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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL

 


"THE MAESTRO"
ASI, SIMPLEMENTE, LLAMABAN EN NORTEAMÉRICA AL HOMBRE QUE, HAS QUE NINGÚN OTRO, DEDICÓSE AL SERVICIO DE LA MÚSICA
Por JORGE SALVIONI

revista Vea y Lea
1957

 


al frente de la famosa orquesta sinfónica de la National Broadcasting Company de Nueva York


Milán 1903, Toscanini con su hijo Walter


Turín, 1911, Arturo Toscanini en compañía de su esposa Carla y su hija Wally


dos fotos de Toscanini tomadas con veinticinco años de diferencia entre una y otra en Nueva York


1954 Pallanza, Italia. Retirado ya de toda actividad en su residencia junto al cantante Richard Tucker y la esposa del director de óperas de la Scala de Milán

 

 

HABÍA llegado al umbral de los noventa años. Vivía en la soledad pero no en el ocio, en paz pero no vencido, el dulce ocaso de su fulgurante existencia. Después de abandonar sin amargura su "mágica" batuta, el hombre que dio su existencia por la música, vivía entre recuerdos, grabaciones y partituras, en una casa de campo situada en los alrededores de la gran ciudad de Nueva York. Había dejado la "carrera" con más de veinticinco años de retraso en relación a los demás hambres y se había entregado por fin a un descanso bien merecido.
El "genio" Toscanini —como lo llamaban ya burlonamente sus compañeros del Conservatorio en 1883— perdura en el recuerdo del mundo entero como un personaje excepcional de nuestra época, mordaz y patético, vivo y rebelde, un personaje quijotesco de la era moderna. Hasta tal punto que sus contemporáneos experimentaron la urgente necesidad de dedicarle una docena de biografías, como a muy pocos otros seres les ha sucedido en su vida. También bajo este punto de vista, pues, el hombre Toscanini merecía el calificativo de fenomenal, así como mereció el de héroe de la música, Einstein de la partitura, mago de la lírica y "antisnob" por excelencia.
Fino compositor, director incomparable y soberbio maestro de voces, la vida y la carrera de ese hombre fueron una sucesión de contradicciones, polémicas, batallas, violentos accesos de ira furibunda que jamás ningún éxito, ninguna ganancia de dinero, ni siquiera la madurez, lograron extinguir o mitigar, conservándole al menos en eso un insuperable "record" de coherencia. Vituperado y alabado, criticado y denigrado, ofendido y aclamado, Arturo Toscanini, a pesar de que no era artista de cine, ni escritor de moda, ni compositor de talento, sin hacer escándalo ni buscar la fama, permaneció en el escenario internacional durante sesenta años, envidiado y requerido, como una "estrella" de primera magnitud y un hombre del destino. Empero, sus casi noventa años de vida y sus ochenta años aproximadamente de carrera, pueden resumirse en un restringido número de adjetivos, definiciones, acusaciones y elogios que sus contemporáneos han ido tejiendo alrededor de su figura, como extravagante e intransigente, ordenado y genial, burlón y rebelde, expansivo y reformador, recto e iracundo, fiel e hipercrítico, prodigioso e histérico, obstinado y humano.
Extravagante como podía serlo el hijo primogénito de un garibaldino con una vocación de sastre y de una muchacha abandonada en el segundo
día de su luna de miel por culpa de Garibaldi. Extravagante su nombre de Arturo que jamás había llevado ningún miembro de su familia paterna o materna; extravagante el físico del muchacho que crece delgado y pálido, delicado y enfermizo. Al menos hasta que su abuela materna le permita darse un atracón de porotos, desmintiendo la leyenda según la cual tuvo que alimentarse con caldos y purés: de manera que el misterioso curso de su horóscopo parece de pronto desviarse, volviendo el color y la salud, mientras que se aleja definitivamente el temor a una desgracia. Sólo más tarde su futura suegra, al darse cuenta de sus gruesas orejas que, según cierta creencia popular en Italia, serian una señal de longevidad, dirá a su hija: "Ya verás que vivirá cien años".
Nacido en Parma el 25 de marzo de 1867, Arturo Toscanini se crió en una casa modesta cuyo frente da a una callejuela que parece hecha para estimular la fantasía de un muchacho: un taller de herrero y una vidriera representan durante varios años, su reino de todos los días, la explicación de misterios infinitos y los limites del bien y del mal. Antes de descubrirse una curiosidad extraordinaria, casi morbosa por todo lo que es música y por todo lo que puede emitir un sonido, el pequeño Arturo vive tranquilo y satisfecho, en la contemplación de aquellos artesanos.

