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crónicas del siglo pasado

 

 

 

UNA OCA SALVAJE LLAMADA JOYCE

 


Revistero

 


 



 

 

Las antiguas leyendas aseguran que ""eran tiempos oscuros y salvajes; los duendes todavía retozaban por los bosques y la bruma se arrimaba a los castillos; como un cerco, acechaban los íntimos fantasmas del príncipe Hamlet y las torvas brujas de Macbeth. El mundo tenía, entonces, el color amenazante de la sangre; la vida de un hombre —cuentan— valía tanto como su ausencia. Brutal, la Europa bárbara festejaba su cuerpo guerrero con un torbellino de espadas no redimidas, aún, por el signo calmo de la cruz católica, con la que luego sellarían un pacto irrevocable.
Un siglo antes de esta alianza, en una isla de niebla, última frontera del mundo conocido, unos clanes célticos, los 'gaels' someten a ciertas hordas legendarias, de ascendencia milesia, aposentadas desde tiempo inmemorial y organizan militarmente el territorio. En eso andaban, cuando llegó la buena nueva: sobre dos tablas de madera, amagando un abrazo impotente, el hijo mayor de un carpintero fracturaba la Historia, inauguraba el tiempo de la absolución.
Los gaélicos acusan el golpe; un frenesí redentor comienza a coparlos y, sobre ese suelo aterrado por las culpas, manos nuevas y temblorosas levantan los monasterios de Lismore y Clonmacnoise, de Derry y Aran-Mor. Era la fiesta evangélica; iluminada y blanca, Irlanda se vuelve misionera: coloniza a Escocia y Bretaña. Mientras, en sus obispados, escuelas y conventos se formaban los mejores pensadores de la época: Alcuino, Escoto Erígena, el geógrafo Dicuilo y multitud de copistas, abadeses, visionarios y miniaturistas. Tierra Santa, Irlanda se hacía cargo del antiguo desafuero de Occidente y sofocaba, con el orgulloso manto de su inocencia, los estertores de un débil paganismo, la sensualidad politeísta.
La Cruzada dura casi ocho siglos; en 795 un mosaico de daneses, noruegos, sajones y normandos despedaza, a punta de guerras y secesiones, el sueño blanco de Irlanda. Pese al caos, el enemigo verdadero de esa isla, tras la cual —se decía— moraba "el país de la eternidad", no había llegado aún.
Lo hace en 1534. Con una orgía de incendios, saqueos, torturas y asesinatos, la delicada Inglaterra coloniza la patria del Espíritu, decreta el tiempo de la venganza. No hay piedad para nadie; bajo el reinado del oleaginoso Enrique VIII, las persecuciones religiosas son apabullantes; Carlos I diezma poblaciones enteras y usurpa territorios; la exterminación llega con Cronwell, la fuerza represiva con William Pitt, las deportaciones en masa con la lechosa Victoria, los fusilamientos y el horror policial con la insurrección patriótica de 1916. Campo desolado, las ruinas altaneras de Irlanda —pobladas hacia 1840 por ocho millones y medio de habitantes— desfallecen hoy, en la carne de sus cuatro millones y cuarto de almas.
En el crepúsculo de esta siega, el 2 de febrero de 1882, en Rathgar, un arrabal del Sur de Dublin, en el número 41 de Brighton Square, nace un bebé pálido y de ojos acuosos, hijo de una católica empedernida y egoísta, de un recaudador de impuestos, fracasado estudiante de medicina que soñaba, hacia 1870, combatir con los prusianos: el Padre O'Molloy bautiza al recién iluminado como James Agustine Joyce.
