Comúnmente el caudillo necesita ser ensalzado para mantener
su condición de tal, pero el culto a Perón fue llevado a
extremos tan absolutos que absorbió la totalidad de la temática
peronista y resultó inhibitorio, dando vida a lo que se llamó
después el verticalismo. Así el movimiento funcionó como una
asociación de admiradores de Perón, no como organización
política.
EL año 1955 sorprendió al peronismo
abocado a un grave problema: la infiltración ideológica. Se
intentaba organizar en el país un partido demócrata-cristiano,
con la idea de repetir aquí el éxito obtenido en Alemania e
Italia después del colapso de la guerra, cuando la democracia
cristiana ocupó el espacio político dejado vacante por el
fascismo. Al efecto se formó una junta promotora, algunos curas
se coordinaron para sermonear contra el gobierno, y según
parece, se hicieron sondeos de captación gremial. El problema le
fue planteado a Perón por la cúpula sindical, y una vez asumido
por él en su condición de líder indiscutido, quedó sacralizado.
Ya nadie pudo manifestar un enfoque disidente. Regía el
verticalismo y éste exige que el aparato partidario peronista
funcione como una carrera de competencia entre repetidores de
consignas inapelables. Perón, que no tiene la variedad de
recursos que frecuentemente se le adjudica, encaró el problema
utilizando su recurso político favorito: la incitación a la
acción directa de las masas
Se
dijo entonces que la maniobra de infiltración tenía carácter
internacional y había sido planificada en un centro de
operaciones con sede en Bélgica. Que existía un imperialismo de
sotana, que vivíamos un cristianismo deformado, etcétera. Ante
el desarrollo insólito de este conflicto el pueblo peronista
estaba totalmente confundido, no lo comprendía, y pensaba que
acaso la clave estuviera en alguna información mantenida en
secreto.
Quienes fuera de la estructura partidaria seguíamos
al peronismo con simpatía, observamos con estupor e impotencia
el desarrollo de este curioso match, que derivó en un
enfrentamiento directo con la Iglesia y culminó el trágico 16 de
junio con el criminal bombardeo a Plaza de Mayo y el incendio de
los templos. El peronismo parecía un robot, que una vez puesto
en marcha nadie puede modificar su acción ni su recorrido.
Presumiblemente el conflicto fue planificado por la oligarquía e
indudablemente resultó su única beneficiaría, ya que le dio a su
conspiración constante nuevas e insospechadas posibilidades; le
sustrajo al peronismo la adhesión de los sectores de clase media
que hasta entonces lo apoyaban, dividió al país en dos mitades
enfrentadas y convirtió al ejército en árbitro de la situación.
Pero además —y en este ítem quiero detenerme— mostró la extrema
fragilidad del peronismo a causa de su estructura verticalista
que hacía que si Perón se equivocaba todos estaban obligados a
equivocarse con alegría; la incapacidad del peronismo para dar
respuestas sutiles y bien estudiadas a la provocación de sus
adversarios por la falta de un estado mayor político, de una
concentración coordinada de inteligencias directrices, de una
actividad espontánea y creadora en sus cuadros de activistas; y
el inconveniente de no contar con un plantel de dirigentes con
prestigio propio en las bases, capaces de movilizar de una
manera efectiva a la masa partidaria y eventualmente colaborar
en la confección de la estrategia política. Sin cuadros
dirigentes, sin definiciones ideológicas precisas y sin un plan
a la vista de institucionalización, el peronismo aparecía como
algo sin futuro, como un bien político destinado a desaparecer o
a ser repartido entre herederos extraños. La nonata democracia
cristiana intentaba abrirle la sucesión.
Un entusiasta
apologista de nuestros caudillos del siglo diecinueve, el
historiador José María Rosa, señala con acierto que el caudillo
nunca suple con ventaja la ausencia de una clase dirigente
eficiente, observación exactísima que compartimos. Es cierto que
el caudillo necesita ser ensalzado para mantener su condición de
tal, pero el culto a Perón fue llevado a extremos tan absolutos
que absorbió la totalidad de la temática peronista y resultó
inhibitorio del aporte de otras inteligencias complementarias.
