Aquiles Badi
recuerdos de la vida bohemia
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A los ochenta años el artista confiesa sus viejos amores: los payasos del circo, la escuela primaria, los atorrantes y las incursiones por París y Roma, donde se consagró como uno de los mejores pintores de su promoción

En casi todo el mundo está considerado como uno de los grandes pintores argentinos. Sus obras engruesan las colecciones particulares más exigentes o se exponen en museos y galerías de Milán, Roma, París, Nueva York, la Habana y Tel Aviv. Contemporáneo y condiscípulo de Spilimbergo y Basaldúa, recibió innumerables premios en salones nacionales e internacionales. Cada cuadro suyo tiene un valor monetario varias veces millonario. Curiosamente, y pese a semejantes antecedentes, muchos porteños desconocen su obra, que no alcanzó la difusión merecida. Sólo los entendidos, los críticos o aquellos que recuerdan sus muestras en la década del 30, ubican a Aquiles Badi (80) en el lugar que sin duda le corresponde dentro del panorama del arte nacional. Sin embargo, ese olvido de sus compatriotas tiene una explicación: es que AB transcurrió la mayor parte de su vida en Milán, Italia, en donde el artista se encerró en un mutismo que sólo rompió esporádicamente. Y es justamente en uno de sus fugaces, solitarios viajes por el mundo, que Badi recaló recientemente en Buenos Aires y pudo ser entrevistado por un periodista de Siete Días.
Los motivos que enarboló el viejo maestro para justificar su retorno no dejan de ser un tanto insólitos: festejar su octogésimo cumpleaños en la capital argentina con el único pariente que tiene -un sobrino de nombre Luis- y realizar en su patria una exposición retrospectiva de sus 60 años de actividad "mostrando las cien mejores obras de su vida".
Erguido, ágil, lúcido, AB evocó animadamente su carrera, sus relaciones con los grandes pintores y su vida bohemia en Europa, sin desaprovechar ninguna ocasión para hacer galla de un humor jovial, envidiable. Extravagante, flaco, más bien bajo, durante la entrevista se cambió varias veces de gorra: "¿Sabe?, en Buenos Aires no se puede encontrar ninguna gorra como gente. Las de visera ya no se fabrican, me dijeron, y las vascas las hacen enormes. ¿Qué pasa, a los argentinos les creció la cabeza? Por suerte, unos amigos suizos que viven en Buenos Aires me prestaron varias", se queja. Esa manía de cambiar de gorra a cada rato no es el único costado insólito (tal vez producto del genio) de Badi: en todo momento consulta y hace anotaciones en un amarillento cuaderno en el que registra su actividad diaria. Allí figuran las particularidades de sus ochocientos cincuenta cuadros, las fechas de sus 60 exposiciones —la mayoría fuera del país— los lauros conseguidos (más de 10 premios de variado calibre) y una infinidad de datos personales. "Para acordarme de todo lo que he vivido tengo esta agenda, que me hace de memoriosa secretaria", bromea.
—¿Por qué su largo ostracismo en Italia?
—Y, cuando tenía nueve años mis padres se fueron a radicar a Milán y allí me quedé. Sólo regresé a la Argentina cuando era muchacho, para estudiar en la Academia Nacional de Bellas Artes, en 1910.
—¿Formaron una escuela de artistas argentinos en París?
—Más bien éramos una barra bohemia. Nos uníamos para salir a comer o divertirnos. Viajé prácticamente toda mi promoción y después se fueron agregando Raquel Fomer, Pizzarro, Berni y muchos otros. Yo aproveché y estudié con Le Fauconier y Charles Guerín. También expuse en el Salón des Independents, en 1934.
—¿Hasta cuándo se quedó en París?
—En 1936, con Butler, nos volvimos a Buenos Aires e instalamos una academia en la calle Corrientes casi esquina Talcahuano. Lo llamamos Atelier Libre de Arte Contemporáneo. De allí salieron unos cuantos alumnos notables, especialmente dos mujeres: la Cordero de la Torre y Susana Aguirre. Pero la situación política de Italia se estaba poniendo fea y allí estaban mis padres solos, así que me volví a Milán, donde me sorprendió la guerra.
