la ventanilla y ¡pum-pum
...! Mi tío del campo casi muere de un síncope ...
No entendía ni jota; le dije: ¡como en las
películas de John Ford, tío!".
Al anochecer de cada
día, la vida refluye hacia los cafés que se oponen
a través de la cortada Balcarce, frente al parque
Rivadavia; las barras, esos grupos de amigos que
matan el tiempo cultivando la charla, se acercan a
las mesas, se instalan en la noche. Julio Álvarez
Cao se inspira en ellos: allí alguien dice lo que
más tarde dirá el cabo Savino; algún otro aportará
un dato histórico, una costumbre propia del tiempo
de los abuelos; aquél tiene el perfil justo, los
ojos necesarios ... Cao se los va guardando en la
memoria. La vida en el café, proyección de una
bohemia que hace cuarenta años iniciaron en esas
mismas mesas Roberto Arlt y los hermanos González
Tuñón, tiene para Cao las características de la
vida en el mundo: en el recinto ocurre todo, se
dice todo, se habla de las cosas y de los seres
con la calidez que sólo prestan la euforia o la
melancolía. Un día, Cao escribirá sus memorias en
forma de tiras cómicas, no sabe cuándo va a
hacerlo, no ahora, por lo menos: "Soy un muchacho
de 50 años al que le falta mucho por vivir". Esa
historia del futuro arrancará seguramente en el
café El Parque, "ombligo del mundo", y terminará,
por qué no, en algún pueblo de Arizona —parecido a
Ceres— con un entierro o una boda a todo galope R.
R.
Revista Panorama
13.09.1973
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