El presidente rompió con los colorados El jueves pasado,
a la noche, mientras en todos los medios políticos y
militares se comentaban las alternativas del proceso que
culminó con la renuncia del comodoro Martín Cairo,
secretario de Aeronáutica, una versión inesperada llegaba a
la Secretaría de Guerra provocando llamadas telefónicas y
volviendo a incrementar la entonces decreciente tensión.
Era ésta: civiles y militares retirados de tendencia
colorada habían realizado una serie de reuniones en un
chalet del Gran Buenos Aires, denominado La Lonja, para
estudiar los "modos de acción" que debían utilizarse frente
a la comprobación de que la firme actitud de los mandos de
las Fuerzas Armadas y del ministro de Defensa, Leopoldo
Suárez, había cerrado el paso, virtualmente. en forma
definitiva, a las reincorporaciones de los oficiales
golpistas desplazados en setiembre de 1962 y abril de 1963.
En esa reunión, los colorados extremistas allí reunidos
—siempre según las versiones que circulaban en la Secretaría
de Guerra— habrían reiterado su apreciación de que la única
posibilidad de retornar a los mandos militares era mediante
el golpe de estado. Pero, esta vez, la conclusión tenía
otras inquietantes implicancias. En efecto: conscientes
de que el tiempo favorecería a sus adversarios, esos grupos
habrían resuelto apresurar la organización del movimiento,
luego de decidir varios pasos previos: el primero
consistiría en una serie de atentados terroristas que
tendrían el propósito de ultimar a varios jefes de las
Fuerzas Armadas, entre ellos a los generales Pascual
Pistarini, Osiris Villegas y Juan Carlos Onganía. El
macabro operativo tendría también una fecha provisional de
iniciación: el 10 de enero. Por lo menos uno de los
organismos de inteligencia, el Servicio de Informaciones del
Ejército (SIE), estaría ya perfectamente alertado sobre la
existencia de ese plan y contaría, inclusive, con todas las
referencias directas sobre propósitos concretos, cabecillas
y lugares de reunión. La versión indicaba, de todas
maneras, el clima de tensa expectativa que comenzó a vivirse
en los momentos culminantes del caso Cairo, un hombre que,
quizá a pesar suyo, terminó siendo colorado. El mediodía del
jueves, la situación del titular de Defensa, doctor Leopoldo
Suárez, se había consolidado al emitir el presidente Illia
una declaración especial para ratificar su confianza en el
ministro. Horas antes, inquietos amigos del doctor Suárez
señalaban que el propósito del planteamiento caballeresco
del saliente secretario de Aeronáutica era obligar al
ministro a dimitir o a retirarse, siquiera fuese
provisionalmente, de la cartera de Defensa. El momento
hubiera sido entonces aprovechado para una eventual ofensiva
colorada. Los allegados al doctor Suárez anotaban,
también, otra posibilidad: que por espíritu de cuerpo
pudiera crearse, contra él, un resquemor en la Aeronáutica.
Hacia fines de semana, la situación había quedado tan
aclarada que esos temores se disiparon instantáneamente. Los
brigadieres demostraban, por lo demás, que el principio de
respeto a las jerarquías era, para ellos, más importante que
una ficticia solidaridad intentada mediante un duelo que se
consideraba artificial, y sobre el cual los árbitros
decidieron que no era pertinente. Poco antes de las 9 de
la mañana del jueves, Suárez había dimitido por escrito. El
subsecretario de Defensa, Hernán Cortés, fue el portador de
la renuncia ante Illia. Entre esa hora y las 13.50 del mismo
día, Illia demoró estratégicamente su definición. Fue
durante ese lapso cuando funcionarios del gobierno, por
primera vez, comenzaron a utilizar con los periodistas una
expresión inusual entre radicales del Pueblo: la
conspiración colorada. Lo curioso es que un alto
funcionario del mismo gobierno —el vicepresidente Perette—
era insistentemente incluido en los comentarios que
comenzaban a expandirse, desde sectores azules de la
Presidencia, sobre la conspiración colorada. Perette, en
tanto, desde que fracasó en su intento de sostener a Cairo
(conferencias con Illia y Leopoldo Suárez, el 29 de
diciembre de 1963) se trasladó a Paraná y procuró mantenerse
apartado de los acontecimientos. Los amigos del
vicepresidente, a la vez, iniciaban su acción psicológica
contra el doctor Illia. El pedido de renuncia a Cairo era
comentado, así como una rectificación del gobierno ya que,
según decían, "el presidente se había comprometido ante
Perette a sostener la permanencia de Cairo". La
definición de la crisis demostró que el gobierno había
comenzado a tomar conciencia de sus necesidades de
autodefensa. Al determinar la renuncia de Cairo, Illia
provocaba definitivamente la ruptura con los golpistas