El movimiento funcionó como una asociación de admiradores de
Perón, no como una organización política, y tanto la CGT como el
Partido Peronista, permanentemente intervenido, no eran más que
una prolongación de la burocracia estatal. Sentado en la cumbre
del poder absoluto que le otorgaba la entrega moral de sus
colaboradores y partidarios, Perón estaba solo, espantosamente
solo, con sus chispazos de genialidad, sus ensoñaciones
futuristas, y también con sus limitaciones y su temperamento
proclive a la exaltación y al pesimismo fácil. En sus manos
estaba el destino de la obra revolucionaria ya realizada, del
movimiento que acaudillaba y del país, y esta circunstancia,
racionalmente inconveniente, le era festejada con delirio por
sus partidarios.
El conflicto "con los curas", fue manejado
con tanta torpeza y desequilibrio como para poder presumirse
razonablemente que el verticalismo peronista no resistiría una
nueva prueba. Y no la resistió.
La caída de la pirámide
El 16 de setiembre se produjo un estallido subversivo al que se
designó como Revolución Libertadora. Estaba en los planes de la
oligarquía y del imperialismo y dado su carácter intrínsecamente
reaccionario sólo podía tener un signo negativo. No contaba con
el apoyo orgánico de los partidos políticos, y tenía escasas
posibilidades de éxito, a tal punto que su jefe, el general
Pedro E. Aramburu rehusó ponerse al frente, y su sustituto
Eduardo Lonardi, se confió "a Dios y a los imponderables". No
obstante su triunfo no se debió a un golpe de suerte sino a la
verificación rigurosa de una hipótesis que según el periodista
Mariano Montemayor, expusiera el general Uranga ante los
conspiradores: había
que forzar a Perón a combatir, seguro de
que éste no aceptaría el reto. Así fue. La pirámide de la
verticalidad no estaba en condiciones de resistir un embate
violento, ni sus moradores de pasar abruptamente de la comedia
al drama. Ante la eventualidad de arriesgar la vida, nadie sabía
en defensa de qué, y el mismo Perón había perdido el sentido de
su permanencia en el poder.
No importa que para cierto
porcentaje de obreros él fuera causa suficiente, a tal punto de
querer cambiar la vida por la suya; era preciso que también lo
sintieran así los oficiales de las fuerzas armadas, los
docentes, los estudiantes, los intelectuales, los funcionarios.
Y esto no sucedía. Faltaba un proyecto a la vista, una antítesis
con la oposición bien delineada. Faltaba quien explicara el
significado profundo de peronismo y antiperonismo. La propaganda
peronista sólo homenajeaba a Perón. Hasta volverse ineficaz por
saturación y aburrir a los mismos peronistas. El titular de la
verticalidad debió resolver por sí y ante sí si se luchaba o se
negociaba, si se continuaba la revolución o se le ponía fin.
Afectado de un visible desgano y de un sorprendente agotamiento
imaginativo, era incapaz —ya entonces— de institucionalizar su
movimiento o de añadirle un nuevo capítulo a la revolución que
justificara la prolongación indefinida de su dictadura.
