MARZO 28, 1939
La capitulación de Madrid


A las dos de la tarde avanzan los franquistas: "¡Han pasado!"

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Negrín: el golpe infructuoso

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Sólo bastaron 24 palabras para anunciar una victoria que exigió 32 meses de lucha feroz: En el día de hoy; cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El parte, que lleva la firma de Francisco Franco, está fechado en Burgos, 1º de abril de 1939. 
La guerra, en verdad, había concluido un año antes, cuando las fuerzas sublevadas llegaron al Mediterráneo y cortaron en dos a la República; en todo caso, ya nada era posible tras la toma de Barcelona, el 20 de enero siguiente. Sin embargo, la contienda iba a tener un final simbólico, del que esta semana se cumplen tres decenios: la caída de Madrid.
Fue el 28 de marzo de 1939, Martes de Pasión. A las once de la mañana, escoltado por tres oficiales, tres guar dias civiles y tres soldados, el coronel Adolfo Prada rinde el Ejército del Centro ante el coronel Ríos Capapé, en una oficina del hospital Clínico, dentro de la Ciudad Universitaria; formalizada la capitulación, Prada y sus acompañantes quedan arrestados en el Hogar del Combatiente. La bandera franquista, ondea ya en el ex Ministerio de Hacienda, la sede de las últimas autoridades republicanas.
Desde el alba, la capital hierve. Silenciosa, lúgubre hasta unas horas antes, sus pobladores la transforman en un yacimiento de algarabía. Los falangistas dejan su encierro y los espías (la Quinta Columna) su largo anonimato; de las Embajadas y las cárceles salen refugiados y prisioneros. Racimos de hombres y mujeres se apiñan en la Puerta del Sol: para unos, es el triunfo de su causa; para otros, la; clausura del hambre, la miseria, los padecimientos.
Vastas muchedumbres se dirigen a la Ciudad Universitaria, donde acampan las divisiones del general Eugenio Espinosa de los Monteros. Son las dos y media: una vanguardia al mando del coronel Losas invade la capital; junto a él marcha su colega Ríos Capapé. Luego, en un desfile con sabor a gloria, el resto de las unidades se adueña de Madrid; el único funcionario presente, Melchor Rodríguez, un anarquista, entrega la Municipalidad a Espinosa de los Monteros. Así, sin disparar un solo tiro, el Gobierno de Burgos conquista el mayor de sus objetivos, perseguido desde noviembre de 1995; entonces, al grito de "¡No pasarán!", los habitantes y las escasas tropas republicanas detuvieron la ofensiva sediciosa; el 28 de marzo, otro es el lema que se corea: "¡Han pasado!"

