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a principios de 1964
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El presidente rompió con los colorados
El jueves pasado, a la noche, mientras en todos los medios políticos y militares se comentaban las alternativas del proceso que culminó con la renuncia del comodoro Martín Cairo, secretario de Aeronáutica, una versión inesperada llegaba a la Secretaría de Guerra provocando llamadas telefónicas y volviendo a incrementar la entonces decreciente tensión.
Era ésta: civiles y militares retirados de tendencia colorada habían realizado una serie de reuniones en un chalet del Gran Buenos Aires, denominado La Lonja, para estudiar los "modos de acción" que debían utilizarse frente a la comprobación de que la firme actitud de los mandos de las Fuerzas Armadas y del ministro de Defensa, Leopoldo Suárez, había cerrado el paso, virtualmente. en forma definitiva, a las reincorporaciones de los oficiales golpistas desplazados en setiembre de 1962 y abril de 1963.
En esa reunión, los colorados extremistas allí reunidos —siempre según las versiones que circulaban en la Secretaría de Guerra— habrían reiterado su apreciación de que la única posibilidad de retornar a los mandos militares era mediante el golpe de estado. Pero, esta vez, la conclusión tenía otras inquietantes implicancias.
En efecto: conscientes de que el tiempo favorecería a sus adversarios, esos grupos habrían resuelto apresurar la organización del movimiento, luego de decidir varios pasos previos: el primero consistiría en una serie de atentados terroristas que tendrían el propósito de ultimar a varios jefes de las Fuerzas Armadas, entre ellos a los
generales Pascual Pistarini, Osiris Villegas y Juan Carlos Onganía.
El macabro operativo tendría también una fecha provisional de iniciación: el 10 de enero. Por lo menos uno de los organismos de inteligencia, el Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), estaría ya perfectamente alertado sobre la existencia de ese plan y contaría, inclusive, con todas las referencias directas sobre propósitos concretos, cabecillas y lugares de reunión.
La versión indicaba, de todas maneras, el clima de tensa expectativa que comenzó a vivirse en los momentos culminantes del caso Cairo, un hombre que, quizá a pesar suyo, terminó siendo colorado. El mediodía del jueves, la situación del titular de Defensa, doctor Leopoldo Suárez, se había consolidado al emitir el presidente Illia una declaración especial para ratificar su confianza en el ministro. Horas antes, inquietos amigos del doctor Suárez señalaban que el propósito del planteamiento caballeresco del saliente secretario de Aeronáutica era obligar al ministro a dimitir o a retirarse, siquiera fuese provisionalmente, de la cartera de Defensa. El momento hubiera sido entonces aprovechado para una eventual ofensiva colorada.
Los allegados al doctor Suárez anotaban, también, otra posibilidad: que por espíritu de cuerpo pudiera crearse, contra él, un resquemor en la Aeronáutica. Hacia fines de semana, la situación había quedado tan aclarada que esos temores se disiparon instantáneamente. Los brigadieres demostraban, por lo demás, que el principio de respeto a las jerarquías era, para ellos, más importante que una ficticia solidaridad intentada mediante un duelo que se consideraba artificial, y sobre el cual los árbitros decidieron que no era pertinente.
Poco antes de las 9 de la mañana del jueves, Suárez había dimitido por escrito. El subsecretario de Defensa, Hernán Cortés, fue el portador de la renuncia ante Illia. Entre esa hora y las 13.50 del mismo día, Illia demoró estratégicamente su definición. Fue durante ese lapso cuando funcionarios del gobierno, por primera vez, comenzaron a utilizar con los periodistas una expresión inusual entre radicales del Pueblo: la conspiración colorada.
Lo curioso es que un alto funcionario del mismo gobierno —el vicepresidente Perette— era insistentemente incluido en los comentarios que comenzaban a expandirse, desde sectores azules de la Presidencia, sobre la conspiración colorada. Perette, en tanto, desde que fracasó en su intento de sostener a Cairo (conferencias con Illia y Leopoldo Suárez, el 29 de diciembre de 1963) se trasladó a Paraná y procuró mantenerse apartado de los acontecimientos.
