Cinco jóvenes, de aspecto casi idéntico, respondieron a
una misma pregunta con similares respuestas. ¿Por qué se
deja el pelo largo y la barba? "Porque no quiero que la
sociedad me gobierne, me indique cómo debo vestir,
afeitarme o peinarme." Los cinco estaban igualmente
vestidos, despeinados, barbudos. Parecería como si
alguien, peinado a la gomina, fuese el único en escapar
del actual convencionalismo. "Usted es un reaccionario."
Siguieron tomando café, en Corrientes y Paraná. Estuvieron
una hora, junto a sus amigas, haciendo la revolución
trascendental. Luego, aburridos, se les escuchó:
—¿Adonde vamos, che?
—¿Vamos a la Jamonería de Vieytes?
—¿Es cara?
—Y, bastante.
—No, entonces mejor vamos a La Academia; comemos algo y
después jugamos a los dados.
—¿Tenés el coche?
—Sí, vamos.
Nada del otro mundo, hecho habitual en la Argentina, los
crecimientos pilosos en la cabeza (melenas, barbas,
bigotes, patillas) son el principio y el fin para
fláccidas actitudes de protesta. Se atribuyen, ¿cuándo
no?, basamentos hippies. Una liviana vivisección descubre,
no obstante, que pocos son los pilíferos conocedores de
aquella verdadera postura filosófica. El hippie inglés
—quizás el único auténtico—, culto y fundamentado, arriba
al desaliño como desembocadura de su abandono; de su
creencia en la nada como principio del todo: un mundo
mejor. El argentino cuida su pelambre con fruición y
alevosía, con destellos feminoides. Al menos, con una
coquetería tan entrañable, que puede afirmarse: nunca el
mundo cambió sus estructuras, sacudido por quienes
atendían prioritariamente su atildamiento, y daban
sustento a la industria de la cosmetología masculina. Es
lo que está ocurriendo.
Ni siquiera original la moda —imposible calificarla de
otra manera—, los hombres que elaboraron la independencia
argentina ya sabían de estos excesos: así se acostumbraba.
Un pelo al rape habría conmovido como hoy lo haría un
ciudadano desnudo, paseando en Florida. Varios Presidentes
orlados de pelos lograron un lugar en la historia. ¿Cómo
ignorar a los compadritos de antaño, con tupidas melenas y
muertes a granel? Las colas de pato simbolizaron al
graserío de veinte años atrás. Las cabelleras comenzaban a
recibir halos de distinción cuando Villa Gesell hizo
conocer, y se promovió, a los existencialistas, lectores
de Camus, devotos del far niente. En tanto, la media
americana, la romana, standardizaban las cabezas que
partían de las peluquerías.
Un día, alguien habló de beatniks; luego, de hippies. La
juventud se notó distintivamente rebelde, como si el signo
de todas las juventudes no hubiera sido la rebeldía, la
convicción de que el mundo está hecho al revés, el deseo
de conquistarlo y rehacerlo a la medida de lo perfecto.
Sin embargo, la aparición de un estupendo conjunto musical
—The Beatles— pareció saciar los apetitos. Con parecerse a
los cuatro integrantes, con imitarlos, con disfrazarse a
su semejanza, la revolución estaría en marcha. La juventud
argentina cantó, entre mechones; el descalabro político la
necesitaba, aunque no le exigió sedosas melenas, achinados
bigotes, elongadas patillas, enmarañadas barbas: aún la
está llamando.
Las peluquerías, que habían acudido en salvataje de ese
espécimen tan burlado, el ejecutivo, sintonizaron un
mercado más amplio: el que comenzaba a proveerles la
multitud de melenudos. L'Oreal de París avanzó por delante
de la competencia, educó a los profesionales, lanzó una
línea, D'Arcos, específica para varoncitos: reforzadores,
cremas para antes y después del corte, spray, shampoo.
"Desde que los hombres se dejan el pelo largo, nunca
trabajé tanto. Claro, ahora no se corta tanto como antes,
pero se retocan el cabello, se lo planchan, hay que
lavárselo con cremas nutritivas: un montón de cosas que
antes, ni por asomo", reconoce Alfredo, 54, polaco, un
veterano peluquero que estacionó sus tijeras en San José e
Independencia y cuenta, entre sus clientes notables, a
Fioravanti y Alberto Armando, presidente de Boca Juniors.
Ni desalienados, ni guerrilleros en potencia: tratábase,
apenas, de una moda como tantas otras. Pues debe
advertirse que comienza a ser reemplazada por la
siguiente: un batuque llamado Unisex. "Me hubiera gustado
más que le dijeran Ambisex, así no anulaban,
conceptualmente, ni al hombre ni a la mujer", se erizó
Ricardo Fanasella, 30, un peluquero que no se siente
colmado con la definición: "Mejor ponga que soy creador de
caracteres estilísticos". Tal parece que, para distinguir
los sexos, restarán, además del nudismo, los bigotes y las
barbas. Por fortuna, están en boga los mostachos
achinados, que combinan, armónicamente, con patillas
frondosas, bien prominentes. El psicólogo Ernesto Warnes,
30, hace una interpretación tan parcial como sospechosa:
"Por su plasticidad, nuestro cabello se presta
maravillosamente para transmitir mensajes a nivel
corporal, que pueden preceder o contribuir a enmarcar un
diálogo". Si así fuese, los pelados soportarían un grave
proceso de incomunicación. Enseguida, Warnes corrige algo
su desliz, analizando "al joven norteamericano, que decide
rechazar las pautas higiénicas y las buenas costumbres-,
es posible que no sea un agente de cambio a nivel
consciente, pero, en la mayoría de los casos, es alguien
que se siente desvinculado de la sociedad". También,
estudia acertadamente "la crisis de originalidad juvenil",
que pulula en la Argentina, "y que no es sino la dolorosa
búsqueda de una identidad, pasando por la ruptura con el
marco establecido : suele ser más angustiante cuanto mayor
sea la crisis estructural y valorativa". Ergo, acepta a
estas dos. Se refiere, por último, a la melena-moda, y la
da por cierta.
