Artaud: El canto de los condenados

"Pertenezco a la raza que cantaba en el suplicio." Arthur Rimbaud

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Artaud en 1926 (Napoleón), 1928 (Juana) y 1947 (tras 9 años de hospicio) 

Artaud según Brascó

 

 

Hace un mes, el parsimonioso director y autor Alberto Rodríguez Muñoz terminó de leer su comentario ante el micrófono de Radio Municipal, sonrió, satisfecho, y se retrepó en la silla, dispuesto a ordenar sus pensamientos durante la pausa musical. No pudo: los profusos teléfonos de la emisora fueron pocos para encauzar el alud de cólera que volcaban, un minuto después, los admiradores y partidarios de Antonin Artaud, encrespados por lo que Muñoz había dicho de su libro El teatro y su doble (Sudamericana, buenos Aires, 1964, 148 páginas, 160 pesos).
Pronto, la polvareda envolvía a todo el ambiente teatral de Buenos Aires; y el comentarista tuvo buenas razones para pensar que si en abril de 1965 Artaud podía suscitar tal conmoción, estaba lejos de haber muerto definitivamente en París, el 4 de marzo de 1948, a los 52 años, después de casi una década de alejamiento en las benévolamente llamadas "casas de salud".
Lo que sus detractores le reprochaban a Artaud es la imposibilidad física de concretar sus teorías teatrales. En realidad, lo que están reprochándole es su locura. Pero Artaud nunca la niega; más aún, se alimenta de ella y, al hacerlo, replantea el nunca resuelto enigma de las perturbadoras afinidades entre la demencia y el genio. Y todavía queda otra dimensión: la medida en que la actitud de un artista maldito participa de un gusto innato —tal vez secretamente perverso— por la teatralidad, por la representación. ¿Cómo podría diferenciarse nítidamente, tajantemente, una angustia declamatoria de una angustia auténtica, puesto que sus signos exteriores —si el actor lo es de verdad— serían idénticos? Para André Dalmas, la locura de Artaud es la más desdichada de todas, porque "para hacerse entender, en el teatro y en sus escritos, Antonin Artaud no pudo bien pronto separar lo verdadero de lo falso: lo verdadero era vivir actuando; lo falso era verse actuar".

La tentativa mística
La biografía de este hombre en quien el teatro se encarna —sin metáfora— como "una tentativa mística'', un juego cruel de salvación o perdición, es aparentemente inocua. A los 24 años (había nacido en Marsella el 4 de setiembre de 1896), Antonin Artaud entra en París y marcha al asalto de la escena. A Lugné-Poe le basta verlo parado una tarde (famélico, pero altivo como un dandy) a la puerta del Théátre de l'Oeuvre, para darle un pequeño papel—el primero de su carrera— en una pieza olvidada de Henri de Régnier. Nunca, dirá más tarde Lugné, se había visto una cara como aquélla. Y nadie que se haya sobresaltado ante el rostro macilento y luminoso de Artaud en 'La pasión de Juana de Arco', de Carl Dreyer, o en el Napoleón, de Abel Gance, se atrevería a desmentirlo.
Desde aquella primera juventud, sin embargo (de la cual algunas fotografías devuelven un reflejo fascinador), Artaud se sentía "gangrenado por la eternidad". El es el hombre a quien la condición humana le aprieta como un traje demasiado estrecho. Al mismo tiempo ese traje, a semejanza de la túnica de Neso, está empapado en un veneno que calcina hasta los huesos de quien se lo pone. Es un veneno que no puede definirse: lo que Antonin experimenta hasta el vértigo, hasta la náusea, hasta el horror, es la noción de haber sido engañado por un Dios corrompido que, para encarnarse, le ha robado su verdadero cuerpo, le ha dado vuelta su verdadero ser, como un guante. Lo que los demás ven es el no-Artaud, como un negativo fotográfico; y Artaud, en sus más deslumbrantes poemas blasfematorios, increpa a ese Dios, lo maldice, le escupe injurias y obscenidades que, bajo los fogonazos de su genio, se transforman en lenguas de fuego pentecostal. Donde Rimbaud dejó caer de sus manos la poesía, como una brasa demasiado ardiente, Artaud la recoge y con ella enciende una hoguera en la que él mismo se quema, conscientemente, haciendo de esta combustión un espectáculo de sin par magnificencia.

