CINCUENTA AÑOS DESPUÉS: "PODER ESTUDIANTIL" Y REFORMA UNIVERSITARIA (EN USA)
por ALBERTO CIRIA
Hace cincuenta años, en junio de 1918, comenzó en Córdoba uno de los más importantes movimientos juveniles de masas en América Latina, que se llamó de ahí en más "Reforma Universitaria". Su proyección alcanzó al propio país argentino y también al continente, llegando hasta áreas tan lejanas como México y Cuba, e influyendo notoriamente en las universidades de Brasil, Perú y el Uruguay. Esa trayectoria estuvo jalonada, como suele ocurrir, de triunfos y derrotas, de escisiones e interpretaciones polémicas, de panegíricos y criticas, de apóstoles y réprobos.

 

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En París, una convulsión estudiantil que parece tener carácter universal, algunos trazan paralelos entre los revoltosos de California, los de Francia y hasta los de Suecia, donde se lanza una inesperada ola de violencia juvenil


Muerto Bob Kennedy el estudiantado norteamericano se radicaliza y cree muy poco en el optimismo kennediano

Estudiantes cordobeses haciéndose correr por la policía, hace ya cincuenta años que sus ancestros iniciaron la Reforma Universitaria de 1918, uno de los movimientos de masas juveniles más importantes en la historia de América

 

 