Los amigos del vicepresidente, a la vez, iniciaban su acción psicológica contra el doctor Illia. El pedido de renuncia a Cairo era comentado, así como una rectificación del gobierno ya que, según decían, "el presidente se había comprometido ante Perette a sostener la permanencia de Cairo".
La definición de la crisis demostró que el gobierno había comenzado a tomar conciencia de sus necesidades de autodefensa. Al determinar la renuncia de Cairo, Illia provocaba definitivamente la ruptura con los golpistas colorados y comenzaba a buscar —y a encontrar— respaldo en los sostenes naturales de la autoridad presidencial: los mandos naturales de las Fuerzas Armadas. La nueva actitud del titular del Poder Ejecutivo desalentó a los colorados que pudieron así prever el paso siguiente del doctor Illia y del ministro de Defensa: no habrá reincorporaciones políticas.
En cuanto al aspecto localizado de la crisis —la situación en la propia arma aérea—, la definición de los mandos y de los cuadros fue terminante, cerrando filas alrededor de la posición institucionalista sustentada por el comandante en jefe del arma, brigadier Armanini. El vacío que sintió en la Aeronáutica el comodoro Cairo era, entretanto, atribuido a diversos factores por los observadores militares: en primer término, a las obvias cuestiones de fondo; en segundo término, a la escasa vocación del comodoro Cairo por elementales normas de relaciones humanas. Varios oficiales recordaron durante la crisis que el ex secretario no asistía a las comidas de los jefes, y relataban que era absolutamente incordial en el trato con los subordinados.
Lo cierto es que, para cualquier observador, la semana inicial de 1964 había registrado un hecho importante: el presidente de la República se disponía finalmente a defender su investidura, apoyándose en los mandos militares en actividad; los colorados, otra vez, se mostraban como partidarios de quebrar el orden institucional. Pero el hecho militar no está desglosado del contexto de la realidad nacional: una profundización del camino ahora emprendido puede llegar a determinar cambios significativos en la estructura total del gobierno. No es una coincidencia que el desenlace de la crisis coincidiera con nuevas versiones sobre posibles renuncias de integrantes del gabinete civil.

El Ejército como deber y profesión
Dos hechos fundamentales definieron el perfil político del año pasado en la Argentina: el retorno al sistema constitucional y la estructuración de un ejército profesional, alejado de las luchas de partido y fundamentado en los clásicos valores castrenses de la jerarquía y de la disciplina. Si esos dos episodios —íntimamente conectados— necesitaran una fecha clave, dentro de 1963, sólo hay una: el 2 de abril.
En setiembre de 1962, los grupos golpistas del Ejército habían sido derrotados militarmente por los profesionalistas, pero no por eso el golpismo y el planteo desaparecieron: reducidos a otros sectores de las Fuerzas Armadas, intentaron seguir presionando y, en una comentada oportunidad, un secretario de Marina volvió a exponer, en el típico estilo toranzista, la necesidad de que no se acordara personería jurídica a la Unión Popular.
Esos grupos no cesaron de actuar; obstaculizaron, en seguida, al presidente José María Guido y el 2 de abril de 1963 se sintieron lo suficientemente fuertes como para intentar la conquista del poder. Ese martes comenzó la llamada Guerra de los Cuatro Días, puja final entre los restos del toranzismo y el nuevo Ejército profesionalista. El general Juan Carlos Onganía, comandante en jefe, tomó a su cargo la represión.
Pero fue un joven coronel, Alcides López Aufranc, quien concentró la atención pública al resistir los bombardeos de la aviación naval rebelde, dar luego la batalla y derrotar a las fuerzas subversivas. Su labor, durante tan tensas jornadas, llegó a recibir elogios de los agregados militares extranjeros. Aunque en ella había algo más que el descollar de un estratega, el coraje de un soldado, la decisión de un ser humano. Había un paso adelante del Ejército y del propio país.
Arturo Frondizi fue víctima de 37 planteos militares en su gestión de presidente. Los planteos se expresaban a través de memorándum y significaban, de hecho, el cogobierno entre el primer mandatario de la Nación y los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Consecuencia obvia: en muchos aspectos, ningún tipo de política coherente resultó posible. Por otra parte, aquellos acontecimientos, al reiterarse, crearon en la opinión pública local y en el exterior una imagen de las Fuerzas Armadas que no favorecía, de ningún modo, el prestigio de la República Argentina en el resto del mundo.
