Miscelánea
1963

 


fotografía aérea de la zona donde fue cometido el atraco al correo real, en las cercanías de Cheddington. Arriba, el fogonero David Whitby


el diablo dejó de proteger al abogado, ahora volverá a Niteroi

 

Inglaterra: El atraco más grande del siglo
Normalmente, ni se hubiera molestado. Pero era —el pasado jueves 8— una de esas raras noches del verano inglés en que la vacilante luz de la Luna parece encender los campos verdes a lo largo de los rieles y despierta un invencible sentimiento de aprensión. Tom Miller decidió averiguar qué detenía al correo real, el "tren fantasma", como acostumbra llamarlo, que hace el trayecto nocturno entre Glasgow y Londres: bajó de su puesto de guardia, al final del convoy, colocó linternas en las vías para prevenir a otros trenes, y comenzó a caminar hacia la luz roja: "Imagínense mi sorpresa —comentó más tarde—. Vi que dos vagones y la locomotora se iban." También se iban 2.742.000 libras esterlinas en billetes (más de mil millones de pesos). Era el mayor atraco de la historia.
Los bandidos habían sustituido la luz verde por una roja. Cuando el tren se detuvo, más allá del cruce de Sears, desengancharon la locomotora y los dos primeros coches, con exacto conocimiento del sistema hidráulico que los mantiene unidos. El maquinista Jack Mills, de 57 años, y el fogonero David Whitby, de 26, se hallaban tendidos en el suelo y asegurados con un solo par de esposas: Mills había sacado el revólver, pero recibió un golpe en la cabeza, después de lo cual le pidieron disculpas con toda cortesía. El convoy —o, mejor dicho, su parte delantera— fue conducido a una vía muerta, un kilómetro y medio más adelante.
Silenciosamente —no se oyó una sola orden—, dos hombres llegaron hasta las 110 sacas rebosantes de billetes. Los demás —eran unos veinte, dice Mills— formaron fila, y las sacas fueron pasando vertiginosamente de mano en mano, hasta ser colocadas en un camión que se había ocultado entre los arbustos, a la vera del camino real. La operación tardó 18 minutos. Los empleados de correos siguieron trabajando en los vagones posteriores sin percatarse de nada. Una vez solos, Mills y Whitby —siempre amarrados por un par de esposas— buscaron el teléfono más cercano. Cuando Tom Miller, extrañado por la larga detención del tren, llegó junto a la locomotora, habían pasado veinte minutos. No vio camión alguno: sólo la luna tibia sobre los campos en silencio.
Gerald McArthur, superintendente de Scotland Yard, recibió autoridad, excepcionalmente, para unificar las fuerzas policiales de cinco condados. Inmediatamente concibió la hipótesis siguiente: si los asaltantes sólo dispusieron de veinte minutos para alejarse antes de que se diera la alarma, el camión no pudo salir de los límites de Cheddington, 50 kilómetros a la redonda. Los policías y sus perros amaestrados recorrieron, palmo a palmo, las granjas de los alrededores. Desde luego, no se excluían otras hipótesis. ¿No habrían trasbordado las sacas —en diez minutos— a otros coches, que pudieron llegar rápidamente a Londres? ¿O tal vez a una barcaza en el canal Junction? Las recompensas ofrecidas por bancos y compañías de seguros llegaban a 260.000 libras. Scotland Yard atendía 150 llamadas por hora y las clasificaba en tres categorías: maniáticos, soplones de bajo fondo y detectives aficionados. Hurgando en los archivos se pudo establecer que cinco de los más famosos "ladrones científicos" de Inglaterra estaban de vacaciones en la Costa Azul o en España. ¿Por qué no pensar que el jefe de la organización emigró aun antes del atraco? Pero veinte personas no se reparten un botín de esa magnitud sin delatarse en alguna forma...
Al quinto día se encontró, a 45 kilómetros del lugar, una granja abandonada. Un camión, otros dos vehículos, alimentos envasados. Y algunas sacas de correos, hechas de un material indestructible. Pero surgía otro misterio: ¿cómo pudieron escabullirse, sin ser notadas, veinte personas —con un centenar de bultos— en una región tan minuciosamente registrada? La opinión inglesa contenía el respiro, anhelante, y la prensa confesaba la admiración popular por el jefe del asalto, que parecía dueño de un cerebro electrónico. Un sondeo permitió comprobar que 7 de cada 10 londinenses apostaban a su favor.
Pero ya a fines de semana todos empezaban a temer. Scotland Yard se acercaba inexorablemente a su presa.