Era obvio: ¿quién lo negaría? Son conocidas las líneas
Clásica, Négligé, Mod, Unisex. Se advirtió que las canas
no afeaban algunas imágenes: sólo había que adecuar su
tono con matizadores. Él alisado —planchado— del cabello
tornó a la caída lacia, prolija. La caspa, la seborrea, la
incontenible calvicie están sometidas a tratamientos y
masajes capilares. Todo, orquestado a navajazos, a golpes
de tijera, en una artesanía que conoce pocos idóneos,
muchos entusiastas.
Tanto como ellos, algunas mujeres casadas. Gerardo
Benedetto, 23, un peluquero con reducto en Mario Bravo al
600, expone una serie de copas y premios ganados aquí y en
el exterior, llega a la simple resultante: "Yo las conozco
bien, porque mi negocio es cortar y peinar a las mujeres.
Vea, el hombre se deja la melena porque a ellas les gusta.
Imposible buscar otra explicación: a la mujer le gusta, y
nada más". De inmediato, afloja su rigidez, aceptando que
el narcisismo, la coquetería masculina, "tienden a
encontrar una identificación personal, hasta ahora
estereotipada en las oficinas, los colectivos y la vuelta
del perro". De pronto, Benedetto accede a un instante de
infidencia: "Sí, la verdad que sí. Después de las siete de
la tarde, muchas dientas me traen a los maridos, un poco a
escondidas, para que les arregle la cabeza". Por fuera,
obviamente, como bromea Fanasella: "Los psicoanalistas la
reacondicionan por adentro, nosotros nos encargamos del
otro lado". Para José Pino, 25, otro fígaro, "el hombre
cambió como cambió, porque, aparte de ser un burro de
trabajo, comprendió que necesita gratificarse; la
coquetería, está demostrado, es lo más gratificante que
uno se pueda imaginar". Cada cual con sus topes.
Lo que no esperaron Fanasella, Benedetto, Pino y sus
colegas, fue el flanco de ataque que los perfora, tiende a
clavarles una aviesa pica en plena calota: que de pelucas
se trata. Cuando algunos profesionales se vieron cercados
por la ansiedad masculina, se pensó en prestarle lo que
Natura deshojaba. Los apósitos masculinos utilizan —el
ridículo sería insoportable— cabello natural. No pueden
standardizarse, como los de mujer, pues los caballeros de
la calva redonda no soportan imperfecciones. Se toma una
porción del pelo natural: en algún costado de la esfera
asoman tímidos exponentes. Los fabricantes reciben la
muestra gratis, eligen cabellos similares; inclusive,
respetando la proporción de las canas. "Los que son
conscientes, nunca le ponen tintura a la peluca, porque el
pelo pierde cuerpo", adoctrina Hugo César Mosteirín, 22,
un paciente tejedor piloso, con diez años de experiencia.
Agrega jocosos datos: "Las medidas de la cabeza se toman
con papel manteca, nylon o, en último caso, con papel
higiénico.
Se cubre la cabeza y se marca el límite que será cubierto
con un marcador".
No terminan allí las sorpresas. Al contrarío, sólo
comienzan: el pelo, importado llega desde Vietnam, Corea,
Camboya, Laos y China. Se les quita a civiles muertos en
guerra. El comercio es ejercido por soldados, quienes lo
venden a los acopiadores; éstos, a su vez, a los
mayoristas de Oriente. Se acondiciona según el tamaño; los
extremos: de 25 a 50 centímetros. A la Argentina llegan
las madejas en los camarotes de marineros chinos. También
de los cementerios nativos, de crematorios, de asilos, de
hospitales parten sedosas mechas, que se convertirán en
tapujo para algún elegante.
Mosteirín, asqueado por el dudoso origen, prefiere hacer
la provisión en el país, aunque sin que la muerte ronde su
cerco. Es que hay intermediarios conectados con capangas o
jefes de tribus. El pelo se clasifica por su largo; así
también se paga: 25 cm., a 30.000 viejos pesos el
kilogramo; 30 cm., a 40.000 ; 35 a 40 cm., a 50.000; 50
cm., a 70.000. Hay pelos que exceden los 50 centímetros,
provienen de la China y su costo es prohibitivo. Además,
no puede asegurarse que la madeja respete el origen: una
sola china; esa mixtura, en la que las escamas se
enfrentan, impide peinarlo, le quita suavidad.
El cabello del Altiplano es duro, tosco: consecuencia del
clima. El paraguayo, fino y sedoso, tiene poco cuerpo. El
del litoral argentino cubre la demanda, pero es demasiado
obscuro. Finalmente, construida la peluca, el hacedor se
apodera de 50.000 a 80.000 nacionales. Los clientes, según
su desesperación o su cara, dejarán el margen al peluquero
que corone la pilífera aspiración.
Bajo cabelleras electrificadas, cuantiosas, larguitas,
cortonas, peladas —naturales o solicitadas a la número
cero—, los varones van pisoteando Buenos Aires. Los
fijadores aún se venden, y se usan. Hasta gente joven,
divertida, audaz, estudiosa, evolucionada, suele
utilizarlos. Quien así no lo quiere entender, será,
inevitablemente, un dictador frustrado: sólo metería
presos a los pelilargos, habría demasiadas facilidades
para engañarlo.
PRIMERA PLANA Nº 435 • 1/VI/71
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