El espíritu enfermo
Las drogas y el hospicio le ofrecen, a este santo al revés, no el alivio sino la exacerbación de la llaga. Entretanto, actúa y escribe, piensa acerca del teatro y se escruta con implacable lucidez. A Jacques Riviére, director de la Nouvelle Revue Francaise, que acaba de rechazarle unos poemas, Artaud escribe en 1923: "Sufro una espantosa enfermedad del espíritu." Y en 1929, a Jean Paulhan; "Si de esta castración y de estas caídas de alma, he podido vanagloriarme durante un cierto tiempo; si he podido usarlas como estandarte, no es menos cierto que ellas no representan, en el fondo, más que una gran miseria moral; y de esa miseria; surge para mí una gran irresponsabilidad."
Habilitado por los demonios, abominado del sexo ("la catástrofe de la guerra había correspondido en mí a una catástrofe íntima del ser, a una derrota de la sexualidad..."), este frecuentador de Baudelaire y Edgar Poe, sus colegas nocturnos, se encarniza con el teatro. En 1921 ejecuta una maniobra que es típica de su gusto por el efectismo: se hace recomendar por Max Jacob a Charles Dullin —que entonces dirigía el teatro de l'Atelier, en la calle de Honoré-Chevalier—, pero mientras Jacob envía su carta, se presenta solo a Dullin, le hace un relato patético, lo impresiona con su máscara. Incorporado al Atelier, al comienzo crepita de entusiasmo: "Los japoneses son nuestros maestros directos, y además Edgar Poe; es admirable." No tan admirable que Dullin no debiera llamarlo al orden cuando, para interpretar un financista en una pieza de Pirandello, Artaud se fabrica un complicado maquillaje chino, que el director, erizado, le manda borrar inmediatamente.
Cuando l'Atelier se muda a la calle de las Ursulinas, todos los actores colaboran en el acarreo de trastos. Todos menos Artaud, a quien Dullin —que le confiaba papeles fundamentales— evoca con ternura no despojada de sarcasmo: "Seguía de lejos, con cierta vergüenza de dandy harapiento, el carro que transportaba los decorados y los trajes." Pero aunque allí se hubiera descubierto a sí mismo, Artud percibía una decadencia del teatro, una ruina que debía ser sustituida por "una especie de ceremonia ritual y frenética que debe modificar la existencia de los espectadores tanto como la de los actores, cambiarlos hasta el fondo de su ser". Pero no es sólo la catarsis de la tragedia antigua: el hombre de los extremos quiere ir más allá, no permitir que nadie reasuma, después de una representación, su vida anterior a la entrada en la sala. Hay que convertir al teatro en un morbo, una enfermedad, una peste: "Como la peste, el teatro es una formidable invocación a los poderes que llevan al espíritu, por medio del ejemplo, a la fuente misma de sus conflictos."