La
pirámide vertical, inclinada como la torre de Pisa, se caía
irremediablemente. Con los oídos pegados a la radio,
entristecido y escéptico escuchaba la andanada de vituperios que
la radio rebelde de Puerto Belgrano lanzaba contra Perón, y
Radio Colonia repetía con un entusiasmo impropio de habitantes
de un país neutral. Mentalmente repasaba la historia del
peronismo y me hacía una pregunta que tantas veces me harían a
mí: ¿el peronismo fue una revolución? La respuesta que me daba
era afirmativa. El peronismo había modificado a tal punto el
paisaje político, social y económico del país que era imposible
encontrar una continuidad palpable entre la Argentina peronista
y aquella del 3 de junio de 1943. Hacer cumplir las leyes
sociales existentes y enriquecerlas con otras tan significativas
como para incluirnos de pronto entre los países de legislación
más avanzada, fue revolucionario. Fue revolucionaria la
nacionalización del Banco Central y de los depósitos bancarios,
la nacionalización de los servicios públicos, la cancelación de
la deuda externa, la estabilización del comercio exterior, el
desarrollo acelerado de la marina mercante, la provincialización
de los territorios nacionales, la reforma constitucional, el
voto femenino, el fin del fraude electoral, el desarrollo de la
industria liviana; la organización de un sindicalismo poderoso.
Todo eso había configurado inequivocadamente una revolución,
cualquiera fueran las imperfecciones que se le pudieran señalar
a su realización. Se había logrado la justicia social y la
independencia económica, realmente, sin metáfora alguna. Si a
principios de siglo hasta el lejano Lenin nos señalaba como
modelo de país independiente sólo en apariencias, en 1955 la
Argentina era una nación absolutamente soberana. No debe
confundirse independencia económica con autarquía, que es
autoabastecimiento. Fuimos independientes porque por primera vez
en 150 años de vida como nación, todo el poder de decisión
económica estuvo en manos del Estado argentino.
A esta
temática sustantiva el antiperonismo le oponía otra de inferior
jerarquía compuesta por las acusaciones de venalidad
administrativa, exceso de propaganda estatal, restricciones a la
libertad de prensa, y todas aquellas observaciones que le
ofrecía como blanco fácil el verticalismo, en cuyo repertorio de
abusos estériles figuraba la afiliación obligatoria al Partido
Peronista, la imposición del nombre de Perón o de su esposa a
las calles, el proyectado monumento al descamisado, la marchita
en asambleas de profesionales, etcétera. No es que el
antiperonismo no tuviera razón en esto. Quienes asumíamos la
defensa del régimen caído ni siquiera nos molestábamos en
refutar estas acusaciones; simplemente le oponíamos un conjunto
de verdades superiores, como era la transformación positiva del
país y los grandes lineamientos de la política peronista que
podían resumirse en estos términos: gobierno con apoyo popular y
participación sindical; política exterior independiente,
nacionalismo económico, apertura hacia un socialismo nacional.
Adoptábamos una posición historicista en contraposición al
principismo irreal de los antiperonistas.
Un nuevo
peronismoEn perspectiva histórica el peronismo era un
movimiento de masas, el mayor de Iberoamérica, continuador del
artiguismo y del yrigoyenismo, antecedente valioso del ejercicio
de la soberanía popular. Los abusos del verticalismo y lo que
había de real en la corrupción administrativa, eran hechos
contingentes. anecdóticos, o si se le quiere dar mayor
importancia, situaciones legítimamente finiquitadas por el
levantamiento del 16 de setiembre.
Cuando un golpe de palacio
depuso del gobierno al honrado general Lonardi, la Revolución
Libertadora mostró su verdadero rostro antinacional y
antipopular. Ella misma se colocó en la línea Mayo-Caseros de
nuestros antiguos liberales, con lo cual confirmó nuestras
sospechas. Como después de Caseros el país perdía el rumbo y
renunciaba voluntariamente a una estrategia política propia. Los
errores de Perón, al igual que los de Rosas, perdían relevancia
frente a este vuelco decisivo por el cual la Argentina se
sometía nuevamente al imperialismo de turno y nuevamente sus
masas populares eran desdeñadas y perseguidas.