colorados y comenzaba a buscar —y a encontrar— respaldo en
los sostenes naturales de la autoridad presidencial: los
mandos naturales de las Fuerzas Armadas. La nueva actitud
del titular del Poder Ejecutivo desalentó a los colorados
que pudieron así prever el paso siguiente del doctor Illia y
del ministro de Defensa: no habrá reincorporaciones
políticas. En cuanto al aspecto localizado de la crisis
—la situación en la propia arma aérea—, la definición de los
mandos y de los cuadros fue terminante, cerrando filas
alrededor de la posición institucionalista sustentada por el
comandante en jefe del arma, brigadier Armanini. El vacío
que sintió en la Aeronáutica el comodoro Cairo era,
entretanto, atribuido a diversos factores por los
observadores militares: en primer término, a las obvias
cuestiones de fondo; en segundo término, a la escasa
vocación del comodoro Cairo por elementales normas de
relaciones humanas. Varios oficiales recordaron durante la
crisis que el ex secretario no asistía a las comidas de los
jefes, y relataban que era absolutamente incordial en el
trato con los subordinados. Lo cierto es que, para
cualquier observador, la semana inicial de 1964 había
registrado un hecho importante: el presidente de la
República se disponía finalmente a defender su investidura,
apoyándose en los mandos militares en actividad; los
colorados, otra vez, se mostraban como partidarios de
quebrar el orden institucional. Pero el hecho militar no
está desglosado del contexto de la realidad nacional: una
profundización del camino ahora emprendido puede llegar a
determinar cambios significativos en la estructura total del
gobierno. No es una coincidencia que el desenlace de la
crisis coincidiera con nuevas versiones sobre posibles
renuncias de integrantes del gabinete civil.
El
Ejército como deber y profesión Dos hechos fundamentales
definieron el perfil político del año pasado en la
Argentina: el retorno al sistema constitucional y la
estructuración de un ejército profesional, alejado de las
luchas de partido y fundamentado en los clásicos valores
castrenses de la jerarquía y de la disciplina. Si esos dos
episodios —íntimamente conectados— necesitaran una fecha
clave, dentro de 1963, sólo hay una: el 2 de abril. En
setiembre de 1962, los grupos golpistas del Ejército habían
sido derrotados militarmente por los profesionalistas, pero
no por eso el golpismo y el planteo desaparecieron:
reducidos a otros sectores de las Fuerzas Armadas,
intentaron seguir presionando y, en una comentada
oportunidad, un secretario de Marina volvió a exponer, en el
típico estilo toranzista, la necesidad de que no se acordara
personería jurídica a la Unión Popular. Esos grupos no
cesaron de actuar; obstaculizaron, en seguida, al presidente
José María Guido y el 2 de abril de 1963 se sintieron lo
suficientemente fuertes como para intentar la conquista del
poder. Ese martes comenzó la llamada Guerra de los Cuatro
Días, puja final entre los restos del toranzismo y el nuevo
Ejército profesionalista. El general Juan Carlos Onganía,
comandante en jefe, tomó a su cargo la represión. Pero
fue un joven coronel, Alcides López Aufranc, quien concentró
la atención pública al resistir los bombardeos de la
aviación naval rebelde, dar luego la batalla y derrotar a
las fuerzas subversivas. Su labor, durante tan tensas
jornadas, llegó a recibir elogios de los agregados militares
extranjeros. Aunque en ella había algo más que el descollar
de un estratega, el coraje de un soldado, la decisión de un
ser humano. Había un paso adelante del Ejército y del propio
país. Arturo Frondizi fue víctima de 37 planteos
militares en su gestión de presidente. Los planteos se
expresaban a través de memorándum y significaban, de hecho,
el cogobierno entre el primer mandatario de la Nación y los
comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Consecuencia
obvia: en muchos aspectos, ningún tipo de política coherente
resultó posible. Por otra parte, aquellos acontecimientos,
al reiterarse, crearon en la opinión pública local y en el
exterior una imagen de las Fuerzas Armadas que no favorecía,
de ningún modo, el prestigio de la República Argentina en el
resto del mundo. El coronel López Aufranc forjó,
protagonizó, simbolizó el cambio de esa imagen, al imponer
la de un Ejército que pelea para defender la ley: tras de la
batalla de Magdalena terminaron los memorándum y el poder
constitucional supo que contaba con el apoyo suficiente para
hacer respetar su autoridad y su responsabilidad. Un
escritor argentino dijo, hace días, que López Aufranc era
uno de los militares más mencionados en los comentarios
políticos y, al mismo tiempo, el más desconocido de todos.
