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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL


Cuando la pintura es un rito
Páez Vilaró

revista Mercado
febrero 1979

un aporte de Riqui de Ituzaingó


 

 

 

Así como la finca El Paraíso, en Córdoba, propone de inmediato el nombre de su imaginativo propietario, Manuel Mujica Láinez, y "la casona de Santos Lugares" induce de inmediato a pensar en Ernesto Sábato, también "Casa pueblo", en Punta Ballena, Uruguay, aparece casi como sinónimo de un artista: el pintor Carlos Páez Vilaró. Este arraigo o identificación con un lugar determinado no coincide, en este caso, con una personalidad sedentaria o con una propensión al quietismo. Paradójicamente a esta identificación con el paisaje de la magnífica península oriental, Páez Vilaró es un artista viajero hasta la exageración. Con sólo rozar imaginariamente algunos de los lugares donde ha dejado su sello —Tahití, en Polinesia; Canberra, Australia; Libreville, Gabón; Buzios, Cabo Frío; Largeau, República de Tchad; Cameroun; Brazaville, Congo; y también Montevideo, Buenos Aires, Nueva York, Santiago de Chile— se puede esbozar, a priori, uno de los ángulos destacados de su personalidad de pintor.

"Llevo mi taller conmigo a cualquier parte donde me conmuevan el escenario o la gente", suele proponer como axioma. Durante los largos inviernos de estas latitudes aprovecha para recorrer sus varios y desperdigados talleres — en islas paradisíacas o en ciudades como San Pablo o Nueva York— y esperar allí, trabajando en murales y cuadros, el momento de retornar a sus dos fuertes raíces: el barrio negro de Montevideo y Casa Pueblo, en Punta Ballena. Su obra más conocida es el mural que realizó en el Túnel de la Organización de Estados Americanos, en Washington; aunque no menos trascendentes fueron los innumerables murales que realizó en las más remotas ciudades y para las más diversas empresas.
En 1965, escandalizó a espectadores ortodoxos con un trabajo integrado —luz, movimiento, cine, colores, música, escultura— que obtuvo el premio a la investigación en la VIII Bienal de San Pablo. En esa casa, de espectaculares características ("mi escultura para vivir" confiesa),Vilaró reúne durante su permanencia del verano a todo un movimiento plástico de singulares hábitos. Acompañado de sus hijos, "Agón sigue mis pasos, es una naif maravillosa", Carlos Páez Vilaró, exultante, vital, desinhibido, aprovechó la libertad del grabador para contar, sin reticencias, algunas facetas de su vida trashumante. Aun cuando el tema del arte fue encarado varias veces por el cuestionario, es
evidente que la gran pasión del artista uruguayo es la vida.
MERCADO — Hace algunos años, usted expuso en San Pablo una obra que produjo reacciones. ¿Fue un cuadro vivo, verdad?
PAEZ VILARÓ — Sí, fue una vieja idea con la que obtuve el premio a la investigación: metí un hombre dentro del cuadro. Recuerdo que cuando subí al avión militar que nos trasladaba a San Pablo, las autoridades, al ver a otro pasajero que no estaba registrado me preguntaron quién era. Y exigieron documentos. "No lleva —dije— él forma parte del cuadro, pónganlo con la carga". Más allá de esta humorada, esa actitud tiene que ver con todo un enfoque personal de la existencia. Enfoque que se nutrió bastante dentro de la atmósfera publicitaria donde trabajé algún tiempo y donde aprendí muchas cosas. Y que tiene que ver también con ciertas raíces que dejé durante mi estada por Buenos Aires, allá por la década del cuarenta.
MERCADO — ¿Cuáles fueron esas raíces, cuáles fueron esas experiencias? Si tiene deseos de recordarlas.
PÁEZ VILARÓ — Nunca dejo de hacerlo; vuelvo constantemente a ellas aunque mi cuerpo esté lejos. Recuerdo aquél escenario, aquella ciudad que me cargó de vida: veo mujeres de ojos almendrados, veo cafetines en el bajo, veo letreros anunciando los nombres de esos cafetines —El Avión, El Cometa, La Fragata...— y veo jóvenes, como yo entonces, trajeados según la moda de Divito, impecables y seductores. Época de tangos en Goyescas, de muchachas vestidas a la moda de Hollywood, de maniquíes vivos paseando modelos por la calle... De estos maniquíes nació la idea del cuadro con un hombre dentro. De estas raíces se nutrió mi pintura.
MERCADO — En ese escenario de la ciudad de Buenos Aires, ¿cómo y por qué empezó a pintar?