El coronel López Aufranc forjó, protagonizó, simbolizó el cambio de esa imagen, al imponer la de un Ejército que pelea para defender la ley: tras de la batalla de Magdalena terminaron los memorándum y el poder constitucional supo que contaba con el apoyo suficiente para hacer respetar su autoridad y su responsabilidad.
Un escritor argentino dijo, hace días, que López Aufranc era uno de los militares más mencionados en los comentarios políticos y, al mismo tiempo, el más desconocido de todos. Sus enemigos hicieron circular los más variados rumores sobre su persona: lo acusaron de comunista o filocomunista en libelos y en conferencias (padre Meinvielle), de reunir izquierdistas en su casa, de ser culpable de la muerte de soldados en Magdalena, de devastar instalaciones de la Marina, hasta de robar un grabador Grundig de la base aeronaval de Punta Indio (cargo contenido en un panfleto).
Quizá con menos mala fe se lo sindicó, también, como uno de los sostenes militares del Frente Nacional y Popular; como un coronel frondizista o un caudillo nasserista. Nada de esto se atiene a la realidad. Si de alguna manera puede definirse a López Aufranc, habría que calificarlo de prusianista: vale decir, un incondicional partidario del acatamiento a las jerarquías, un militar puro.
A partir del 2 de abril, su nombre desbordó los marcos de sus funciones para trascender a la calle, concentrar simpatías, recibir sobrenombres ("El zorro de Magdalena"), canciones y estribillos, los atributos que se dispensan a las personalidades meritorias y que, de un modo improvisado, señalaban hasta qué punto López Aufranc se transformaba en la figura del momento, en el héroe que no busca el heroísmo sino, simplemente, el sentido de una frase común: cumplimiento del deber.
Cuando López Aufranc arengaba a sus tropas, en abril, ya era el jefe respetado, lúcido, compenetrado de sus ideas. Pero en esas horas cruciales en que jugaba su destino y —¿por qué no?— el de toda una estructura social y nacional, en que cambiaba la imagen del Ejército al que pertenecía y defendía, en que unía pensamiento y acción en un solo bloque de aspiraciones, entonces, Alcides López Aufranc empezaba a perfilarse como el Hombre del Año en la Argentina de 1963. Concluida la batalla, el perfil era ya un retrato acabado, un índice, una confirmación.

"Disparen, si quieren"
Nacido el 4 de setiembre de 1921, en Venado Tuerto, López Aufranc, coronel de cuarto año, se destaca por sus modales distinguidos y su cortesía, características que le valieron el apodo de "El Marqués de Magdalena" (en el Colegio Militar lo llamaban "El Príncipe"). Aficionado al polo, fuente de simpatías y de introspección a la vez, este santafecino es católico militante y tiene una hija, Luz, de 18 años, y un hijo, Javier, de 17.
En sus conversaciones emplea siempre el menor número de palabras posible, un ascetismo que se evapora cuando conversa con sus amigos íntimos. Escucha con atención a sus ocasionales interlocutores, no los interrumpe, no nace casi acotaciones. Su dominio del silencio complementa su cordialidad, obra como atracción y no como rechazo.
Es primo de los hermanos Julio (general) y Álvaro (ingeniero, ex ministro) Alsogaray, por la rama materna de apellido Bosch. Difícilmente alguien arranque a López Aufranc datos sobre su vida privada, sus gustos, sus inclinaciones. Con una amable sonrisa desvía las preguntas y recuerda al periodista que es un militar, con una línea de conducta que va más allá de las anécdotas y los episodios marginales.
No obstante, aquí y allá las anécdotas surgen y pintan al arrojado coronel. Todas conducen —lo mismo que las opiniones de sus colegas y compañeros— a una premisa: López Aufranc, desde el principio de su carrera, se trazó la consigna de no apartarse de su profesión, de los riesgos que implica, de los sinsabores que otorga, de las recompensas morales que propone. Un relato ilustra esta modalidad.