Sus enemigos hicieron circular los más variados rumores
sobre su persona: lo acusaron de comunista o filocomunista
en libelos y en conferencias (padre Meinvielle), de reunir
izquierdistas en su casa, de ser culpable de la muerte de
soldados en Magdalena, de devastar instalaciones de la
Marina, hasta de robar un grabador Grundig de la base
aeronaval de Punta Indio (cargo contenido en un panfleto).
Quizá con menos mala fe se lo sindicó, también, como uno de
los sostenes militares del Frente Nacional y Popular; como
un coronel frondizista o un caudillo nasserista. Nada de
esto se atiene a la realidad. Si de alguna manera puede
definirse a López Aufranc, habría que calificarlo de
prusianista: vale decir, un incondicional partidario del
acatamiento a las jerarquías, un militar puro. A partir
del 2 de abril, su nombre desbordó los marcos de sus
funciones para trascender a la calle, concentrar simpatías,
recibir sobrenombres ("El zorro de Magdalena"), canciones y
estribillos, los atributos que se dispensan a las
personalidades meritorias y que, de un modo improvisado,
señalaban hasta qué punto López Aufranc se transformaba en
la figura del momento, en el héroe que no busca el heroísmo
sino, simplemente, el sentido de una frase común:
cumplimiento del deber. Cuando López Aufranc arengaba a
sus tropas, en abril, ya era el jefe respetado, lúcido,
compenetrado de sus ideas. Pero en esas horas cruciales en
que jugaba su destino y —¿por qué no?— el de toda una
estructura social y nacional, en que cambiaba la imagen del
Ejército al que pertenecía y defendía, en que unía
pensamiento y acción en un solo bloque de aspiraciones,
entonces, Alcides López Aufranc empezaba a perfilarse como
el Hombre del Año en la Argentina de 1963. Concluida la
batalla, el perfil era ya un retrato acabado, un índice, una
confirmación.
"Disparen, si quieren" Nacido el 4
de setiembre de 1921, en Venado Tuerto, López Aufranc,
coronel de cuarto año, se destaca por sus modales
distinguidos y su cortesía, características que le valieron
el apodo de "El Marqués de Magdalena" (en el Colegio Militar
lo llamaban "El Príncipe"). Aficionado al polo, fuente de
simpatías y de introspección a la vez, este santafecino es
católico militante y tiene una hija, Luz, de 18 años, y un
hijo, Javier, de 17. En sus conversaciones emplea siempre
el menor número de palabras posible, un ascetismo que se
evapora cuando conversa con sus amigos íntimos. Escucha con
atención a sus ocasionales interlocutores, no los
interrumpe, no nace casi acotaciones. Su dominio del
silencio complementa su cordialidad, obra como atracción y
no como rechazo. Es primo de los hermanos Julio (general)
y Álvaro (ingeniero, ex ministro) Alsogaray, por la rama
materna de apellido Bosch. Difícilmente alguien arranque a
López Aufranc datos sobre su vida privada, sus gustos, sus
inclinaciones. Con una amable sonrisa desvía las preguntas y
recuerda al periodista que es un militar, con una línea de
conducta que va más allá de las anécdotas y los episodios
marginales. No obstante, aquí y allá las anécdotas surgen
y pintan al arrojado coronel. Todas conducen —lo mismo que
las opiniones de sus colegas y compañeros— a una premisa:
López Aufranc, desde el principio de su carrera, se trazó la
consigna de no apartarse de su profesión, de los riesgos que
implica, de los sinsabores que otorga, de las recompensas
morales que propone. Un relato ilustra esta modalidad. El
12 de agosto de 1961, López Aufranc fue llamado por el jefe
de turno de la Escuela Superior de Guerra, cuando se produjo
la denominada Revuelta de los Locutores. Uno de los pocos
objetivos que alcanzaron los insurrectos fue, precisamente,
la avenida Luis María Campos, frente a la citada escuela.