—¿Cómo pasó esos años?
—No me movilizaron porque era argentino y yo me quedé encerrado casi todo el tiempo en el departamento en el que aún vivo. Tiene cien años de antigüedad y fue la única casa de la cuadra que quedó en pie: una vez, estuvo justo en medio del fuego de dos bombarderos y se salvó por milagro; otra, cayó una bomba incendiaria que traspasó el techo y quemó todo el piso de abajo; finalmente, una bomba sin estallar se enterró en el patio. Cuando vinieron a retirarla, luego de varios meses, nos explicaron que podíamos haber volado todos por el aire en cualquier momento. Pero de todas maneras, la guerra no fue nada comparada con los males del fascismo.
—¿Cómo trataba a los artistas el régimen fascista?
—Mire, no los mataba ni quemaba sus cuadros, como hacía Hitler, pero los reglamentaba hasta tal punto que condicionaba toda la creación artística. Se daban órdenes precisas, de un mal gusto espantoso. Quienes adherían a esas reglas, hacían temas políticos sobre el fascismo, la grandeza de la Roma Antigua y todas esas pamplinas. Ellos eran quienes recibían premios y subvenciones. Los otros quedamos radiados y ahí empezó mi silencio.
—¿Usted vivió siempre de la venta de sus cuadros?
—¡No! Ese es un lujo que se pueden dar los muchachos de ahora, pero en mi época no era así: tuve que hacer ilustraciones en casi todos los periódicos y revistas italianos, especialmente en La Domenica del Corriere. Sólo en los últimos años gano lo suficiente como para dedicarme exclusivamente a mis telas.
—¿Varió mucho la temática o el estilo de sus obras a lo largo de sesenta años?
—Nada. Mi temática, como la de casi todos los pintores, está basada en los recuerdos de la infancia, en las cosas que me marcaron más de chico. El payaso del circo; el camino a la escuela, pasando por las obras de construcción del teatro Colón, plagadas de atorrantes; la cuadra llena de prostíbulos; los pasillos del teatro de la Opera.
—¿Sólo eso pintó?
—No; también fui llevando a la tela los temas que más me impactaban, como en el caso de mis cuadros llamados Rehenes y Nocturno español, basados en la guerra española, o Venecia, una ciudad que me fascina. En realidad yo quisiera pintar todo, hasta el paraíso terrenal. Eso es lo bueno de la pintura: nos mantiene jóvenes. Yo, a los ochenta años, me levanto todos los días temprano pensando en todo lo que aún me queda por pintar.
—¿De todos los estilos por loé que atravesó el arte a lo largo de los siglos, cuál es el que más le gustó?
—A mí me encanta el arte clásico, la serenidad, la compostura. Por eso todos mis cuadros son tranquilos, apacibles, aún los que por el tema debieran ser trágicos.
—¿Qué piensa del momento actual del arte argentino?
—¿Sabe una cosa?; He vuelto después de tantos años para descubrir que Argentina no tiene nada que envidiar a Europa, especialmente en todo lo relacionado con las artes gráficas, como el grabado y la xilografía. Nombres no le puedo dar porque recién estoy viendo exposiciones.
—¿Y qué piensa hacer a partir de ahora?
—Voy a organizar mi retrospectiva y luego volveré a Italia, arreglaré todos mis asuntos allí y regresaré para radicarme definitivamente en el país. A los ochenta años no puedo andar haciendo muchos proyectos. ¿No?
Sin embargo, su actividad, su dinamismo, desmienten esta apacible, resignada afirmación. Abandona rápidamente el lugar de la entrevista. Está preocupado, tratando de conseguir que los respectivos propietarios le presten los mejores cuadros para la exposición. De pronto vuelve sobre sus pasos y le dicta al redactor: "Ponga en su revista que aquel que tenga el cuadro Rehenes, sin duda el mejor de toda mi carrera, que me lo traiga para exponerlo. Es increíble, se remató judicialmente y no sé a dónde fue a parar. Yo, por las dudas, dejaré siempre en el salón un lugar vacío, preparado para mostrarlo".
Revista Siete Días Ilustrados
16.09.1974

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