El matrimonio de John Stanislaus y Jane Murray alumbraría, con el tiempo, doce hijos más, tres de ellos mueren al promediar su infancia, otro Stanislaus júnior vivirá fascinado por el primogénito, hasta el punto de poner su vida al servicio de la gloria de aquél. En 1888, James ingresa al viejo castillo de Kildare, en Clongowes Wood, bastión de los jesuitas, reducto del modernismo de la época; allí frecuenta el latín y la retórica, se deja invadir por la ciencia y las matemáticas, hace deportes. Solitario e hipersensibilizado, este niño frágil crece atosigado por sombras clásicas, aburrido por las chabacanerías de sus compañeros, seducido por el edificio aristotélico y el dogma de los Padres de la Iglesia. Creyente, intenta tomar la sotana; una crisis religiosa lo tumba y verá diluirse su vocación de santo entre el humo de las tabernas dublinenses, la abigarrada geografía de las calles ciudadanas, la poesía y el pecaminoso calor de las prostitutas. En 1898 va a la Universidad; ya comienza a abordarlo la sombra inmensa de Parnell y el revitalizado nacionalismo de Irlanda; divisa, mientras, a través de sus lecturas de lbsen, Hauptmann, Flaubert, D'Anunzio, Nietzsche y otros, una revuelta más tajante, que depositaba en la mesa de la Europa de comienzos de siglo el destino de una causa universal. Él opta por esta última; despreciativo e insolente, apostrofa el chauvinismo de sus conciudadanos, estudia idiomas, apuesta por Yeats, del cual se hace amigo, y por el Iris Literary Theatre, para condenarlos en 1901 con un artículo, El día del populacho, cuando el grupo, y el poeta en cuestión, abrazan el dogma populista.
"Nadie, dijo el Nolano [léase, Giordano Bruno de Nola] —amonesta allí—, puede amar la verdad o el bien, si no aborrece a la multitud: y el artista, pese a que se sirve de la multitud, tiene buen cuidado de aislarse de ella." Rechazado el trabajo por el director de la revista St. Stephen's, Joyce lo edita por su cuenta; la injuriosa certeza que allí ostenta no lo abandona jamás; arrogante, busca crear desde sí y para sí mismo ese espacio "para la vida" por el que, poco tiempo después, clamaría el genio doloroso de Antonin Artaud. Nada que lo someta, ni hogar, ni patria, ni Iglesia; el arte será, por lo tanto, la Tierra Prometida, esa mesiánica y trágica libertad que él iría burilando, monumental y solo, con las cenizas del silencio y el destierro.
CAMPOS DE LECHE Y MIEL
Escritos Críticos, de James Joyce (Editorial Lumen, Barcelona, 390 páginas), un libro que en pocas semanas arribará a la Argentina, es, por sobre toda otra reflexión, el testimonio de un exiliado. Son 56 ensayos, conferencias, notas, artículos periodísticos, cartas a directores de revistas, poemas imprecatorios, comentarios de libros, que se inician hacia 1896 (Joyce contaba entonces 14 años) con una composición escolar, "No hay que fiarse de las apariencias"; culminan en 1937 con su intervención en el 15° Congreso Internacional del PEN. Pero más allá de los temas que aborda, Wilde, Blake, Bernard Shaw, James Clarence Mangan, Ibsen, la política irlandesa, el problema ganadero, 'Escritos' permite seguir paso a paso el peregrinaje vital de este Telémaco moderno, aprisionado, como Dédalo, en el laberinto que él mismo construyera, herético e individualista, repudiando, furiosamente, cualquier tabla de la ley no modelada con sus propias manos. Es que se creía el destinatario de una herencia ancestral; blanco de las burlas de sus coterráneos, Joyce seculariza la moral misionera de los primitivos gaélicos y, como ellos, partirá hacia otras comarcas. Dos cosas lo diferencian de sus hermanos: no lleva obra alguna (ésta se halla en el confinamiento) ; no es un apóstol sino un proscripto. Un día de diciembre de 1902 se embarca para Francia; pasa con este acto a formar parte de esa hueste de expatriados a los que los irlandeses bautizan con el despectivo nombre de 'wild geese' (las ocas salvajes).