López Aufranc llegó a la institución en una camioneta y lo
interceptó un grupo de sediciosos. Uno de los oficiales
rebeldes le apuntó con su ametralladora y lo exhortó a
entregar inmediatamente su pistola, como símbolo de
rendición. López Aufranc avanzó entre sus agresores;
lentamente, y contestó con una sola palabra: "No." Algunos
soldados lo rodearon y lo amenazaron con sus armas: "Haremos
fuego si no entrega la pistola." —Disparen, si quieren
—replicó López Aufranc—. A un oficial de honor no le sacan
la pistola, vivo, unos cuantos rebeldes. Disparen y tendrán
sobre su conciencia el asesinato de un superior. Los
amotinados parlamentaron entre sí, mientras López Aufranc se
dedicaba a observarlos serenamente. Por fin, optaron por
retirarse. Jefe brillante, López Aufranc es absolutamente
rígido en el acatamiento a los reglamentos, que obedece y
obliga a sus subordinados a obedecer sin discusión alguna.
En 1956 retomó sus cursos en la Escuela Superior de Guerra,
de la que Perón lo separó. Un capacitado grupo de
condiscípulos lo acompañaba entonces en lo que habría de ser
una de las promociones más brillantes del instituto: Julio
Alsogaray, Julio Aguirre, Mariano de Nevares, Tomás Sánchez
de Bustamante, Juan Carlos Garasino, Manuel Laprida. López
Aufranc era un mayor de último año y terminó el curso como
el primero de la promoción, con medalla de oro. Sus
compañeros de esa época —egresó en 1957— lo recuerdan así:
"Nunca aparentaba conocer lo que no conocía, siempre se
preocupaba por ayudar a los otros. Honesto, severamente
honesto." Ya en la Escuela, a principios de 1956,
circulaban numerosas versiones sobre la marcha de una
conspiración que intentaría derrocar al presidente Pedro
Eugenio Aramburu. En uno de los intervalos entre clase y
clase, los alumnos comentaron aquellos rumores, y todavía
evocan la firmeza con que se expresó López Aufranc: —A
partir de ahora, ustedes pueden estar seguros de que hay una
sola cosa que no haré nunca en mi vida: participar en un
golpe de estado. El "a partir de ahora" tenía un sentido,
ya que, considerando que se vivían circunstancias
absolutamente excepcionales, en 1951 López Aufranc había
tomado contacto con el general Eduardo Lonardi, con cuya
conspiración se había vinculado. Cuando el general Benjamín
Menéndez "se adelante", el 2 de setiembre de ese año, López
Aufranc entendió que, de todas maneras, debía definirse en
ese momento por los revolucionarios y se dirigió a Campo de
Mayo; se retiró al conocer el fracaso del movimiento y
regresó a la Escuela, de la que era alumno. Sus enemigos
personales aún utilizan el argumento de que "en 1951 López
Aufranc estaba comprometido pero no actuó", con evidente
mala fe, dado que López Aufranc estaba relacionado con otro
grupo y, en el momento en que tomó conocimiento de los
hechos, ya era tarde: posteriormente iba a demostrar que no
acostumbra rehuir los combates. Luego de abortado el
movimiento, López Aufranc se vio separado de la Escuela
Superior de Guerra (hasta 1956, en que fue reincorporado)
después de haber sido considerado como sospechoso en la
investigación que ordenaron las autoridades: el elemento de
sospecha fueron las botas sucias de barro, que hicieron
presumir su presencia en Campo de Mayo. Sin embargo, no fue
pasado a retiro: se lo trasladó a una función sin mando
efectivo de tropa, como jefe del distrito militar 39, en el
Chaco.
