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crónicas del siglo pasado

 


¿Quién secuestró al bebé Lindbergh?
Hace 28 años el hijo del aviador más famoso del mundo fue raptado de su residencia en Hopewell. Algún tiempo después el hallazgo del cadáver terminó con las esperanza, y un país indignado lanzose en pos del criminal.
Richard Hauptmann, acusado del rapto del "bebé Lindbergh" fue ajusticiado en la silla eléctrica, sin embargo, las dudas que surgieron en el proceso mantiene vivo el recuerdo de sus alternativas sensacionales.


Revistero

 


 


Residencia de Lindbergh en Hopewell. La policía reconstruyó cómo fué realizado el secuestro y dedujo que el raptor debía pesar unos 77 kilogramos. Esta somera descripción ajustábase al físico que tenía Bruno Richard Hauptmann


Con fecha 11 de marzo de 1932 apareció este cartel pidiendo información a quienes supieran algo sobre la criatura. Posteriormente se agregó la suma de 25.000 dólares para quien hallara al culpable. Lyons y Lyla, encargados de una estación de servicio en Manhattan cobraron la recompensa


Acompañado de su esposa, con quien realizó numerosos vuelos posteriores a su hazaña. La fotografía data de poco más de u n año antes de la tragedia que empañó sus vidas y conmovió al mundo entero. El rapto se perpetró mientras ellos charlaban en una habitación cercana al dormitorio del niño

 

 

EL PENÚLTIMO DÍA de enero de este año, en un hospital de Nueva York, dejó de existir Francis A. Jamieson, principal ayudante del gobernador del estado, Nelson Rockefeller. Tenía 55 años, una salud pocas veces quebrantada —es más, se había internado la jornada anterior a su muerte— y un prestigio periodístico que le reportó el premio Pulitzer.
Jamieson fué quien, como redactor de The Associated Press, informó al mundo expectante sobre los pormenores de uno de los acontecimientos policíacos más sensacionales del siglo: el rapto del hijo de Charles Lindbergh.
Las circunstancias desusadas que cercaron al hecho criminal tuvieron dos puntos de partida. Uno, la personalidad famosa del padre de la criatura; otro, el desenlace cruel con la muerte del niño. Como en todas estas historias en donde entra en juego lo más oscuro del alma humana, el secuestro del bebé Lindbergh estuvo rodeado de puntos interrogantes, sin respuesta algunos, que mantuvieron la incógnita a través del tiempo. ¿Puede conjeturarse que el mismo Jamieson, vivo testimonio de la investigación y el proceso no habrá recordado, al morir, a ese otro Jamieson, de 27 años, que siguió paso a paso el siniestro desfile de personajes increíbles en torno del cadáver de un niño de 20 meses?

UNA BORRASCOSA Y GRIS NOCHE DE MARZO
Nada turbaba la paz hogareña de la residencia de los Lindbergh, en Sourland Mountain (New Jersey), ese martes 1º de marzo de 1932. Afuera, el viento inclinaba a los árboles sobre un crepúsculo invernal y prematuro.
Cerca del pueblito de Hopewell —Buenaesperanza—, sobre la falda sur de una escarpada montaña cubierta por el bosque, a tres kilómetros de la población, levantábase la casa de piedra blanqueada. Sólo ocasionalmente el matrimonio del primer hombre que uniera por aire Estados Unidos y París, y la rica heredera Ana Morrow ocupaban la estancia. Esa noche la inminente partida se había postergado por un fuerte resfrío que aquejaba al pequeño Carlos Augusto.
El personal de servicio, constituido por el matrimonio Oliver y Elsie Whately —ambos, ingleses—, se había enriquecido con la presencia de una bonita escocesa de 28 años, Betty Gow, quien tenía a su cargo el cuidado de la criatura.
A las 19.30, el pequeño Carlos fué colocado en la cuna con una camiseta de franela, sobre la que tenía una camisa de lana y el trajecito de dormir. Ya en su cama, Betty cosió con un hilo de seda azul, que le suministró la señora Whately, dos de las prendas para que el niño no se las desprendiera, y lo dejó, soñoliento, en la habitación. La niñera y la señora de Lindbergh cerraron las tres ventanas del cuarto, aun cuando no pudieron asegurar debidamente los postigos por encontrarse ligeramente torcidos Todo esto tendría luego particular y trágica importancia.
A las 20.30 llegó Lindbergh. y luego de cenar con su esposa se pusieron a charlar tranquilamente en el salón. Eran exactamente las 21.15, cuando el famoso aviador, distraído de su conversación; por un ruido inusual, comentó con su mujer: "¿Escuchaste?". Parecía como si en la cocina, lo que era probable, se hubiesen caído unas maderas. Imposible, suponer que en ese mismo instante quizás el destino ascendía por una escalera apoyada justo debajo de la ventana de la habitación del pequeño Lindbergh. La jornada, con esa impersonalidad que suele darse en estos casos, movía a atribuir a los hechos comunes, razones igualmente comunes.
Ya se había desencadenado la borrasca que amenazaba desde temprano. A las 22, Betty Gow subió al cuarto del niño, y al dirigirse a la cuna no lo encontró. Seguramente la madre lo había llevado a su alcoba. Pero tampoco estaba allí. ¿Y el padre? Lindbergh saltó de su asiento donde leía, cuando ambas fueron en su busca, preguntando por el niño. El hombre que había desafiado la soledad en un vuelo histórico, que había luchado contra el sueño y el cansancio, contra el temor y la fatiga de sus miembros entumecidos a bordo del 'Espíritu de San Luis", sintió helársele el corazón al ver el lecho vacío y los rastros barrosos de lodo amarillento que se perdían en el antepecho de la ventana. Por allí alguien había huido, llevando en brazos una pequeña vida, apenas un esbozo de esperanza, que el matrimonio había visto crecer con la alegría que se deposita en todo hijo. Lo melodramático, el lugar común, adoptaron aquí la vigencia casi tangible de lo patético.