En París, la miseria es devastadora; intenta estudiar medicina y renuncia por no poder afrontar los gastos de inscripción, enseña inglés a cuatro estudiantes, es mandadero de un médico, quiere empeñar su chaqueta y no se la aceptan por mugrienta, sufre de flemones, conjuntivitis, frío, dolor de estómago; a comienzos de 1904 vuelve a Dublin; lo trae la muerte de su madre, el alcoholismo de su padre, el harapiento destino de sus hermanos. El 10 de junio conoce a Nora Barnacle, quien sería su compañera inseparable; el 16 de junio (día en el que transcurre el Ulises) algo sucede entre ellos; rompe al poco tiempo con sus editores, quienes, atemorizados, se negaban a publicar 'Dublinenses' y los estigmatiza con un poema escandaloso; entre otros insultos, asegura: "Aunque laboren hasta la sepultura / jamás tendrán mi espíritu / ni unirán mi alma a la suya... Y aunque a patadas me rechacen de su puerta / más a patadas los rechazará mi alma". El 8 de octubre de 1904, por fin, acompañado de Nora, deja nuevamente Irlanda; se dirige, quizá sin saberlo, hacia sus 35 años de exilio.
Fueron épocas duras, matizadas por la pobreza y las enfermedades, un miserable aprendizaje que lo lleva de un lado a otro de Europa, acechado por la guerra, la locura de su hija, la muerte de su padre, la iritis creciente que lo obliga a someterse a doce operaciones de córnea. Paradójicamente, había dejado de ser un desconocido; Ezra Pound y T. S. Elliot lo publicitan ampliamente y el estupor internacional que provoca la publicación de Ulises le ofrece un barómetro nada desdeñable para medir su fama: es el preferido de los caricaturistas revisteriles. Tiene de todo, menos dinero; él debía desquitarse de tal maldición, acariciando las carillas de ese nuevo libro que hacia 1927 comienza a aparecer en la revista Transition y a la que Ford Madox Ford titula 'Work in progress'. Joyce ocultaría el verdadero nombre de la obra hasta 1939: en febrero de ese año, las librerías europeas reciben la primera edición del Finnegans Wake. Su autor apenas tuvo tiempo para paladear la gloria en cierne; el 13 de enero de 1940 en el Hospital de la Cruz, operado y sin recobrar el conocimiento, muere el antiguo artesano, aquel que se había arrogado para sí el deber de fraguar, como sus primeros maestros, "la conciencia increada" de su raza.
Más allá de esa anécdota, que es su vida, a través de sus palabras y de sus silencios los Escritos críticos de Joyce permiten rastrear una paradoja ejemplar: Irlanda es, en verdad, la destinataria de estas páginas, con quien dialoga a cada instante. Imponente, hará de esto un asunto personal: la isla se adhiere a su piel como la niebla, él la acunará con un canto de amor irritado, con la burla, el escarnio, el fervor de la denuncia y una pasión sensual, y vergonzante. Se sintió traicionado por ella y quiso, a su vez, traicionarla. Fue inútil; al fin de su camino la había reconstruido por entero, minuciosamente, con la precisión de un miniaturista y el fanatismo religioso de un hereje. La persiguió desde sus orígenes como al cuerpo huidizo de una mujer, hechizado por el esplendor de su pasado, para levantarla al fin, ante ese mundo que la creía aniquilada, con el fuego vengativo y demiúrgico de su lenguaje.
Oficiante sin acólitos, devolvió a su tierra el verbo perdido de las sagas pioneras y, con los despojos vacilantes de una Edad de Oro, su humanismo violento y puritano volvió a concebirla, entonando los cantos bautismales de la leche y de la miel. 
LAS APARIENCIAS DE LO REAL
Titánico, James Joyce no toleraba que un solo fragmento de la realidad no estuviera a su disposición en el momento que él lo convocaba; estos fragmentos de sus Escritos Críticos —que primera plana ofrece en exclusividad— son una pálida muestra de esa demiúrgica voluntad.