El coronel pacifista
Paradójicamente, la Guerra Civil Española, que estalló con el alzamiento de un sector del Ejército, se extingue también con una sedición militar. En ella se resumen las hondas divisiones políticas que estragaron la efímera vida de la segunda República, la riña de partidos y líderes que impidió una efectiva conducción de las operaciones bélicas, el derrotismo que acabó por embargar a las jerarquías castrenses.
La historia de este sombrío capítulo se inicia el 1º de febrero, en un viejo castillo de Figueras - cerca del límite con Francia-, donde se reúnen las Cortes, bajo la presidencia de su titular, Diego Martínez Barrio. Apenas 62 de los 473 legisladores escuchan al Primer Ministro, Juan Negrín López; agotado, vacilante, señala que han fracasado las gestiones en busca de un armisticio; la contienda, pese al desastre reciente de Cataluña, debe proseguir. Negrín obtiene un voto de confianza: sólo 62 personas deciden, en virtud de la democracia, el futuro de los 8 millones de españoles que habitan suelo republicano. 
Pero esta insistencia en los formalismos habría de repetirse, como si la tragedia se aventara con ellos. El 5 de febrero, el Presidente Manuel Azaña y Díaz abandona Figueras y se instala en la Embajada en París; el 8, van a Francia Negrín, su Gabinete, y el Jefe del Estado Mayor Central, general Vicente Rojo; éste habilita su comando en Le Boulu, mientras el Primer Ministro ancla en el Consulado de Toulouse, el 9, al mismo tiempo que las avanzadas nacionales consiguen estacionarse en la frontera.
Madrid, capital de España, ya no lo era desde el 6 de noviembre de 1936, cuando el Gobierno (en manos del socialista de izquierda Francisco Largo Caballero) se afincó en Valencia; menos de un año después pasaría a Barcelona, para establecerse luego en Figueras. Fue en Valencia, el 17 de mayo de 1937, donde Negrín asumió el poder: socialista del ala derecha, este médico de las Islas Canarias, cuarto y último Primer Ministro nombrado durante la guerra, alentó o permitió un creciente auge de los comunistas en la política civil y militar de la República.
En febrero del 39, Madrid se sostiene por milagro; unas 400 personas mueren de inanición cada semana; no hay agua caliente ni medicinas; los alimentos, aun racionados, son insuficientes. Aparecen los diarios, que tal vez sólo sirven para que miles de pobladores se resguarden del frío; los bombardeos han devorado edificios, barrios enteros1. Ese clima fúnebre es el que acoge a las autoridades el 12: Negrín se reúne allí con su Gabinete, a los dos días de haber dispuesto que el Gobierno regrese a Madrid. Al cabo de las deliberaciones, la posición oficial se sintetiza en una frase heroica, pomposa: "O todos nos salvamos o todos nos hundimos".
Negrín volvió a España, desde Toulouse, el 10 de febrero. Un avión de la Air France lo deposita, junto con sus Ministros, en Alicante, donde se entrevista con un grupo de militares; de allí sigue a Valencia y conversa; con el general José Miaja Menant, quien poco antes ha designado comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Negrín no ignora el dilema que afrontan los caudillos militares: persistir en la lucha significa, para muchos de ellos, una locura; faltan hombres, pertrechos, ansias. Él, en cambio, piensa que resistir es algo más que un imperativo; confía en un próximo zarpazo de Alemania, que no será tolerado por Francia y Gran Bretaña; una conflagración europea beneficiaría entonces a la República, dada la alianza de Franco con Hitler.
Las Fuerzas Armadas, recelosas de Negrín, compuestas por medio millón de soldados desnutridos y sin moral, no se conforman con augurios. Un sector del Alto Mando cree impostergable el cese de las hostilidades y la negociación de la paz; pero estiman que cualquier tratativa con Franco será vana si la llevan adelante "el Primer Ministro y sus amigos comunistas". No, las gestiones deben entablarse entre militares.
El planteo se encarna en el coronel Segismundo Casado López, jefe del Ejército del Centro; el 6 de febrero había solicitado por escrito, al cuartel general de Franco, se le comunicaran las condiciones para rendir sus unidades. La respuesta —dictada por el propio Franco— le llega el 15, a Madrid, diez días antes de que Negrín decretara su ascenso a general, para halagar su vanidad y diluir su campaña. Casado rechazará las tentaciones; se siente invencible, como sus partidarios, los anarquistas, los socialistas de derecha y la Izquierda Republicana de Azaña. Es un manojo de militares, dirigentes políticos y sindicalistas, unidos para vengarse del predominio comunista.
El 26 de febrero, en el aeródromo de Los Llanos (Albacete), el Primer Ministro celebra una trascendental conferencia con el Alto Mando; salvo Miaja, los otros ocho invitados se muestran favorables a la paz (general Manuel Matallaria, jefe del Estado Mayor; general Francisco Escobar, jefe del Ejército de Extremadura; coronel Domingo Moriones, jefe del Ejército de Andalucía; general Leopoldo Menéndez Casado, jefe del Ejército de Levante; almirante Miguel Buiza, jefe de la Flota; coronel Antonio Camacho, jefe de la Aviación; general Carlos Bernal, jefe de la Base Naval de Cartagena).