"EL HOMBRE DEL GAS" Y GASTON MEANS
"—Estaba junto a dos mujeres: Inés e Hilda. Tienen alrededor de 40 años, pero son aparentemente más jóvenes... Sí, muy hermosas, con un busto prominente." John Hughes Curtis se encogió de hombros, mientras lanzaba una bocanada de su cigarro sobre el rostro anhelante de Lindbergh. "Es Sam, el hombre del Gas —continuó—, nadie lo conoce, ni la policía tuvo nunca datos sobre él. Pero yo escuché, claramente que raptó a su hijo"
Curtis era un armador de Norfolk, Virginia. Según sus palabras, había escuchado la conversación de las dos damas en forma ocasional, en un bar, y el enigmático Sam era un "gangster" escurridizo, que utilizó el secuestro para hacerse de unos dólares fácilmente. Sin pista alguna, desesperado, todo podía creerlo ese padre, que sólo quería ver entre sus brazos a Carlos Augusto, sonriendo como antes.
May Moss era, según Curtis, el nombre de una barcaza que habría de restituir a los Lindbergh su hijo. Hacía falta un rescate por 50.000 dólares. ¡Qué importaba! Lo principal era hallar al niño.
Las horas, sin dormir ni comer, permaneció el padre a bordo de una lancha, en procura de la inalcanzable Mary Moss. Noches de vigilia oteando el horizonte, tardes y mañanas con el ojo avizor. Pero el "hombre del Gas" y su presuntamente preciosa carga no aparecieron nunca. Los G-Men —agentes especializados en lo criminal de la policía norteamericana—, hicieron que Curtis confesara que nada era cierto y que no existía ni Sam ni las seductoras damiselas.
Sin embargo, esto no fué nada más que el comienzo.
Evalyn Walsh McLean era la propietaria del impresionante diamante Hope. Gaston Means se dijo, no sin razón, que valía la pena probar suerte. Con el pretexto de saber quién poseía al niño, pidió a la bondadosa Evalyn 104.000 dólares. Hasta cierto punto, Gaston sabía su negocio. Vendedor y detective particular en otros tiempos, tenía el oficio de engañar por profesión, y la hipocresía, por norma de conducta. No satisfecho con su primera demanda, exigió 35.000 dólares más, pero Evalyn, que pensó que su diamante y su fortuna no daban para tanto, denunció al enterado Means a la policía, y el astuto sujeto fué a parar a la cárcel por 15 años.
Paréntesis cómicos, ridículos, tuvo la búsqueda de los secuestradores; simultáneamente, la angustia crecía en el hogar de los Lindbergh