Entonces nos
acercamos al peronismo muchos que no habíamos sido peronistas y
otros que habían dejado de serlo. Desaparecido el verticalismo
asfixiante, el peronismo se nos ofrecía como un interesante
campo de militancia nacionalista y popular. Estábamos junto al
proscripto pueblo trabajador, lo acompañábamos en su
mortificación, en sus ansias de reivindicación y en su lealtad
al recuerdo de Perón, que ya no era el titular de la
verticalidad sino el jefe exiliado e infamado. Al hacernos
peronistas no nos propusimos maniobra alguna de copamiento,
hacerle cambiar al peronismo su ruta histórica o utilizarlo como
un puente hacia otra cosa distinta, presumiblemente superior.
Habíamos entendido el mensaje íntimo de la tercera posición y
advertíamos que el peronismo no podía convertirse ni en extrema
derecha ni en extrema izquierda sin desnaturalizarse y perder su
condición de mayoritario. El peronismo, pacifista, humanista y
cristiano, es la alianza de la clase media con la clase obrera,
y su destino histórico está en cumplir aquí un papel equivalente
al que la socialdemocracia cumple en Europa o el ejército en
Perú y Panamá.
La Revolución Libertadora liberó a las bases
peronistas de la disciplina verticalista y de sus
usufructuarios. No había entonces un solo peronista que no le
atribuyera al verticalismo la responsabilidad de la caída, y que
no le agradeciera a los gorilas el favor de haberlos liberado
del despotismo del aparato partidario. Pero ¿qué es el
verticalismo?. Es el sistema por él cual en nombre de Perón y al
amparo de su popularidad se ahoga toda expresión de las bases y
se renuncia a los beneficios de una dirección colegiada. Es el
sistema por el cual se prohíbe a los dirigentes intermedios
hacerse un prestigio personal. Es el sistema por el cual se
cometen arbitrariedades, y tortuosidades, confiados en que la
popularidad de Perón ha de hacerlas digeribles. Por el cual se
desprecia olímpicamente a la opinión pública haciendo referencia
al último resultado electoral, como si el voto fuese un cheque
en blanco. Por el cual se sigue una conducta irracional que debe
ser aceptada por su presunta vinculación con una estrategia
secreta. Es en fin la formación de un círculo áulico en torno al
líder, que gobierna en su nombre y le festeja vehementemente sus
errores.
En 1955 el verticalismo estaba agotado y era
absolutamente imposible hacer avanzar un paso más al peronismo
mediante esa técnica de autoinhibición de los cuadros
partidarios. Frente a los antiperonistas que ridiculizaban o
magnificaban este problema de la verticalidad, solíamos
responder que se trataba de un mal fundacional, inherente a la
institución del caudillo, que de todos modos no podría resucitar
jamás. Al respecto, viendo la repulsa general de que era objeto
ese sistema, actitud en la cual algunos presumían al mismo
Perón, yo era capaz de apostar mi cabeza a que nunca más
volvería a reeditarse (por suerte nadie me aceptó la apuesta).
Por otra parte señalábamos que si el verticalismo es un
antecedente autocrático, la convocatoria de las masas populares
que Perón hacía, es de signo inverso.
Después de la caída se
fue articulando un nuevo peronismo, un peronismo de resistencia;
peronismo libre, sublimado, idealizado, el peronismo de los
peronistas. Este peronismo fue sinónimo de pueblo, de justicia
social, de democracia; sinónimo de libertad frente a la
opresión, de república frente a la dictadura, de nacionalismo
frente a la entrega económica. En la oposición era relativamente
fácil encarnar todas estas virtudes, y más cuando el régimen, al
mantenerlo proscripto, lo aceptaba como su antítesis absoluta.
El peronismo asumía así un enorme compromiso histórico en el
cual estaba en juego no sólo la vuelta de Perón, que en
definitiva es un medio y no un fin, sino la instauración en el
país,
con carácter definitivo, de la soberanía popular, de
una democracia sustancial y efectiva. Estaba en juego ese rumbo
nacional perdido el 16 de setiembre, el triunfo definitivo de la
Argentina nacionalista y popular sobre la Argentina liberal y
cipaya.