NO es nuestro propósito en esta ocasión detallar minuciosamente los avatares del movimiento en América latina, sino tratar de comprender mejor —dentro de esta peculiar perspectiva ya cincuentenaria— algunas de las razones que subyacen a los recientes disturbios y movilizaciones estudiantiles en los Estados Unidos y en otras regiones del mundo industrial y desarrollado (Alemania Occidental, Francia, Japón, Bélgica, pero también Italia y España) y hasta del campo socialista (Checoslovaquia, Polonia), tan difundidos por la prensa y la televisión.
Creemos que el ejemplo estadounidense se presta a un interesante paralelo con algunas de las etapas del movimiento reformista en América latina, a partir de 1918. Recordemos, a título enunciativo, que, ciertas consignas básicas de los reformistas del 18 y sus continuadores exigían una racionalización de la enseñanza libre de cánones dogmáticos, libertad académica de expresión, participación estudiantil en el gobierno de las casas de estudio, cambios en los programas vetustos y, paralelamente, en el plano social y político de las respectivas naciones, una militancia antiimperialista, anticlerical y antimilitarista. La universidad no se veía como mera fábrica de profesionales sino como una institución relacionada con el resto de la sociedad, a la que tanto debía. "El puro universitario", dijo Deodoro Roca, "es una monstruosidad".
Los estudiantes activistas, en el caso de la universidad neoyorquina de Columbia —paralizada durante doce días en sus actividades regulares entre fines de abril y principios de mayo de 1968—, pertenecían a dos grupos estudiantiles bien definidos: SDS (Students for a Democratic Society), de tendencia izquierdista, conocido por su oposición a la guerra en Vietnam y su apoyo a la igualdad racial; y Student Afro-American Society, integrado exclusivamente por alumnos negros. Minoritarios dentro de los estudiantes en su conjunto, estos dos grupos llevaron adelante su plan para protestar contra la construcción de un gimnasio en Morningside Heights — sede de Columbia— que incluía una velada discriminación en el uso de sus instalaciones con respecto de la comunidad negra de Harlem; y contra la continuación de las relaciones entre la universidad y el Institute of Defensa Analyses, organismo subvencionado por el gobierno para la investigación en técnicas bélicas y de defensa, que cuenta con sedes en otros doce 'campuses' de Norteamérica. 
La primera reivindicación tendía a ganar el apoyo de los militantes negros, dentro y fuera de la universidad (Stockely Carmichael y H. Rap Brown, en efecto, arengaron a quienes protestaban en los edificios ocupados durante los primeros días de la lucha); la segunda, a buscar contactos con la gran movilización en contra de la guerra en Vietnam (más de 87.000 personas, según el diario New York Times), que tuvo lugar en el Central Park el 27 de abril.
Los sucesos tomaron formas bien conocidas en América Latina: como ya dijimos, por lo menos cinco edificios fueron tomados y custodiados por los estudiantes, quienes los declararon "zonas liberadas" (The New Republic, 11-5-68). Desde su interior, por medio de altoparlantes, se efectuaba propaganda al resto de los estudiantes y profesores que intentaban conciliar o desalojar a los intrusos.
La operación estuvo bien organizada, sobre todo por dirigentes estudiantiles como Mark Rudd (S.D.S.), quienes además de lograr parciales victorias en sus demandas (la universidad accedió a suspender la construcción del polémico gimnasio), reclamaban en esta segunda fase de su protesta una amnistía general para los participantes y una reestructuración del vetusto sistema de gobierno en Columbia, elementos que serán claves en el futuro para medir la magnitud del movimiento.
La ocupación de los edificios (empezada el 23 de abril) terminó violentamente en la madrugada
del 31, cuando irrumpió la policía acudiendo al llamado del presidente de la Universidad de Columbia, Grayson Kirk; con exceso de violencias y hasta trato brutal, desalojó a los rebeldes con este saldo numérico: más de 130 heridos y 698 arrestados, quienes al día siguiente quedaron en libertad provisional pero sujetos a acusaciones de usurpación o resistencia a la autoridad, que deben juzgarse en los tribunales dentro de pocas semanas. La medida de Kirk provocó huelgas estudiantiles y nuevos pedidos de renuncia al funcionario. La calma aparente en Columbia no es síntoma de normalidad segura.
Por fin, y no de muy buena gana, Kirk y la Junta de Fideicomisarios de quien depende (el "gobierno" de Columbia, donde están representados ricos donantes y personalidades públicas de franca tendencia conservadora), aceptaron la creación de una comisión de doce profesores prestigiosos para que estudie las "posibilidades de mayor participación de estudiantes y docentes en la administración de la universidad" (New York Times, 5-5-68).
Esto último debe resonar en forma familiar para los lectores latinoamericanos, pero conviene no extremar el paralelo. Quien de veras gobierna a las universidades norteamericanas, no son los profesores (faculty) sino la "administración" (administration), en diversas variantes de Juntas de Fideicomisarios o de Regentes (como en el caso de Berkeley, que vivió una experiencia similar a la de Columbia en 1964-65). La administración es todopoderosa, y en el ejemplo de las llamadas "multiversidades" —enormes instituciones de enseñanza superior con sedes en varias ciudades, como la gigantesca Universidad de California, de la cual el citado Berkeley es apenas el mayor de sus campuses—, su labor ha despertado críticas por el carácter impersonal, casi de computadora, con que trata a estudiantes y profesores. Como bien lo ha destacado el profesor Ronald Hilton, uno de los pocos universitarios que ha escrito sobre el proceso de "latino-americanización de las universidades norteamericanas", "la administración manejaba la compañía (es decir, la universidad); los profesores estaban ocupados con investigaciones que podían aportarles prestigio, ascensos y aumentos de salarios; los estudiantes la pasaban bien y estudiaban lo suficiente como para conseguir su título que, si no prestigio, podía garantizarles un buen trabajo. Las discusiones largas y entretenidas sobre política hubieran interferido con la tediosa tarea de prepararse para la lucha por la vida en una sociedad competitiva" (The Nation, 28-8-67).