CIANURO DE POTASIO PARA VIOLETA SHARPE
Violeta Sharpe estaba a punto de casarse con Septimus Banks, mayordomo de los Morrow —la familia de la esposa de Lindbergh—. Era una graciosa muchacha, llena de vida, con sus 27 años pictóricos y algo apresurados. La policía seguía, metódicamente, una línea de investigación, y los sirvientes tenían papel preponderante en sus interrogatorios.
"—¿Dónde estuvo la noche del secuestro?"
Violeta Sharpe se puso pálida, demudada, al oír la pregunta. Sus manos buscaron algo en que aferrarse; la cabeza bajó sobre su pecho.
"—¿Dónde estuvo la noche?..." Violeta contesta con evasivas. Se confunde. Piensa un rato y vuelve a equivocarse.
"—Estuve con una amiga en Nueva Jersey", responde. No convencen sus argumentos. ¡Tantos titubeos para decir que estuvo con una amiga! La policía no cree e insiste. Violeta Sharpe, inglesa, de 27 años, se encierra en su cuarto y llámase a un silencio definitivo ingiriendo el cianuro de potasio contenido en un líquido para limpiar metales. Aquella noche la había pasado con un amigo casual, y ante la perspectiva de develar la verdad a su prometido, prefiere morir. Consigo lleva una actitud algo ingenua, que revela la conciencia de su pecado. El "caso Lindbergh" hace su primera e inocente víctima conocida.

DOCTOR EN PEDAGOGÍA Y EMBAJADOR SINGULAR
Según las mejores referencias, ese hombre alto, delgado, de cabellera grisácea y afectado hablar, era el doctor John P. Condon. Profesor de escuelas públicas en Nueva York, tenía a la sazón 72 años, un espíritu aventurero y la poco tolerable manía de expresarse innecesariamente con frases altisonantes en donde el lugar común, la pedantería y una innata falta de buen gusto se daban la mano. Cuando apareció en la vida de los Lindbergh, sin embargo, muy pocos lo tomaron a broma.
El desesperado aviador había publicado en los diarios un aviso que rezaba: "Mi esposa y yo pedimos encarecidamente a las personas que tengan nuestro hijo, la designación de un representante cualquiera que se entienda con un apoderado nuestro en el lugar y hora que escojan".
El anciano profesor se puso inmediatamente en contacto con la familia, ofreciendo sus servicios como mediador y, además, 1.000 dólares de sus propios bolsillos "para que una madre amante lograra recuperar a su hijo", según sus palabras.
La aparición del original individuo fué publicada por el "Home News", periódico del Bronx —barrio neoyorquino—, y bien pronto el doctor Condon recibió una nota en estos términos: "Si usted quiere actuar como mediador en el asunto Lindbergh siga instrucciones estrictamente. Entregue personalmente el sobre incluido al señor Lindbergh. Cuando usted reciba el pago ponga estas palabras en el "New York American": "El dinero está listo". Esté en casa todas las noches, de 6 a 12. En ese tiempo volverá a tener noticias de nosotros."
Ambas notas, la recibida por el solícito profesor y la que dejaran los raptores el mismo día del encuentro eran idénticas en estilo y factura. No cabía la más mínima duda de que se estaba en contacto con los criminales.
Henry Breckinridge, abogado de Lindbergh, enterado de las novedades, se instaló en la casa del pedagogo, permaneciendo en ella 22 días, y desde ese instante las actividades del doctor fueron sugeridas o seguidas de cerca por el representante del aviador. La suma y la forma en que debía ser entregada ya estaba establecida. Los asesinos habían fijado el rescate en 70.000 dólares, repartidos de la siguiente manera: 25.000 en billetes de 20 dólares; 15.000, en billetes de 10, y el resto de a 5 dólares. Con una clave que correspondía a las iniciales del mediador —"Jafsie"—, el doctor Condon prosiguió su tarea de comunicación a través de avisos, hasta que un día el secuestrador estableció el lugar y la hora de la cita.
A las 24, en una callejuela cercana al cementerio de Nueva Jersey, un caballero de edad y un hombre embozado tomaban contacto personal, luego de más de un mes de esperas infructuosas. El personaje que ocultaba su rostro con las solapas levantadas de su sobretodo y el sombrero echado sobre los ojos se identificó, describiendo con lujo de detalles el lugar y el método utilizado para el rapto, en particular los postigos mal cerrados. Imposible dudar. Por fin habíase establecido una relación directa con los criminales. Posteriormente hubo varias gestiones, y parte de la ropita usada por el bebé llegó a manos de su padre. Finalmente, Lindbergh se decidió a pagar los 70.000 dólares exigidos, previa anotación de los números de los billetes, en un desesperado intento de atrapar a los raptores.
Paralelamente a estos acontecimientos, otros no menos curiosos se iban desarrollando en Hopewell y en todo el territorio norteamericano.