El 12 de agosto de 1961, López Aufranc fue llamado por el jefe de turno de la Escuela Superior de Guerra, cuando se produjo la denominada Revuelta de los Locutores. Uno de los pocos objetivos que alcanzaron los insurrectos fue, precisamente, la avenida Luis María Campos, frente a la citada escuela. López Aufranc llegó a la institución en una camioneta y lo interceptó un grupo de sediciosos.
Uno de los oficiales rebeldes le apuntó con su ametralladora y lo exhortó a entregar inmediatamente su pistola, como símbolo de rendición. López Aufranc avanzó entre sus agresores; lentamente, y contestó con una sola palabra: "No." Algunos soldados lo rodearon y lo amenazaron con sus armas: "Haremos fuego si no entrega la pistola."
—Disparen, si quieren —replicó López Aufranc—. A un oficial de honor no le sacan la pistola, vivo, unos cuantos rebeldes. Disparen y tendrán sobre su conciencia el asesinato de un superior.
Los amotinados parlamentaron entre sí, mientras López Aufranc se dedicaba a observarlos serenamente. Por fin, optaron por retirarse.
Jefe brillante, López Aufranc es absolutamente rígido en el acatamiento a los reglamentos, que obedece y obliga a sus subordinados a obedecer sin discusión alguna. En 1956 retomó sus cursos en la Escuela Superior de Guerra, de la que Perón lo separó. Un capacitado grupo de condiscípulos lo acompañaba entonces en lo que habría de ser una de las promociones más brillantes del instituto: Julio Alsogaray, Julio Aguirre, Mariano de Nevares, Tomás Sánchez de Bustamante, Juan Carlos Garasino, Manuel Laprida. López Aufranc era un mayor de último año y terminó el curso como el primero de la promoción, con medalla de oro.
Sus compañeros de esa época —egresó en 1957— lo recuerdan así: "Nunca aparentaba conocer lo que no conocía, siempre se preocupaba por ayudar a los otros. Honesto, severamente honesto."
Ya en la Escuela, a principios de 1956, circulaban numerosas versiones sobre la marcha de una conspiración que intentaría derrocar al presidente Pedro Eugenio Aramburu. En uno de los intervalos entre clase y clase, los alumnos comentaron aquellos rumores, y todavía evocan la firmeza con que se expresó López Aufranc:
—A partir de ahora, ustedes pueden estar seguros de que hay una sola cosa que no haré nunca en mi vida: participar en un golpe de estado.
El "a partir de ahora" tenía un sentido, ya que, considerando que se vivían circunstancias absolutamente excepcionales, en 1951 López Aufranc había tomado contacto con el general Eduardo Lonardi, con cuya conspiración se había vinculado. Cuando el general Benjamín Menéndez "se adelante", el 2 de setiembre de ese año, López Aufranc entendió que, de todas maneras, debía definirse en ese momento por los revolucionarios y se dirigió a Campo de Mayo; se retiró al conocer el fracaso del movimiento y regresó a la Escuela, de la que era alumno. Sus enemigos personales aún utilizan el argumento de que "en 1951 López Aufranc estaba comprometido pero no actuó", con evidente mala fe, dado que López Aufranc estaba relacionado con otro grupo y, en el momento en que tomó conocimiento de los hechos, ya era tarde: posteriormente iba a demostrar que no acostumbra rehuir los combates.
Luego de abortado el movimiento, López Aufranc se vio separado de la Escuela Superior de Guerra (hasta 1956, en que fue reincorporado) después de haber sido considerado como sospechoso en la investigación que ordenaron las autoridades: el elemento de sospecha fueron las botas sucias de barro, que hicieron presumir su presencia en Campo de Mayo. Sin embargo, no fue pasado a retiro: se lo trasladó a una función sin mando efectivo de tropa, como jefe del distrito militar 39, en el Chaco.

Dos años en Francia
En 1957, cuando egresó de la Escuela Superior de Guerra, fue enviado —como mejor alumno— a seguir un curso de dos años en la Escuela Superior de Guerra de Francia; allí también egresó como el mejor alumno de su promoción. López Aufranc fue, además, oficial instructor del Colegio Militar, profesor en la Escuela Superior de Guerra y jefe de cursos de la misma. Dirigió el curso interamericano de guerra contrarrevolucionaria en 1961, con asistencia de alumnos de numerosos países (inclusive norteamericanos): esas clases fueron consideradas entonces como excelentes.