Dos años en Francia En 1957, cuando egresó
de la Escuela Superior de Guerra, fue enviado —como mejor
alumno— a seguir un curso de dos años en la Escuela Superior
de Guerra de Francia; allí también egresó como el mejor
alumno de su promoción. López Aufranc fue, además, oficial
instructor del Colegio Militar, profesor en la Escuela
Superior de Guerra y jefe de cursos de la misma. Dirigió el
curso interamericano de guerra contrarrevolucionaria en
1961, con asistencia de alumnos de numerosos países
(inclusive norteamericanos): esas clases fueron consideradas
entonces como excelentes. Sus dos grandes amigos, dentro
del Ejército, son los coroneles Julio Aguirre y Manuel
Laprida, profesionalistas como él. Con ellos mantiene, desde
hace muchos años, una intensa relación personal y familiar
basada, en gran parte, sobre la afinidad existente entre los
tres: la interpretación de los deberes militares. Uno de
los episodios que más hirió esa concepción fue la detención
del último secretario de Guerra de Frondizi, general Rosendo
Fraga, en marzo de 1962. Para López Aufranc resultó
absolutamente inadmisible que hubiera sido el jefe de la
guardia de la Secretaría de Guerra, teniente coronel
Fernández Funes, quien hubiera tomado desde adentro el
edificio que debía defender y hubiera detenido personalmente
al secretario de Guerra. Y en sus conversaciones, López
Aufranc siempre destacó ese episodio como típico de la
subversión de los valores castrenses. Según sus amigos,
esa actitud del teniente coronel Fernández Funes se
constituyó en una verdadera fijación para López Aufranc. Y
en setiembre, cuando avanzó con sus tanques del C. 8 de
Magdalena sobre Buenos Aires, dijo —según afirman testigos—
que iba "a tomar la secretaría de Guerra y meter preso a
Fernández Funes". Una anécdota ilustra ese estado de ánimo:
mientras se dirigía a Buenos Aires al frente de la columna
blindada, a poco de salir de Magdalena se cruzó por el
camino un camión celular, vacío, del penal de esa localidad.
López Aufranc lo detuvo y lo incorporó a la columna, con dos
objetivos, según explicó entonces a sus oficiales: "Cada
rato se acerca a la columna un espía, como periodista o como
presunto amigo. A los espías vamos a empezar a ponerlos
dentro del camión celular Y cuando lleguemos a Buenos Aires,
vamos a hacer entrar allí a Fernández Funes." Durante los
sucesos del 2 de abril, cuando los rebeldes bombardearon el
C. 8 de Magdalena, López Aufranc se comunicaba
frecuentemente por teléfono con la secretaría de Guerra.
Todos sus interlocutores de entonces comentan aún hoy la
serenidad con que hablaba, en medio de las explosiones
producidas por el bombardeo, refiriéndose siempre al aspecto
técnico de la lucha, en forma despersonalizada, como si
estuviera realizando un juego de guerra. Esa serenidad
tenía el inmediato precedente de la forma en que se
desempeñó antes de los sucesos. En la época inmediatamente
previa a los mismos, el capitán Galmarini fue trasladado
como jefe de la base aeronaval de Punta Indio y se designó
en su reemplazo al capitán Sabarots. Al asumir Sabarots y
luego, en otra oportunidad, López Aufranc conversó con él.
En esa época, Sabarots —según comentan los testigos— aún
intentaba demostrar la eficacia de los regímenes de Hitler y
de Mussolini y decía sin disimulos que "eso es lo que hay
que hacer aquí". López Aufranc rechazaba totalmente esas
ideas y cada uno de los dos quedó con un concepto muy claro
sobre quién era su interlocutor.
Antes de las bombas
El tercer contacto fue el 2 de abril de 1963. Ese día, a la
mañana, el oficial de servicio había informado al coronel
López Aufranc de los acontecimientos que se sucedían, y el
jefe del regimiento C. 8 de Magdalena había escuchado las
proclamas radiales, tras de lo cual había alertado a sus
tropas. Mientras estaba en esas tareas, lo llamó el capitán
Sabarots, suscitándose el siguiente diálogo:
Sabarots:
¿Con el coronel López Aufranc? López Aufranc: Sí.
Sabarots: Aquí le habla el capitán Sabarots, jefe de la base
aeronaval de Punta Indio. ¿Escuchó la proclama del general
Menéndez? López Aufranc: No. Sabarots: Luego volveré a
comunicarme con usted.