EL HAMPA SE MOVILIZA, Y HOPEWELL PROGRESA
Las compañías de radio gastaban a razón de 7.500 dólares por jornada, y cuatro empresas cinematográficas invertían a su vez 2.500. En la aldea debieron instalarse 17 telefonistas extras, y una verdadera flotilla de aviones estuvo siempre pronta en el aeródromo mas cercano. De esta manera, Hopewell, villorrio en el que ningún ciudadano habría reparado especialmente, se transformó en centro de la atención mundial. Cifras anotadas en aquel entonces informaron que Lindbergh recibía cerca de 500 telegramas diarios de solidaridad y muchos kilos de correspondencia común.
Al mismo tiempo, desde la cárcel, Al Capone ofrece su colaboración. El "Enemigo público Nº 1" arguye —no sin razón— que sus cordiales relaciones con el bajo fondo le permitirían descubrir más rápidamente a los culpables. Consciente de que la policía no lo dejaría libre tan fácilmente, el archicriminal ofrece dos garantías: una fianza de 200.000 dólares, y a su hermano como rehén. Las condiciones son rechazadas al inesperado detective.
"The Daily News" publicó esta noticia: "Tres personas, incluyendo un miembro del gabinete y uno del Congreso, recomendaron al "gangster" Rosner a los esposos Lindbergh. Dícese que el pistolero visitó la casa del aviador dos días después del rapto, y designó emisarios para que se encarguen del trabajo". 
Al mismo tiempo que se producían gestiones de toda índole desde el diario "La Voz de Caldas" aseguraba que el niño se encontraba en una de las islas contiguas a Buenaventura, fuera de las aguas jurisdiccionales de la Unión. Inclusive en Sevilla, España, fué detenido un individuo, llamado Jean Saul, que, según el cónsul norteamericano, parecía saber más de lo conveniente sobre el rapto del "baby" Lindbergh. Nada se obtuvo en este caso. El misterio seguía impenetrable.

MACABRO HALLAZGO
El 12 de mayo, William Allan, motorista de color, se dirigía en un camión cargado de manzanas por el camino que une a Mount Rose con Hopewell. En determinado momento, detuvo su marcha y, dejando en el vehículo a Orville Wilson, un amigo suyo, se internó en los matorrales. Al rato largo regresaba a los gritos, pidiendo auxilio. Bien pronto Orville y Allen estuvieron frente al motivo del horror: el cuerpo de una criatura, en avanzado estado de descomposición, se encontraba a escasos metros del camino, a medio enterrar. Había aparecido el pequeño Lindbergh.
Efectuada la autopsia, éste fué su resultado: "La causa de la muerte fué la fractura del cráneo debida a violencia externa". El primer capítulo finalizaba así, en forma espeluznante. Ahora venía la segunda etapa: atrapar al culpable, y castigar de alguna manera el horrendo crimen.
Sin duda alguna, la muerte del pequeño Carlos Augusto se debió a un accidente. La escalera utilizada para llegar hasta su habitación presentaba una rotura —el ruido que escuchara Lindbergh esa noche, y que atribuyó a un accidente doméstico—; posiblemente, el raptor trastabilló, y perdiendo estabilidad dejó caer al niño. Luego, asustado por el cariz que tomaban los acontecimientos, ocultó el cadáver y prosiguió con su plan de extorsión, después de despojar al niño de sus ropitas, para hacerlas llegar posteriormente a sus padres como prueba irrefutable de que se hallaba aún en su poder.
A partir de este momento, la persecución se haría más encarnizada, más intensa que nunca. Los interrogatorios se sucedían, centenares de sospechosos fueron arrestados... y dejados en libertad a las pocas horas. Bienintencionadas personas decían haber escuchado esa noche, a esa hora, una conversación furtiva en tal parte, o habían "visto" a un sujeto sumamente misterioso rondando la casa de Hopewell... Más de dos años transcurrieron desde esa tarde en la que Francis A. Jamieson, cronista de The Associated Press, transmitió telefónicamente la última noticia de la primera serie sobre el rapto del hijo de Lindbergh.