Pero esto no puede decirse que sea ya general y absoluto para todo el panorama universitario en los Estados Unidos. "Minorías proféticas", como alguien las llamó, han comenzado a surgir en muchas instituciones del saber. Minorías que se sienten alienadas de la "élite del poder" (C. Wright Mills), y coinciden con el filósofo y teórico de la "Nueva Izquierda", Herbert Marcuse (One Dimensional Man es su obra más representativa, tiene 70 años, enseña en San Diego, California, y es alemán de origen), cuando afirma: "En una sociedad industrial avanzada, el aparato productivo tiende a convertirse en totalitarismo hasta el punto de que determina no sólo las ocupaciones socialmente necesarias, las especializaciones y las actitudes, sino también las necesidades y aspiraciones individuales".
Estos jóvenes activistas leen y procuran seguir los ejemplos del Che Guevara, Regis Debray, Frantz Fanon (de especial atractivo para los negros), y el propio Marcuse, entre otros (véase el articulo de Lionel Abel, "Seven Héroes of the New Left", The New York Times Magazine, 5-5-68). Están desencantados con un sistema que tolera el desangre en Vietnam y la miseria en los ghettos negros, son conscientes del papel imperialista de los Estados Unidos en el "Tercer Mundo", e intentan radicalizar a la mayoría de sus compañeros que todavía creen en el optimismo de Eugene McCarthy como candidato presidencial en 1968. McCarthy y el malogrado Bob Kennedy, por ejemplo, han dedicado muchos días de campaña a los estudiantes universitarios para continuar "integrándolos" dentro del engranaje político tradicional norteamericano.
La protesta estudiantil apenas si ha comenzado, en un sentido reformista latinoamericano, en el país del Norte, pero esto mismo resultaba casi impensable hace unos diez años. Es cierto, además, que el proceso es complejo y lleno de obstáculos, debido precisamente a que los profesores también están tratando de lograr mayor participación en el gobierno y la administración de las casas de estudios (en América latina, en cambio, ellos eran por definición el gobierno de la universidad). El dirigente estudiantil Mark Rudd, uno de los cerebros de la "operación Columbia", dijo en un momento dado que "una de las cosas más importantes que buscamos es la radicalización de los profesores" (New York Times, 5-5-68).
Pero los estudiantes no son los únicos en pedir a sus maestros mayores responsabilidades docentes y cívicas en esta hora de prueba para la nación. Existen señales de que un grupo, minoritario y joven, del cuerpo docente universitario ha comenzado a plantearse parecidos interrogantes en cuanto a su función social como individuos y académicos.
Dos acontecimientos recientes sirven para subrayar esta tendencia no demasiado estructurada.
El primero fue la publicación de The Dissenting Academy ("Los académicos que disienten", Nueva York, Pantheon, 1967), que se ha convertido encuna especie de manifiesto para el movimiento renovador dentro del claustro docente. Editado por Theodore Boszak, recoge once ensayos de especialistas en ciencias sociales que se caracterizan por un marcado anticonformismo y un serio nivel científico, y que cuestionan las propias bases anquilosadas de la enseñanza y la investigación en sus respectivos campos. La antropóloga Kathleen Gough afirma que la antropología en los Estados Unidos se ha convertido en "una hija del imperialismo capitalista occidental", y que la élite del poder local emplea a los antropólogos para demorar "el cambio social en dos tercios del globo". El historiador Staughton Lynd critica agudamente el concepto de "neutralidad" en su materia. Y el editor Roszak dice que los académicos parecen "enorgullecerse extrañamente en reconocer un problema, pero no en resolverlo", ya que para obtener éxito (y dólares) en su profesión, dichos académicos deben concentrar sus esfuerzos en la "politiquería universitaria o de sus asociaciones y en producir publicaciones científicas", sin preocuparse de que el mundo se desplome a su lado.
El segundo acontecimiento fue la reunión en Chicago (marzo 22-24, 1988) de una "Conferencia por la Nueva Universidad" (New University Conference), a la que acudieron más de trescientos docentes jóvenes pertenecientes a 68 instituciones. Muchos de ellos habían participado, en los últimos cinco o diez años, en el movimiento proderechos civiles, en las reformas a los ghettos urbanos, en la campaña contra la guerra y la resistencia a la conscripción militar, y se proponían elaborar "un programa amplio para la reforma radical de las universidades". El ambicioso proyecto apenas si tuvo iniciación en Chicago, pero se prevé la constitución de una organización a escala nacional para coordinar a los diversos profesores progresistas en cada universidad. Aquí también la tarea es dura y paciente, como en el caso de los estudiantes militantes.
En síntesis, los sucesos de Columbia han puesto de manifiesto la existencia de una grave contradicción en la universidad norteamericana, tal como la Reforma del 18 lo señaló para la latinoamericana. La trayectoria de este movimiento nos indica que los resultados no siempre son inmediatos ni saltan a la vista, y que el desconocimiento de los precedentes hace más difícil la lucha (en ninguno de los artículos publicados sobre las protestas estudiantiles en Estados Unidos y el resto del mundo, se recuerda la lección y la experiencia de nuestro continente a este respecto).
El ejemplo de Columbia ha estado provocando "minirrevoluciones" (como las llama Time, 10-5-68) en otras universidades estadounidenses: Princeton, Stony Brook (Nueva York), Temple University, Northwestern, Stanford... Los estudiantes radicalizados, y unos pocos profesores que sienten las mismas presiones que sus discípulos, prosiguen su lucha contra una estructura académica que ha perdido su función critica en la sociedad, prisionera de las investigaciones y proyectos subsidiados por el gobierno federal, los grandes intereses económicos y el establecimiento militar. Otro síntoma visible de la tremenda crisis de un sistema que se creía invencible y todopoderoso.
New Brunswick, New Jersey mayo de 1968. 
revista Extra
julio 1968