Como quien va al dentista
A través de estas líneas de 'El teatro y su doble', se atisba parcialmente la concepción que llevaría a Artaud a fundar, en 1926, el Teatro Alfred Jarry, al cual los espectadores deberán concurrir "con el mismo estado de espíritu con que se va al cirujano o al dentista".
Es también hacia 1926 que Artaud —adherido al surrealismo desde dos años atrás, y empeñado en llevar las experiencias de André Breton a una inmediata y delirante realidad concreta— descubre dos cosas: que el cine (en el que participaba como actor desde 1919) es un media de expresión lírica, y que no existen autores que estén a la altura de su frenética concepción de la dramaturgia.
El derrumbe del Teatro Alfred Jarry se imagina con sencillez: Artaud no pudo dar sino cada seis meses, en salas alquiladas, con un conjunto cuyos miembros no tenían a menudo tiempo de ensayar completamente, dos piezas de su amigo Roger Vitrac: Los misterios del amor y Víctor, o los niños en el poder.
El cinematógrafo no iba a tratar mejor a este hombre corroído por la desesperanza. Si, desde el punto de vista interpretativo, el Marat en 'Napoleón' de Abel Gance (1926), el monje Krassien, confesor de Juana, en 'La pasión de Juana de Arco', de Carl Dreyer (1928), y el Savonarola alucinante de la 'Lucrecia Borgia' de Gance (1935), lo inscribirían para siempre en la historia del cine, sus intentos de creación personal caerían, una vez más, en el vacío. Artaud sueña en imágenes, piensa en imágenes, quiere convertirse en el mayor imaginero de un arte que es joven pero que él ya considera decrépito. Escribe entonces el guión de La caracola y el clérigo (La coquille et le clergyman, que debía ser "el primer film de carácter subjetivo"), publicado en noviembre de 1927 en La Nouvelle Revue Francaise.
El libreto fue a dar a manos de Germaine Dulac, el temperamento menos afín a la ferocidad de Artaud. El otro guión de Artaud, 'La rebelión del carnicero', nunca fue concretado. Fatigado del arte de las imágenes (pero nunca alejado del todo de él, como que Artaud es el primer exegeta de los hermanos Marx), este hombre carcomido por las drogas, los años (que parecen duplicarse cuando caen sobre él) y la miseria moral, se humilla ante Louis Jouvet para que lo reciba en su compañía.
Si la aparición en castellano de El teatro y su doble (editado originalmenta en Francia en 1938) pudo encender las chispas de la polémica, en su patria misma Artaud es resucitado, paulatinamente, por grupos juveniles que lo encuentran cada vez más actual. En marzo de este año, los estudiantes de Caen repusieron la única pieza de Artaud que fue representada: Los Cenci, creada el 7 de mayo de 1935 en la sala parisiense del Folies-Wagram. Esta tragedia de impostación renacentista, en cuatro actos y diez cuadros, toma como pretexto los crímenes del conde Cenci (violador de su hija Beatrice), en el siglo XVI, para arrojar sobre la escena —y no sólo la del Folies-Wagram— el inflamado programa del Teatro de la Crueldad.
Los dos manifiestos del Teatro de la Crueldad se coagulan en esta premisa básica: "En el hombre, no hará entrar solamente el anverso sino también el reverso del espíritu: la realidad de la imaginación y de los sueños aparecerá allí en un pie de igualdad con la vida." Para lograrla, "el Teatro de la Crueldad se volverá a todos los viejos medios, probados y mágicos, de ganar la sensibilidad"; y añade esta precisión capital, profecía de una dramaturgia que Artaud no llegó a conocer: "Estos medios... que utilizan la vibración, la trepidación, la repetición, ya sea de un ritmo musical o de una frase hablada... no pueden obtener su pleno efecto sino por la utilización de disonancias."
Porque, una vez más, se repite la humillante decepción. Los Cenci no consigue escapar, pese a sus laceraciones verbales, de los módulos del teatro de su tiempo. Lo que no impide que Artaud sea el precursor (como su contemporáneo, del Valle-Inclán, en España) de lo que, por fin, al declinar la década del 50, alcanzará el irlandés Samuel Beckett, y cuya primera manifestación es Esperando a Godot (1956). Después vendrán Albee (con ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, un aquelarre ritual de implacable ferocidad) y, sobre todo, Peter Weiss, que alcanza lo que Artaud no pudo —pero intuyó lúcidamente—, con 'La persecución y el asesinato de Marat', tal como fueron representados por los reclusos del asilo de Charenton, bajo la dirección del marqués de Sade, desencadenado en 1963 en un escenario de Londres ("se parece a las pesadillas", opinó el circunspecto The Times).
Pero Artaud tuvo también su show personal de la Crueldad. El lunes 13 de enero de 1947 pisó por última vez las tablas de un teatro: las del Vieux-Colombier, en París. Volvía de un rosario de hospicios (Ville-Evrard, Sotteville, Sainte-Anne, Rodez) en los que había transcurrido nueve años. Ahora, frente a un público desorbitado por su aterradora vejez —a los 50 años—, dijo sus poemas más feraces, deflagró sobre los ateridos espectadores una imponente colección de obscenidades, donde la fisiología se hizo camino hacia la metafísica.
Pocos meses le quedaban por vivir a este desollado, a quien un cáncer anal iba carcomiendo de a poco. En sus últimos días puso en orden sus papeles de teatro, las piezas que escribió y que —salvo Los Cenci— nunca se representaron: El chorro de sangre. Vientre quemado o La madre loca, La piedra filosofal. En aquel momento, ese fanático revolucionario incapaz de conducir ninguna revolución debe de haber pensado en el mayor sarcasmo de su destino: haber abierto puertas para que pasaran los que venían detrás. Entre ellos, Jean-Louis Barrault. A su alrededor, con un ronroneo de llamas frenéticas, ardía el cántico celestial de los condenados. El mismo que se escuchará en una sala de Buenos Aires, a comienzos del mes de junio próximo, cuando un grupo de adeptos de Artaud presente la edición de su texto 'Para acabar con el juicio de Dios', y haga oír la grabación que de él hicieron el propio Artaud y Maria Casares, en 1947.
Nadie quiere escapar del juicio de Dios si no cree que ese Dios existe. Sólo que Artaud creía entender que ese Dios lo había condenado de antemano; pero intuyendo quizá, al mismo tiempo, con su espantosa lucidez, que , sólo a través de esa condenación en la tierra podría emerger, purificado, para la eternidad. 
PRIMERA PLANA 
11 de mayo de 1965