A los pocos minutos, llamó
nuevamente: informó sobre el estado de las tropas adheridas
al movimiento. Más carde, efectuó una tercera llamada:
Sabarots: De parte del general Menéndez, lo invito a
plegarse a la revolución. Le serán reconocidos su cargo y su
grado. López Aufranc: Estoy a las órdenes de mis mandos
naturales y defenderé el retorno a la Constitución y a la
salida electoral. Cada uno de nosotros tiene libertad de
acción a partir de este momento para actuar como mejor
considere en defensa de sus ideas. Sabarots: Así va a
haber un baño de sangre... Tengo 1.500 infantes para tomar
Magdalena. López Aufranc: En ese caso, lo hago a usted
responsable por las consecuencias.
Poco después, un
avión de la Marina pasó arrojando proclamas. A los veinte
minutos —eran las 13—, tres Panzer comenzaron a lanzar
bombas. El ataque siguió hasta las 8 de la mañana del día
siguiente, cuando varios aviones Neptune dispararon bombas
de 150 kilos y un aparato N.A. descargó cohetes sobre el
último escuadrón que se estaba encolumnando. El asistente de
López Aufranc cayó despedazado a pocos metros de su jefe: 9
soldados murieron en total durante el bombardeo, que dejó
también 18 heridos. El objetivo del ataque aeronaval fue
destruir los tanques, que López Aufranc había colocado en un
lugar muy descubierto y encolumnado hacia Punta Indio. Sin
embargo, solamente uno de los 54 vehículos fue alcanzado por
la metralla. López Aufranc prosiguió su avance; Punta Indio
se rindió pocas horas después. López Aufranc no festejó
la victoria. La muerte de su asistente le había producido
una honda crisis emocional: al año siguiente, cuando se
celebró un nuevo aniversario de la creación del C. 8, López
Aufranc, oficial de caballería, siguió las viejas normas del
cuerpo: rindió homenaje a las víctimas de los sucesos,
pertenecientes tanto al sector vencedor como al vencido.
Toda la acción psicológica de los colorados se propuso
siempre tratar de destruir su prestigio. Cada uno de los
argumentos posibles fue utilizado para intentar deteriorar
su imagen ante el Ejército. Se llegaron a inventar
conferencias suyas con el dirigente comunista Victorio
Codovilla y se lo mencionó como autor de un pacto de no
agresión entre el Ejército y el partido Comunista: el hoy
senador Ricardo Bassi (UCRP) fue uno de los caudillos de esa
guerra de nervios contra López Aufranc y otros jefes del
Ejército Azul. López Aufranc se limitó entonces (julio de
1963) a solicitar una investigación exhaustiva sobre los
hechos que se le imputaban. Si hubo un persistente
encarnizamiento contra su persona, tanto físico (las tropas
de López Aufranc soportaron el más duro bombardeo registrado
en enfrentamientos militares en la Argentina) como
psicológico, es porque los adversarios del sistema
constitucional de gobierno comprendieron siempre que la
vigorosa personalidad profesional del jefe de Magdalena era
uno de los mayores factores de aglutinación entre los
defensores de la legalidad, uno de los mayores obstáculos
para cualquier tipo de aventuras golpistas. Con su
resistencia en Magdalena, López Aufranc dio pie a que el
legalismo organizara sus tropas y derrocara a los rebeldes:
de rendirse o vacilar, los colorados quizá hubieran podido
dar una lucha más larga, y la salida electoral hubiera sido
amenazada. Una eventual victoria de los insurrectos, en el
caso extremo, la hubiera hecho imposible. Hacia fines de
la semana pasada, luego de la renuncia del comodoro Cairo,
volvía a hablarse en la Argentina de una conspiración
colorada. Las versiones, inclusive, contenían noticias sobre
eventuales atentados terroristas. Pero los observadores
definen a esa conspiración como la conspiración imposible:
cualesquiera fueren las anécdotas, resulta evidente que la
fuerza del poder legal, apoyada hoy en las tres armas, hará
imposible un retorno violento del viejo planteismo, del
toranzismo, del golpismo, de los partidarios del Ejército
deliberativo. López Aufranc fue uno de los que hicieron
posible que una conspiración de ese tipo resulte ahora como
casi impensable: luego de muchos años de discutida
conducción militar, de crisis y de enfrentamientos,
contribuyó a estructurar un Ejército profesional; 1963, a
partir del 2 de abril, transcurrió sin planteos: López
Aufranc, que representó la voluntad de vida pacífica y
normal de todos los sectores, sin diferencia de matices,
fue, así, el Hombre del Año 1963 en la Argentina. Revista
Primera Plana 07.01.1964
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