PAEZ VILARO — Por el tango. Yo me inicié dibujando el tango: escenas de cabaret, las bailarinas, los músicos. Y también el entorno de las fábricas de Avellaneda, los trabajadores de la zona con los que yo compartí parte de mi juventud. Los obreros, recuerdo, me esperaban a la salida de la fábrica. Yo me apostaba en la esquina con un lápiz y un block con un cartel al lado que decía: "Juguemos a la chance. Haga una raya que yo resuelvo el dibujo y se lo doy pintado. Si no lo logro, pierdo y le doy cinco pesos. Si gano, usted me da diez centavos".
Claro, trataba de ganar siempre yo y ellos aceptaban el juego para ayudarme porque sabían que venía del Uruguay sin un peso. Mis dibujos entonces eran paisajes, caras, compadritos de aquella época. Uno de los amigos que me ayudaron fue después gran fotógrafo, se llama Alfieri, ¿usted debe conocerlo, verdad?
MERCADO — No sólo yo, ha llegado a ser muy importante en el periodismo. Ahora, Páez Vilaró, retome la historia y cuente su desarrollo de dibujante autodidacto, como fue usted.
PAEZ VILARO — Hubo un hecho que desencadenó cambios y entre ellos mi retorno al Uruguay: me enfermé de aftosa y mi hermano Miguel, importante hombre de negocios y una especie de padre, decidió que volviera. Hasta allí, aparte de esas experiencias de vida en las fábricas, había tenido también por último otras relacionadas con la publicidad. Trabajé algún tiempo para Pueyrredón Propaganda y aprendí a espiar a quienes podían enseñarme. Allí conocí a Tito Scopessi. A mi regreso a Montevideo, mi hermano insistió para que me dedicara a la publicidad y con él llegamos a fundar una compañía como la vieja Emelco de Argentina, con la que producimos el primer noticiero uruguayo. De todos modos el cambio me conmovió: volvía de una ciudad personal, mundana, llena de matices, y debía someterme a otra realidad, una Montevideo quieta, sin folklore, con su rutina de paseos alrededor de las plazas. Me encontré sin tema para pintar, no veía fábricas, ni calles como la recova de Alem, ni tango como en Buenos Aires.
MERCADO — Sin embargo usted descubrió un folklore o por lo menos ahondó en un tema que lo individualiza y que ya habla pintado Figari: el candombe, la morenada, el carnaval.
PAEZ VILARO — Encontré el tema por necesidad, por carencia. Un día me enteré que había en Montevideo un barrio, Palermo, con un acento propio, particular como lo tiene La Boca en Buenos Aires. Fui hasta allí entusiasmado y cuando lo vi me enfrenté con un escenario increíble: el basural, los carros que recolectaban la basura, los corralones, las tuberías de gas, casas humildes como construidas de cartón, hombres hechos a la dureza del trabajo. Entonces me puse extasiado a seguir el trayecto de las vías del tranvía, la estela desprolija que dejaban los restos de basura que se escapaba de los carros. Empecé a hacerme amigo de los hombres, a viajar en los pescantes, a atisbar desde allí arriba a ese barrio que difundía un hálito vital. Allí escuché por primera vez los tambores de los negros. Sonaban entre las calles, a lo lejos, como un mensaje fascinante. Seguí el tam tam acompasado y me topé con una comparsa pobre, una comparsa cuyos integrantes iban vestidos como podían. Sin embargo había en ellos una maestría peculiar, traían al viejo "yuyero" que vaticinaba el mal tiempo y anunciaba buenos amores; traían a la "mama vieja", una morena casi centenaria moviéndose como una muchacha; y también al famoso "escobero", trazando malabares en el aire con su escoba como si se tratase de un magnífico bastonero militar. Aquellos tambores eran magníficos: estaban hechos por el más hábil artesano que conocí: Quico. El coheterío, las carlitas voladoras, la voz de Carlos Gardel surgiendo de los fonógrafos de los bares, todo me parecía fascinante y revelador. Allí descubrí mi pasión por la pintura y el arte.
MERCADO — ¿Recuerda cuáles fueron los primeros trabajos, cómo, dónde trabajaba? En realidad, más que contestar la pregunta usted preferiría continuar...
PAEZ VILARO — Siguiendo a la comparsa entré al conventillo "Medio Mundo". Usted lo conoce, lo incluyó alguna vez en una nota
que leí aquí en Uruguay, usted lo ha sentido y sabe lo que significa para cualquiera que tenga sensibilidad. Ante él se rindieron hasta los turistas más indiferentes, más suficientes. Yo llevaba conmigo el block con todos mis dibujos: había ido dibujando escoberos, mamas viejas, carros... y una vez dentro del conventillo, atónito y deslumbrado por aquel patio de ropa colgada, de chicos bailando descalzos, de jaulas con pájaros, sentí que tenía que inventar una excusa para volver. Entonces le pedí al que ahora es mi hermano —Juan Ángel Silva— que me dejara guardar los dibujos en la misma pieza donde guardaban los tambores.