¡HE AQUÍ EL CULPABLE!
Walter Lyle había sido un hombre previsor. Nunca como en esa tarde del 15 de septiembre de 1934 su previsión tuvo frutos tan alentadores.
Lyle era poseedor de una estación de gasolina en la avenida Lexington y la calle 27, en Manhattan. Un buen negocio; nada de ganancias exorbitantes, pero tranquilo. ¡Quién podría haber supuesto que el cliente que llegó esa tarde habría de pagar, por 20 litros de nafta, 25.000 dólares!
Un hombre detuvo su automóvil frente al surtidor, e indicó la cantidad anotada a Lyle. Mientras su ayudante, John Joseph Lyons, llenaba el tanque, cobró al parroquiano, y recibió un certificado de oro de 10 dólares. Extrañado, y pensando en los que atesoraban oro —los diarios hablaban continuamente de ellos—, anotó el número de matrícula del vehículo: 4 U-13-41. Bien pronto, la policía hacía la comprobación de que el billete era uno de los entregados por Lindbergh en pago del rescate, y que el automóvil pertenecía a un alemán, llegado como polizón a los Estados Unidos hacía once años. Su nombre era Richard Hauptmann.
"¿Jura decir la verdad, nada más que la verdad, y toda la verdad?". Bruno Richard Hauptmann, acusado de asesinar al pequeño Carlos Augusto Lindbergh, asienta su mano sobre la Biblia y contesta: "Sí, juro".
Comienza el juicio. Los antecedentes del reo son escasos. Nadie más asombrado que los vecinos al enterarse de su detención. Las pruebas, no obstante, se acumulan. En el garaje de Hauptmann se encuentran 13.750 dólares de los exigidos al padre del niño; un mapa encontrado en la residencia del sujeto estaba cribado de alfileres en los lugares donde el secuestrador mantuvo sus encuentros furtivos en procura del rescate; la policía alemana informa que se hallaba en libertad bajo palabra cuando se trasladó a los Estados Unidos. Y finalmente: ¿qué hizo la noche del secuestro?
Contradictorias respuestas del acusado fueron colocándolo en situación cada vez más difícil. Once grafólogos, trabajando en forma independiente, testificaron que la mano que había escrito las esquelas pidiendo el rescate y la de Hauptmann era una sola. Además, el día posterior al pago del rescate, Hauptmann dejó sus trabajos habituales, y hasta la fecha de su arresto había hecho depósitos bancarios diversos, todos los cuales totalizaban 44.000 dólares. Si se considera que al dejar sus herramientas no tenía más que 303,90 dólares ahorrados, es fácil comprender que la afirmación del carpintero alemán de que al salir de su país un socio, llamado Isidor Ficche, le había suministrado el dinero y luego murió, no fuera creíble.
La esposa de Hauptmann, que "fuera arrestada junto con éste, recobró su libertad poco tiempo después, y pudo ocuparse de su hijo,
Manfredo, de once meses de edad. Llorosa, aseguró que su marido no podía ser el culpable, aunque no podía recordar dónde estuvo la noche del secuestro. 
Finalmente, luego de 11 horas de deliberación y 6 votaciones, el jurado regresó al viejo salón de audiencias de Flamington, Nueva Jersey. El juez Tranchard dio a conocer el veredicto:"Bruno Richard Hauptmann: sois convicto de asesinato en primer grado y conforme a la ley, debéis sufrir la pena de muerte". La esposa del condenado, que en ese momento estaba junto a él, pálida y temblorosa, rompió a llorar cuando su marido fué conducido por el "sheriff" fuera de la sala del tribunal. Luego, naturalmente, se apeló en numerosas ocasiones, pero el condenado debió, finalmente, sentarse en la silla eléctrica el 3 de abril de 1936.
Indudablemente, el hombre ajusticiado en la cárcel de New Jersey había cometido un delito. Mas el interrogante que nunca pudo elucidarse del todo fué si Hauptmann había actuado solo o si existió algún cómplice, cuya identidad el mismo acusado ocultó por razones indescifrables. .
De todas maneras, es bastante improbable que el carpintero alemán haya podido, solo, averiguar tan minuciosamente los pasos de los ocupantes de la residencia de Hopewell; haberse enterado de que esa noche, por el resfrío del desdichado Carlos Augusto, no partirían; y, en fin, ese cúmulo de detalles que debió conocer el hombre que planeó el secuestro con tanta precisión. Que Bruno Richard Hauptmann fué culpable del secuestro del "baby" Lindbergh nadie lo discutió nunca formalmente; pero, ¿fué solamente él?... 
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03/1960

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Estimados Amigos, según tengo registrado y por un documental visto, el cadáver encontrado finalmente se dijo que no correspondía al hijo de Charles Lindbergh. Paralelamente les comentó que fue uno de los hechos que mas me quedó grabado en mi mente, como la del presidente Kennedy y Eva Perón.
Cordiales saludos,
Daniel Console
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