UN PREMIO DE LOTERÍA
Extravagante, en fin, resulta también la decisión que determina, a la edad de nueve años, su ingreso en el Conservatorio local: merced a un legado de la gran duquesa María Luisa, los muchachos de Parma con particular inclinación a la música pueden cursar gratuitamente sus estudios. Considerando sus precarias condiciones de vida, hacer admitir a Arturo representaba, para la familia Toscanini, casi ganar la lotería, dado que durante nueve años el muchacho iba a ser alimentado y vestido por el internado.
Admitido en el Conservatorio y asignado a la escuela de violoncelo de Leandro Carini, el pequeño Toscanini concluye su primer año con un puntaje de 21 sobre 30, pero al fin del segundo ya alcanza 27 sobre 30 y todo hace prever, que se recibirá en julio de 1985 con 160 puntos y felicitaciones, como sucede en efecto. En aquellas aulas, entre metrónomos y partituras, el muchacho demuestra pronto su "hobby", su pasión predilecta que no va a los juguetes mecánicos ni a los libros de aventuras. Arturo Toscanini sólo desea reunir a sus compañeros y dirigirlos mientras tocan algún trozo musical. Lo hace a escondidas del director, que no quiere música fuera de las horas de estudio; lo hace en contra del parecer de sus compañeros, quienes preferirían jugar, pero lo hace: transcribiendo música, prometiendo regalos y empeñando enteras raciones de vino que el internado distribuye en las comidas y él no bebe. Nadie puede prever que de esa manía infantil ha de nacer su gran profesión, que el "genio" del internado no padece una infatuación momentánea, pero sus maestros ya no tienen más dudas en cuanto a sus prodigiosas facultades desde el día en que lo llevan al Regio para escuchar Carmen y lo ven, al día siguiente, transcribir, sin haber siquiera examinado la partitura, una selección de las páginas más hermosas de la ópera, reproduciendo melodías y tiempos con una absoluta fidelidad.
Toscanini se recibe en el Conservatorio mientras Parma y toda la provincia viven una rica, furibunda y ambiciosa vida musical en todas las capas de la sociedad. El templo de esa especie de trozada es el teatro Regio, fundado por María Luisa y máxima aspiración de cantantes, compositores, maestros y profesores italianos y extranjeros. Enfrentar el Regio significa enfrentar al más severo y violento público del mundo, que juzga sin medias tintas.
Cabe recordar aquí que también Toscanini perteneció a ese público y que parte de sus futuros arrebatos, sus imprecaciones e insultos a músicos y cantantes constituían, más que un histerismo personal, la misma voz de la sangre y del terruño natal.
Su primer contrato lleva a Toscanini a Río de Janeiro: durante la travesía, el violoncelista cumple diecinueve años. Puesto que se aburre y no sufre del consabido mareo, toca en el piano de a bordo y acepta de buena gana probar la voz de los cantantes de su compañía. Sin saberlo, echa así las bases de su primera oportunidad de actuar como director, que se presentará a los pocos días de su desembarco. La falta de preparación artística del director de orquesta brasileño provoca, en efecto, un incidente durante la primera presentación. Las críticas son feroces, pero el brasileño trata de disculparse escribiendo una carta abierta a los diarios, en la que habla de patriotismo ofendido, de obstruccionismo de los italianos y chauvinismo mal entendido.
La reacción popular es violenta. La segunda noche, la compañía presenta un nuevo director, que debe retirarse ante el furor público, mientras en la sala vituperan contra los italianos. Es un desastre. Un segundo director improvisado sube al podio, pero la reacción es tan amenazadora que el hombre se apresura a huir antes de haber abierto la partitura. En suma, la velada parece destinada al fracaso.
Mientras el público sigue protestando, los músicos hacen esfuerzos desesperados para que se siga adelante con el espectáculo. Alguien nombra a Toscanini, el joven violoncelista de Parma, que es tan resuelto, conoce tan bien la partitura de Aída y demuestra tener tanta autoridad.
La decisión se impone ante la fuerza de los acontecimientos. Se aprueba el nombre de Toscanini como un desesperado recurso para salvar el concierto, pero Toscanini no está presente. Aquella noche se ha permitido desertar de la orquesta. Un amigo de él suministra una información, y un grupo decidido se lanza sobre la débil pista que, sin embargo, permite encontrar al inocente violoncelista en brazos de una muchacha en un local cercano. Se lo llevan a la fuerza, lo ponen al tanto de la decisión, lo arrastran hasta el teatro y lo encaminan hacia el podio.
El músico está firmemente decidido a resistir, pero comprende que la situación de toda la compañía orquestal no tiene salida. Basta la imploración de una corista paisana del joven músico: "Ch'al vaga su lu, Toscane", para decidirlo. Todo el mundo espera verlo ceder a la furia nacionalista de los cariocas, pero no sucede absolutamente nada de ello. Quizás los espectadores están cansados, quizás el intervalo durante el cual se fué a buscar al nuevo maestro ha calmado los ánimos, o quizás la expulsión de los otros dos ha satisfecho a la mayoría. El hecho es que cuando aquel muchacho delicado se presenta en el podio, se hace un gran silencio en la sala. Toscanini golpea el atril y "arranca" seguro de sí mismo. Durante toda la primera media hora, dirige como en un sueño, temiendo el despertar: pero ya se insinúa el éxito al término del primer acto, se confirma con el segundo y se hace completo al final del espectáculo. La temporada está a salvo, la dignidad artística está vengada y el camino del joven violoncelista se halla desde ya señalado.
Sin embargo, los años del retorno a Italia son aun más difíciles para la familia Toscanini, que se ha trasladado a Milán y se ha agrandado, en tanto, con dos hijas más, Ada y Zina. El joven maestro puede ganar un máximo de ochenta liras por temporada, pero el padre sastre no logra redondear las entradas, de tal modo que la familia no desdeña tomar algún pensionista, algún joven amigo de la familia que quiera gastar poco y permanecer fiel a la cocina parmesa que prepara la madre de Arturo. Cierto invierno, sin embargo, los haberes de la familia son tan escasos que, para ahorrar carbón y mantener caliente la cama del hijo cuando éste vuelve tiritando por la noche, la señora Toscanini hace dormir a su hija Ada en la cama de Arturo, haciéndola volver a su propio lecho al llegar él.