Desde ese momento nace mi historia de pintor. Y mi historia de ejecutante de tambor. Yo todos los años, para Navidad, participo de un rito de los morenos: salgo con ellos a la calle a tocar y a juntar dinero para el conjunto La Morenada. Soy uno más y me enorgullezco. Este año, cuando volví de Nueva York, anuncié mi llegada por teléfono y ellos me esperaron porque sabían que no podía fallarles. Usted verá, que cuando me pregunta sobre arte yo le contesto sobre barrios y comparsas y gente. Además es cierto lo de mis raíces y soy fiel a ellas: estamos tratando de que el conventillo Medio Mundo, ahora cerrado, sea reabierto como Museo de Arte Popular. También Casa Pueblo nace del conventillo, es una prolongación. La construí como si se tratara de una escultura habitable, sin planos, sobre todo a instancias de mi entusiasmo. Cuando la Municipalidad me pidió hace poco los planos que no tenía, un arquitecto amigo tuvo que pasarse un mes estudiando la forma de descifrarla.
MERCADO — Usted expuso por primera vez en Buenos Aires. ¿Fue al poco tiempo de aquellas experiencias en el barrio de palermo?
PAEZ VILARO — Pasó algún tiempo en que yo me integraba a ese nuevo mundo de gente, con sus costumbres, su folklore, su escenario. Mi primer dibujo lo compró un americano en cinco dólares y con eso compramos una pelota de fútbol para el equipo "Yacumenza", integrado por morenos. Alguien, en Buenos Aires, llegó a enterarse de mis trabajos y vino hasta el conventillo a observarlos con desconfianza. Subió hasta mi pieza, los vio y me invitó a exponerlos en Wildestein. Era como jugar en primera y tenía mucho miedo. Al final, vendí todos los cuadros dos veces. Sí, dos veces, porque no alcanzaron y me fui con varios encargos. Después, todo fue diferente: fui invitado por galerías, trabajé duramente, aprendí mucho. Mi historia de vagabundo es muy larga, estuve en el Congo, en la selva, en las islas de la Polinesia, en Oriente. Pinté paisajes exuberantes y mujeres bellísimas. Frecuenté príncipes y aristócratas, grandes hoteles y castillos, y cabañas a la orilla del mar. Me enamoré y aún me enamoro. Pero siempre vuelvo a Casa Pueblo y a lo de mis hermanos, los morenos. Aquí en esta casa nunca se sabe cuántos viven. En el último censo que hicimos éramos como treinta: americanos, franceses, argentinos, compatriotas y hasta un africano. Somos una población migratoria, me rodean mis hijos y mucha gente joven. Le escapo a los viejos y a la monotonía. Tengo bastante con mi vejez, aunque me cuesta reconocerla. No sé si uno de estos años, por culpa de las piernas, dejo de salir en las comparsas, dejo de tocar el tambor y debo conformarme con mirar.
MERCADO — Una de las características esenciales de su obra plástica tiene estrecha relación con sus viajes. Y sobre todo el mar. Acaso la prueba concluyente sea esta extraña casa de Punta Ballena. El mar aparece por todos lados, y también la sensación de que se está por partir.
PAEZ VILARO — Es que viajar —digo siempre— es correr palmo a palmo la vida. Viajando rejuvenezco mis colores y mi espíritu. Sé que mi pintura se enraíza en el mar y se vigoriza frente al sol, donde hay un horizonte limpio me dan ganas de quedarme, donde hay una playa larga me dan ganas de instalar mi caballete y dejarme estar con la vista fija hacia un barco perdido... Cierta vez decidí instalarme en San Pablo: paradójicamente en esa ciudad de tránsito afiebrado y de vértigo, estaba desmintiendo mi estilo de vida, mi filosofía de libertad. Era como un contraste doloroso o inquietante montar mi mesa de trabajo en esa ciudad de rascacielos. Sin embargo encontró la otra cara de San Pablo: Guarujá. Allí había tiempo para hacerse tiempo; los árboles tenían nombre; sus noches eran silenciosas y los pescadores me acercaban su diálogo. Me quedé un tiempo y expuse en el Hotel Delphin. En sus mesas aprendí a conocer a muchos, artistas que se encontraban allí como en un café de Saint Germain de Prés... En realidad mi vida es un largo viaje: mi esperanza son los grandes amigos que están por nacer. Mi casa está inmóvil por razones de lógica, pero es como si se moviera constantemente. Siempre hay alguien aquí que trae cosas: desde cualquier habitación pueden salir en cualquier momento, un pintor, un músico, un poeta, una muchacha bellísima. Casa Pueblo es un taller, un barco, un albergue. No sé, a veces hasta creo que participo de un rito y de que soy el gran sacerdote. ¿Le parece que mi obra puede estar diferenciada de lo que soy?