El aporte juvenilA partir de 1966 el
peronismo, que casi no tenía juventud, en sus filas, recibió la
inmigración masiva y entusiasta de los jóvenes izquierdistas. El
aporte fue dinamizante en el orden de la militancia, y lo habría
sido también en lo ideológico si en el seno del movimiento sus
principales responsables se hubiesen dedicado al magisterio de
la tercera posición, que no puede ser otra cosa que un
socialismo nacional con libertad, un socialismo democrático
protagonizado por el pueblo y apoyado en los sindicatos. Estos
pretendidos copadores del movimiento podían a su vez ser copados
y alejados de sus premisas guerrilleras y clasistas por
dirigentes capaces que les señalaran los inconvenientes de la
revolución catastrófica y del estado totalitario. Pero para eso
hacía falta o bien un nuevo proyecto revolucionario equiparable
al del 55, o bien, si por razones de coyuntura eso no hubiese
sido conveniente, hacer del peronismo un instrumento político,
capaz de convertirse en promotor permanente de cambios sociales,
apto para expresar al pueblo en su conjunto.
La realidad ha
sido totalmente distinta. Con el regreso de Perón al país se ha
producido un virulento y absurdo rebrote del verticalismo. Perón
no exhibe un nuevo proyecto revolucionario y el verticalismo
sirve para impedir que otros lo tengan o intenten hacer del
peronismo la organización política del pueblo. Esta inopinada
resurrección verticalista hace que el peronismo se esté
desdibujando rápidamente, esfumando su imagen de democracia
sustancial, perdiendo la representación nacional con que llegó
al 11 de marzo del 73. Cada día es más difícil distinguir un
cambio tajante en el país a partir de la restauración peronista.
Manifestaciones reprimidas, acción armada de grupos sospechados
de parapoliciales, detenciones masivas, anarquía institucional,
y abusos de poder como el protagonizado por la policía cordobesa
son hechos que hasta el 24 de mayo del año pasado teníamos por
actos típicos del antiperonismo militar. Hoy se cometen en
nombre de Perón.
Los que creemos en la tercera posición hemos
visto con el mismo estupor y la misma impotencia con que
presenciáramos el conflicto con la Iglesia, a la máquina de la
verticalidad lanzada como con robot contra la izquierda
peronista.
Y vemos con pena cómo nuestra militancia
antioligárquica y antiimperialista ha sido sustituida por otra,
vacía de contenido, que es pura historia antimarxista. El miedo
a la izquierda está postergando la implantación de una
democracia social que es el mejor antídoto contra el extremismo
que se pretende combatir. Las contradicciones e incoherencias
del peronismo, su incapacidad ingénita para institucionalizarse,
están dando la sensación de que más allá de Perón nos espera el
caos o un destino imprevisible.
Y esto hace mucho daño,
porque no hay elemento de confort más necesario y apetecido que
cierta sensación de seguridad respecto al porvenir. El comercio
exterior podrá seguir un curso ascendente, el Plan Trienal, si
se cumple, acelerará el desarrollo económico; pero si no hay un
sinceramiento y un ennoblecimiento de la vida política, si se
extingue la ilusión de sentirnos triunfadores y seguros de
nuestro destino, en cualquier momento la crisis política
desquiciará a la economía y nos llevará a un pantano social del
cual es difícil y costoso salir.
Alguna vez dijimos que el
peronismo tenía asegurada la victoria final porque armonizaba
con la tendencia del devenir histórico Esto tomándolo en su
condición de propulsor de la socialización. En otro aspecto, en
la medida en que intente proyectar su verticalismo a las
instituciones y tienda a crear un estado centralista y
autoritario, ve indiscutiblemente a contramano de la corriente
histórica, y todo el camino que recorre el justicialismo hoy
será inexorablemente desandado mañana.
Revista Redacción
mayo de 1974
Acerca de Salvador Ferla en
http://www.robertobaschetti.com/biografia/f/27.html