UNA VUELTA DECISIVA
Aquellos años señalan, para Toscanini, un recodo decisivo en su camino: descubre de pronto que es mal compositor y, de una vez para siempre, dando prueba de un fuerte sentido autocrítico, renuncia a toda veleidad de autor. Un paréntesis abierto en los años del Conservatorio se cierra así definitivamente en 1888, luego de apenas cinco años. Hay en esa resolución algo así como una sensación de culpa, hasta tal punto que el joven músico vitupera contra su "presunción" y trata de sacar del mercado toda su obra de juventud a la que juzga en estos términos: "garabatos y penosos gusanos musicales". Habrá que esperar, sin embargo, algunos años más, para asistir, en 1892, a un nuevo paso adelante de Toscanini como maestro, cuando lo llaman para dirigir, en el teatro "Del Verme", de Milán, "I Pagliacci". En esa oportunidad se encuentra el origen de su vertiginosa carrera.
Pero hasta en el éxito el hombre no se desmiente: los golpes de suerte no cambian su carácter, mientras que los años que pasan no ablandan su intransigencia.
Permanecerán unidas a su nombre y su sobrenombre de "reformador" algunas innovaciones del teatro lírico que él obtuvo no sin batallas ni dificultades: logró introducir en la misma Italia la costumbre germánica de mantener la sala a oscuras durante el espectáculo, trató de quitar al público la costumbre del bis que ya no quería conceder, obtuvo la colocación de la orquesta por debajo del nivel del escenario para limitar la distracción del público y cuidó todos los detalles de la puesta en escena, examinando personalmente no sólo las luces y las escenas sino hasta los zapatos de los miembros del coro; y tanto peleó que consiguió representar sólo la ópera en el espectáculo, sin ningún ballet que la precediera o la siguiera, como lo quería la buena tradición italiana.
Ha sido el maestro de la fobia de los aplausos, de la resistencia a comparecer en escenario, de la intolerancia al bis, de la aversión por los fotógrafos y del odio por la mundanidad; ha sido el maestro que rechazó a una cantante, hizo sacar del cartel a una "Norma" en vísperas del estreno en "La Scala" y se retiró del podio porque un tenor no le había concedido una prueba (y no volvió sin haberla obtenido).