Sus dos grandes amigos, dentro del Ejército, son los coroneles Julio Aguirre y Manuel Laprida, profesionalistas como él. Con ellos mantiene, desde hace muchos años, una intensa relación personal y familiar basada, en gran parte, sobre la afinidad existente entre los tres: la interpretación de los deberes militares.
Uno de los episodios que más hirió esa concepción fue la detención del último secretario de Guerra de Frondizi, general Rosendo Fraga, en marzo de 1962. Para López Aufranc resultó absolutamente inadmisible que hubiera sido el jefe de la guardia de la Secretaría de Guerra, teniente coronel Fernández Funes, quien hubiera tomado desde adentro el edificio que debía defender y hubiera detenido personalmente al secretario de Guerra. Y en sus conversaciones, López Aufranc siempre destacó ese episodio como típico de la subversión de los valores castrenses.
Según sus amigos, esa actitud del teniente coronel Fernández Funes se constituyó en una verdadera fijación para López Aufranc. Y en setiembre, cuando avanzó con sus tanques del C. 8 de Magdalena sobre Buenos Aires, dijo —según afirman testigos— que iba "a tomar la secretaría de Guerra y meter preso a Fernández Funes". Una anécdota ilustra ese estado de ánimo: mientras se dirigía a Buenos Aires al frente de la columna blindada, a poco de salir de Magdalena se cruzó por el camino un camión celular, vacío, del penal de esa localidad. López Aufranc lo detuvo y lo incorporó a la columna, con dos objetivos, según explicó entonces a sus oficiales: "Cada rato se acerca a la columna un espía, como periodista o como presunto amigo. A los espías vamos a empezar a ponerlos dentro del camión celular Y cuando lleguemos a Buenos Aires, vamos a hacer entrar allí a Fernández Funes."
Durante los sucesos del 2 de abril, cuando los rebeldes bombardearon el C. 8 de Magdalena, López Aufranc se comunicaba frecuentemente por teléfono con la secretaría de Guerra. Todos sus interlocutores de entonces comentan aún hoy la serenidad con que hablaba, en medio de las explosiones producidas por el bombardeo, refiriéndose siempre al aspecto técnico de la lucha, en forma despersonalizada, como si estuviera realizando un juego de guerra.
Esa serenidad tenía el inmediato precedente de la forma en que se desempeñó antes de los sucesos. En la época inmediatamente previa a los mismos, el capitán Galmarini fue trasladado como jefe de la base aeronaval de Punta Indio y se designó en su reemplazo al capitán Sabarots. Al asumir Sabarots y luego, en otra oportunidad, López Aufranc conversó con él. En esa época, Sabarots —según comentan los testigos— aún intentaba demostrar la eficacia de los regímenes de Hitler y de Mussolini y decía sin disimulos que "eso es lo que hay que hacer aquí". López Aufranc rechazaba totalmente esas ideas y cada uno de los dos quedó con un concepto muy claro sobre quién era su interlocutor.

Antes de las bombas
El tercer contacto fue el 2 de abril de 1963. Ese día, a la mañana, el oficial de servicio había informado al coronel López Aufranc de los acontecimientos que se sucedían, y el jefe del regimiento C. 8 de Magdalena había escuchado las proclamas radiales, tras de lo cual había alertado a sus tropas. Mientras estaba en esas tareas, lo llamó el capitán Sabarots, suscitándose el siguiente diálogo:

Sabarots: ¿Con el coronel López Aufranc?
López Aufranc: Sí.
Sabarots: Aquí le habla el capitán Sabarots, jefe de la base aeronaval de Punta Indio. ¿Escuchó la proclama del general Menéndez?
López Aufranc: No.
Sabarots: Luego volveré a comunicarme con usted.

A los pocos minutos, llamó nuevamente: informó sobre el estado de las tropas adheridas al movimiento. Más carde, efectuó una tercera llamada:

Sabarots: De parte del general Menéndez, lo invito a plegarse a la revolución. Le serán reconocidos su cargo y su grado.