"Nada hay tan engañoso y al mismo tiempo tan atractivo como una buena superficie. El mar, cuando se contempla a la cálida luz del sol de un día veraniego; el cielo, visto a la débil y ambarina luz del sol de otoño, son un regalo para la vista. Pero, cuán diferente es la escena, cuando la furia salvaje de los elementos ha despertado una vez más las discordancias de la confusión, cuán diferente el océano ahogándose convulso en oleaje y espuma, al plácido y calmo mar, que destellaba al sol, alegremente rizado. Pero los mejores ejemplos de la fragilidad de las apariencias son el Hombre y la Fortuna." (De "No hay que fiarse de las apariencias", 1896.) "Por drama entiendo el juego de pasiones, a fin de representar la verdad; el drama es contienda, evolución, movimiento en cualquier sentido; el drama existe independientemente antes de tomar forma; el drama está condicionado pero no dominado por su escenario." (De "Drama, y vida", 1900.)
"La poesía, incluso cuando aparentemente es fantástica, constituye un alzamiento contra el artificio, y, en cierto sentido, una revuelta contra la actualidad." (De "James Clarence Mangan", 1902.)
"Cuando un país victorioso impone su tiranía sobre otro, no puede estimarse lógicamente injusto que este segundo país se rebele. Así es la naturaleza humana y nadie que no esté engañado por su propio egoísmo o su ingenuidad creerá, en nuestros días, que el colonialismo está inspirado en motivos puramente cristianos. Estos principios se invaden cuando se invaden tierras extranjeras, por más que los misioneros y la Biblia de bolsillo precedan, con escasos meses de anticipación, en rutinario trámite a los soldados y depredadores." (De "Irlanda, isla de santos y sabios", 1907.)
"En el extranjero no se habla de Irlanda, salvo cuando se produce una revuelta como esa que ha dado tanto trabajo a las oficinas de telégrafos hace pocos días (...). Y el verdadero soberano de Irlanda, el Papa, recibe estos telegramas con agrado. Ya muy debilitados los gritos de protesta son casi inaudibles cuando llegan a la puerta de bronce. Los mensajeros del pueblo que toda su vida ha sido fiel a la Santa Sede, del único pueblo católico para el que la fe significa asimismo el ejercicio de la fe, son rechazados para dar paso a los mensajeros de un monarca descendiente de apóstatas que apostató solemnemente el día de su coronación, declarando en presencia de la nobleza y el pueblo llano que los ritos de la religión católica son superstición e idolatría." (De "Irlanda ante los tribunales"', 1907.)
"Nos pasma pensar que las simbólicas entidades de Los y Urizen y Vala y Tiriel y Enitharmon, así como los espectros de Milton y Homero, abandonaron su mundo ideal para acudir a un pobre aposento londinense, y que el único incienso que les rindiera homenaje fuera el aroma del vulgar té de la India Oriental y el de los huevos fritos con tocino. ¿No es acaso ésta la primera etapa de la historia
del mundo, en que el Eterno habló por boca del humilde?" (De William Blake", 1912;)
"En la última y desesperada llamada a sus compatriotas, les rogó que no le arrojaran a los lobos ingleses que aullaban a su alrededor. En honor de los irlandeses debemos decir que accedieron a ese ruego. No lo arrojaron a los lobos ingleses, sino que ellos mismos se encargaron de destrozarlo." (De "La sombra de Parnell, 1912.)
"¡Oh, Irlanda mi primer y único amor / donde Cristo y el César son uña y carne! / ¡Oh, amada tierra donde el trébol crece! / (Permitidme, señoras, que me suene las narices)." (De "Gases de un quemador", 1912.)
"Mi esposa me dio un chico tonto, / nuestra criada parió una alegre putuela. / Paternidad, tu nombre da alegría / cuando el prudente señor sabe de quién es quién." (De "Epílogo para Espectros, de Ibsen", 1934.)

revista primera plana
julio 1971