LA ULTIMA GRABACIÓN
Ha sido el hombre que conquistó el "Metropolitan" de Nueva York, baluarte de wagnerianos, demostrando que sabía dirigir las óperas del compositor alemán como ellos y mejor que ellos, pero lo dejó sin amargura siete años más tarde, en 1915, pidiendo que si el teatro prendía fuego algún día, se lo advirtiera para permitirle ayudar a quemarlo.
Se peleo con Puccini, con Pizzetti, con Boito, con Ricordi y con decenas de otros hombres famosos de su tiempo. Rechazó títulos y honores (la última vez fué el título de senador vitalicio que le ofrecía el presidente de la República Italiana Luigi Einaudi).
En 1931, las autoridades de entonces le quitaron el pasaporte, porque su intolerancia frente al régimen se había hecho demasiado manifiesta. Sólo una hábil maniobra de su hijo Walter logró atraer sobre el músico la atención mundial, hacerle restituir el pasaporte y permitirle pasar la frontera para una gira de la cual no había de volver hasta el fin de la segunda guerra mundial.
Luego de regresar a Norteamérica, tomó parte en una película, venciendo su innata aversión por las máquinas fotográficas, y con un tren especial hizo un viaje de amistad a través de los dos continentes americanos. Asimismo, grabó discos, apareció en la televisión y se hizo millonario.
Lo siguió siempre en sus viajes su esposa Carla De Martini, a la que conoció cuando buscaba una Ondina para el "Ocaso de los Dioses", y con la que se casó en 1897, en Turín. A pesar de todos los rumores malintencionados al respecto, Toscanini vivió con ella y con sus hijos una vida completamente feliz. La señora Carla fué para él una secretaria, una madre, una amiga devota, una admiradora fanática, una consejera sabia y una diplomática pacificadora de sus furibundos litigios.
Después de su muerte, en abril de 1951, el maestro vivió largas noches de insomnio y, en seguida, admitió que ya no era el mismo hombre. Vencido por una dolorosa artritis, consecuencia de su vejez repentina, así como por una profunda sensación de vacío, el maestro se convenció lentamente de que había llegado el momento de abandonar la batuta. Fijó un día, hace apenas un año, para su última grabación, y fué puntual, irascible e intransigente como si tuviese aún veinte años. Una vez más, fué también el Einstein de la partitura, el mago de la lírica y el genio del Conservatorio de Parma. Luego salió apresuradamente por las calles de Nueva York, hacia su residencia de Riverdale. Aquellos que lo vieron pasar se susurraron el uno al otro: "Allí va el maestro", o mejor dicho, a la norteamericana: "The Maestro". Porque el gran director de orquesta italiano, desde hacía tiempo, había dejado de ser "Mister Toscanini" para convertirse simplemente en "The Maestro".