El abogado que se quedó sin defensa
Hace diez días, el yate argentino Sirena navegaba frente al puerto de Juan Lacaze, en la costa oriental del Plata. Su tripulante era un hombre magro, más bien bajo, de ademanes nerviosos y cortantes. En su valija se amontonaban unas pocas fotografías, seis o siete, con la efigie sonriente de una mujer centroeuropea, cubierta apenas por bikinis o baby-dolls. En su bolsillo, reposaban una pistola 635 y una aguja hipodérmica. A intervalos, sus ojos eran golpeados por un tembloroso tic.
Seguramente, el hombre navegaba a tientas, sin mapas auxiliares. No se explica de otro modo por qué, pese a su avidez por desembarcar, hizo que el Sirena encallara imprevistamente en la madrugada. Dos horas después, la policía de Colonia abordaba el yate y lo desenmascaraba: el marino sin pericia era, en verdad, Héctor de Andrade Mendes, nacido en Minas Gerais hace 41 años. Esa filiación ocultaba un pomposo apelativo: todo el Brasil conoce a Andrade como el abogado del Diablo, convicto en la cárcel de Niteroi por el asesinato de Eva Dana Tcherova de Tefe, la mujer de las fotografías.
Un año atrás, Andrade confesó que había presenciado casualmente la muerte de Dana, desmoronada a balazos en una carretera brasileña. Luego, al descubrirse que la mujer había testado en su favor, optó por desdecirse, elaborando en cambio una explicación que sonó verosímil a muchos oídos: Dana, de origen checo, habría colaborado con los nazis en el exterminio de judíos; algunos comandos de Israel, tras un largo asedio, terminaron por secuestrarla. Andrade tenía a su favor una fenomenal coartada: el cadáver jamás pudo ser encontrado. Adversamente, el legado de 18 millones de cruceiros y sus contradictorias declaraciones sobre el refugio actual de Dana (¿Tel Aviv?, ¿Vladivostok?, ¿Omsk?) se volvieron en su contra; sin dejarse fascinar por sus argucias verbales, los tribunales de Río lo condenaron a 30 años de presidio, en Niteroi. Allí obtuvo una celda para él solo, con aparatos de radio y televisión. La molicie debió fastidiarlo, porque hace un mes pudo fugarse cómodamente y emigrar a la Argentina. No hay casi dudas de que sobornó a los carceleros, pero ninguna investigación pudo probarlo.
La cruz del abogado
Andrade, tras haberse iniciado como mandadero en un estudio jurídico, egresó de la Facultad de Derecho con medalla de oro. Su nombre empezó a cobrar fama luego de defender brillantemente al gángster Walter Abanconi, acusado de asesinar a un banquero. El alias le llegó poco después, cuando libró del presidio a un ladrón conocido como el Diablo. A esa altura, era ya un experto en casos perdidos, un afanoso protector del hampa. Le quedan todavía rastros de esos juegos peligrosos: en su ingle persiste la cicatriz de un balazo, cuyo origen quiso ocultar Andrade a todos sus íntimos. Ni siquiera su mujer, refugiada ahora en Mar del Plata, sabe absolutamente nada de esa historia.
El abogado ha procurado pertinazmente presentarse a la policía como víctima de una atroz trampa política. No ha explicado, en cambio, si la persecución proviene de la izquierda o de la derecha brasileña, de los comandos israelíes o de las células comunistas en cuyo poder estaría retenida Dana Tcherova. En sus defensas hay siempre un trasfondo de ambigüedad, un sutil juego de sofista. Queda poca gente que le crea; después de su detención, es probable que también queden, pocos dispuestos a ayudarlo.
Como primer paso, la policía brasileña intentará averiguar a quiénes sobornó Andrade para escapar de Niteroi. Aunque sin duda imaginará una novela para explicarlo, hay ya sobrados indicios de que el hampa le proporcionó dinero y medios para comprar a guardianes y movilizarse fuera del país. Andrade no volverá a servir al hampa como defensor, ciertamente. Pero es lo demasiado hábil como para seguir cobrándose —en metálico— las viejas deudas.
Revista Primera Plana
20/08/1963