López Aufranc: Estoy a las órdenes de mis mandos naturales y defenderé el retorno a la Constitución y a la salida electoral. Cada uno de nosotros tiene libertad de acción a partir de este momento para actuar como mejor considere en defensa de sus ideas.
Sabarots: Así va a haber un baño de sangre... Tengo 1.500 infantes para tomar Magdalena.
López Aufranc: En ese caso, lo hago a usted responsable por las consecuencias.

Poco después, un avión de la Marina pasó arrojando proclamas. A los veinte minutos —eran las 13—, tres Panzer comenzaron a lanzar bombas. El ataque siguió hasta las 8 de la mañana del día siguiente, cuando varios aviones Neptune dispararon bombas de 150 kilos y un aparato N.A. descargó cohetes sobre el último escuadrón que se estaba encolumnando. El asistente de López Aufranc cayó despedazado a pocos metros de su jefe: 9 soldados murieron en total durante el bombardeo, que dejó también 18 heridos.
El objetivo del ataque aeronaval fue destruir los tanques, que López Aufranc había colocado en un lugar muy descubierto y encolumnado hacia Punta Indio. Sin embargo, solamente uno de los 54 vehículos fue alcanzado por la metralla. López Aufranc prosiguió su avance; Punta Indio se rindió pocas horas después.
López Aufranc no festejó la victoria. La muerte de su asistente le había producido una honda crisis emocional: al año siguiente, cuando se celebró un nuevo aniversario de la creación del C. 8, López Aufranc, oficial de caballería, siguió las viejas normas del cuerpo: rindió homenaje a las víctimas de los sucesos, pertenecientes tanto al sector vencedor como al vencido.
Toda la acción psicológica de los colorados se propuso siempre tratar de destruir su prestigio. Cada uno de los argumentos posibles fue utilizado para intentar deteriorar su imagen ante el Ejército. Se llegaron a inventar conferencias suyas con el dirigente comunista Victorio Codovilla y se lo mencionó como autor de un pacto de no agresión entre el Ejército y el partido Comunista: el hoy senador Ricardo Bassi (UCRP) fue uno de los caudillos de esa guerra de nervios contra López Aufranc y otros jefes del Ejército Azul. López Aufranc se limitó entonces (julio de 1963) a solicitar una investigación exhaustiva sobre los hechos que se le imputaban.
Si hubo un persistente encarnizamiento contra su persona, tanto físico (las tropas de López Aufranc soportaron el más duro bombardeo registrado en enfrentamientos militares en la Argentina) como psicológico, es porque los adversarios del sistema constitucional de gobierno comprendieron siempre que la vigorosa personalidad profesional del jefe de Magdalena era uno de los mayores factores de aglutinación entre los defensores de la legalidad, uno de los mayores obstáculos para cualquier tipo de aventuras golpistas.
Con su resistencia en Magdalena, López Aufranc dio pie a que el legalismo organizara sus tropas y derrocara a los rebeldes: de rendirse o vacilar, los colorados quizá hubieran podido dar una lucha más larga, y la salida electoral hubiera sido amenazada. Una eventual victoria de los insurrectos, en el caso extremo, la hubiera hecho imposible.
Hacia fines de la semana pasada, luego de la renuncia del comodoro Cairo, volvía a hablarse en la Argentina de una conspiración colorada. Las versiones, inclusive, contenían noticias sobre eventuales atentados terroristas. Pero los observadores definen a esa conspiración como la conspiración imposible: cualesquiera fueren las anécdotas, resulta evidente que la fuerza del poder legal, apoyada hoy en las tres armas, hará imposible un retorno violento del viejo planteismo, del toranzismo, del golpismo, de los partidarios del Ejército deliberativo.
López Aufranc fue uno de los que hicieron posible que una conspiración de ese tipo resulte ahora como casi impensable: luego de muchos años de discutida conducción militar, de crisis y de enfrentamientos, contribuyó a estructurar un Ejército profesional; 1963, a partir del 2 de abril, transcurrió sin planteos: López Aufranc, que representó la voluntad de vida pacífica y normal de todos los sectores, sin diferencia de matices, fue, así, el Hombre del Año 1963 en la Argentina.
Revista Primera Plana
07.01.1964

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