El coronel guerrero
Los acontecimientos se precipitan. El 27, Francia y Gran Bretaña reconocen al Gobierno de Burgos. El día siguiente, en París, Azaña dimite la Presidencia; por la tarde, en un restaurante del boulevard des Grands Augustins, la "comisión permanente" de las Cortes designa como sucesor a Martínez Barrio, según lo prescriben las leyes. Martínez Barrio, que se niega a volver a España, no avala la continuidad del Primer Ministro, pero tampoco llama a elecciones, único medio para dotar al Estado de autoridades definitivas (él es Presidente interino).
De estos bizantinismos se vale Casado para cuestionar a Negrín y acelerar la conspiración; los dos hombres se entrevistan, el 1º de marzo, en la residencia del Primer Ministro, situada en Yuste, cerca de Alicante (es inexplicable que Negrín viviese a tanta distancia de Madrid). El militar insiste en la urgencia de una solución pacífica; el Primer Ministro asegura el arribo inminente de armas y provisiones. Las suertes quedan echadas luego de cuatro horas de conversación: Casado tratará de derrocar a Negrín, y Negrín no cejará hasta desembarazarse de Casado.
El 4 de marzo se subleva la Base de Cartagena (la Flota republicana se internará en Bizerta, el 7), y el Primer Ministro dispone una serie de cambios en el Alto Mando, que no llegarán a ejecutarse. El más importante: el relevo de Casado al frente del Ejército del Centro y su reemplazo por el general Juan Modesto Guilloto, comunista; otros jefes comunistas reciben el control de los puertos, así como promociones; Iister y Galán, de la misma tendencia, son candidatos a los Ejércitos de Extremadura y Andalucía.
Un golpe de Estado, en suma. Pero ya es tarde. En la noche del 5 de marzo, Casado exhibe las cartas; después de ubicar su puesto de mando (se encontraba en Jaca, 8 km. al Este de Madrid) en los sótanos del ex Ministerio de Hacienda, anuncia por radio la constitución de un Consejo nacional de Defensa, que toma el Gobierno. A la presunta ilegalidad de Negrín y su Gabinete, Casado opone un organismo no menos ilegal.
Son ocho los consejeros: Julián Besteiro un prócer socialista que ejerce las Relaciones Exteriores; sus correligionarios Wenceslao Carrillo (Interior) y Antonio Pérez (Trabajo); los anarquistas González Marín (Hacienda) y Eduardo Val (Comunicaciones); los "azañistas" Miguel San Andrés (Justicia) y José del Río (Educación). Casado asume la Presidencia y la cartera de Defensa; a las 24 horas, cede el cargo máximo a Miaja, quien venía de declararse contra la guerra.
El apoyo militar de que dispone la Junta es escaso: de los cuatro Cuerpos que integran el Ejército del Centro, sólo uno, el IV, responde a los usurpadores; su jefe es el, teniente coronel Cipriano Mera Sanz, un antiguo albañil anarquista cuyo denuedo y pericia lo convirtieron en uno de los más brillantes oficiales de la República. Ya el 6, en la mañana, el teniente coronel Luis Barceló, titular del Cuerpo I, saca sus tropas hacia Madrid; los comandantes de los Cuerpos II y III, teniente coronel Bueno y coronel Ortega, suman tropas a la revuelta contra Casado. Los combates durarán seis días, con un saldo de 2.000 muertes.
El 6, Negrín destituye a Casado por teléfono, un gesto vano. El ambicioso coronel, que ha desechado el ascenso, amenaza con encarcelar a todo el Gobierno; a las tres de la tarde, Negrín, dos de sus Ministros (Álvarez del Vayo, Moix) y cuatro jefes (entre ellos, Enrique Líster y Modesto) huyen en avión a Francia, desde la Base Dakar, en Alicante. El 7, las fuerzas insurgidas contra Casado logran formidables progresos; Miaja escapa a Valencia, y Matallana se pone a la cabeza de la represión. Sin embargo, el héroe y estratego de la victoria del Concejo es Mera, que diseña los planes desde el ex Ministerio de Marina, cerca de la fuente de la Cibeles.
El 8, pese a que Barceló mejora sus posiciones, el coronel Ortega se ofrece a mediar. Para los comunistas, la lucha carece de sentido; sus líderes están fuera del país, Franco se dispone a dar el último asalto. Con todo, ¿cómo no se ensañaron con los anarquistas, que no querían sino tomarse la revancha contra sus eternos adversarios políticos? Lo cierto es que el 12 terminan los choques (con el fusilamiento de Barceló, ordenado por Casado) y el Consejo puede dedicarse a gestionar la paz con los vencedores.

El coronel fugitivo
En ese camino, su derrota es absoluta. Sólo el 22 acepta Franco a los correos de Casado (en principio, deseaban trasladarse a Burgos el mismo Casado y Matallana, pero el enemigo desea parlamentar con oficiales de menor graduación). En realidad, el Consejo conoce la actitud del Generalísimo: "paz sin condiciones", una metáfora de "rendición"; pero vale la pena ganar tiempo, para facilitar la evacuación de los militares y líderes civiles. Por fin, el 28 de marzo se celebra la reunión de apertura, en Gamonal, entre los emisarios de Casado y los de Franco; los primeros solicitan un lapso de 25 días, tendiente a completar la entrega ,de los Ejércitos y zonas "no liberadas"; se les contesta que la Aviación debe rendirse el 25 de marzo, y el Ejército el 27.
El 25 hay una segunda entrevista. Los delegados del Consejo tornan a pedir un plazo más extenso y que ambos bandos suscriban un documento. Al caer la tarde, los franquistas rompen las conversaciones, pues la Aviación leal sigue sin entregarse. El 26, Franco lanza una ofensiva en todos los frentes; quienes anhelan la paz, explica, deben levantar bandera blanca. Esa humillación es todo cuanto obtiene Casado; su rebeldía y 2.000 muertes no condujeron sino al deshonor.
El 27, Casado faculta al coronel Prada —a quien había nombrado jefe del Ejército del Centro—- para que arregle los términos de la capitulación en Madrid; enseguida parte a Valencia, con su mujer, Matallana y Val; el 29, tras ordenar una académica rendición de todas las fuerzas republicanas, se embarca en el navío de guerra inglés Galatea, en el puerto de Gandía, con destino a Sussex. No podrá, esta semana, evocar el 30º aniversario de aquellos episodios: Casado murió a fines de 1968 en Madrid, sin haber conseguido que el Gobierno de Franco —cuya Justicia lo absolvió en 1961— le devolviera su grado militar y sus sueldos impagos.
De los protagonistas de entonces, sólo dos recordarán la fecha. El Generalísimo, y Cipriano Mera, que sobrelleva el exilio en París.
revista primera plana
25 de marzo de 1969