Recientemente el psicólogo santafesino Edelmi J. Griva
recorrió las provincias de Chaco y Formosa investigando la vida
de los indígenas. Su informe, adaptado para SIETE DIAS, ofrece
una imagen de esa realidad
El grito se desenroscó
estridente, gutural. Al principio pareció que habría de entablar
una batalla sonora con el chillido del búho o que se confundiría con la
insólita carcajada del aguará-guazú, ésa suerte de simbiosis
entre el perro y el zorro que trota por la cálida noche
chaqueña. Poco después fue evidente, sin embargo, que la letanía
—un Ah, ah, ah, cadencioso y monocorde— brotaba de una garganta
humana; duró cerca de cinco minutos, enseguida amenguó hasta
extinguirse, para volver a detonar como una metralla: Ah, ah,
ah, ah ... En ese momento, el indio Gerónimo susurró: "Es un
piogonak, un curandero que está queriendo mejorar a algún
enfermo. Pero hace ya muchas noches que le canta, y no sana". En
su opinión, eso era un claro índice de que el paciente, sin
duda, iba a morir. Es que, pese a su vestimenta semicivilizada y
a su castellano manejado, con excepcional fluidez, Gerónimo no
alcanzó a sustraerse del universo mítico que lo envuelve desde
su infancia en la comunidad toba de Pampa Chica, un retazo
aborigen clavado en el corazón del Chaco. Para él, como para
aquel obstinado piogonak, las enfermedades obedecen al hechizo
ejercido sobre la víctima indefensa por "alguien malo, a quien
protege el Diablo". En este caso, la artimaña puesta en práctica
sería, en apariencia, muy simple: "Seguro que el maleficio lo
hizo el curandero de otra tribu; algunos deben, haberle pagado
para que pusiera el daño", sospechó el viejo guía durante su
charla con el investigador que —a principios de abril último— lo
buscó en su inhóspito reducto, donde sobrevive junto con otros
centenares de indígenas.
Alrededor, la llanura arbolada
bullía en bandadas de insectos o se agitaba con el aleteo de los
murciélagos, cazadores de pequeñas mariposas nocturnas: Los
ruidos,1 audibles desde decenas de kilómetros, son, con todo,
los verdaderos amos de la pampa chaqueña: ellos y la magia, que
supuestamente mata o ayuda a sobrevivir.
¡CUIDADO CON LA
KONAGRAIK!
Para acceder a la toldería de Pampa Chica es
necesario internarse en la zona enmarcada por los ríos Pilcomayo
y Bermejo. Allí las provincias de Chaco y Formosa aglomeran a la
mayor parte de los indígenas comúnmente unificados —a causa de
su gran afinidad— dentro de la denominación de tobas-pilagás. El
centro y este formoseños, el centro y norte chaqueños, son (ver
mapas) los habitats preferidos por estas comunidades,
exiguamente representadas también por algunos grupos que se
infiltraron en el oeste de Formosa, el noroeste santafesino y el
llamado "chaco" salteño.
En su conjunto constituyen 19.500
aborígenes, inmersos aún hoy en los resabios de sus creencias y
sus figuras mágicas. La historia los olvidó, o los recuerda como
tribus belicosas: un calificativo de dudosa atribución cuando se
aplica a quienes intentaron defender su patrimonio cultural, sus
bienes, su suelo, de la dominación foránea. De todos modos es un
atributo inhallable en la actualidad, pese a que en el Chaco
viborea todavía el eco de los malones que ensangrentaron las dos
primeras décadas del siglo.
En cambio es indudable la
vigencia de los curanderos sobre aquellos 18.100 tobas y 1.400
pilagás, distribuidos en un total de 86 comunidades: 78 para el
primer grupo y 8 para el segundo, según lo puntualizó el Censo
Indígena Nacional de 1965-68. Tanto ellos como los 2 mil
tribeños afincados en Paraguay y Bolivia, siguen- temiendo a los
"espíritus malignos". Un temor capaz de enhebrar anécdotas como
la protagonizada hace algún tiempo por un grupo de tobas, en las
oficinas bonaerenses del Censo Indígena: caminaban inquietos, de
un lado a otro, hasta que se le descerrajó a uno esta pregunta,
aparentemente trivial: "Decime, ¿en Formosa quedan todavía
konagraik (curanderas)? ¿Podrías decirme el nombre de alguna?".
La respuesta asombró: "No te lo puedo decir, porque si se entera
me va a jorobar, y va a enfermarme, y traerá males a mi
familia". A dos mil kilómetros de su terruño, aquella gente no
podía confiar el nombre de las personas a las que la tribu teme.
Dentro de sus ranchos de paja, chorizo y palo a pique, la
familia toba se apretuja cuando concluye la tarea del día. Pero
parece improbable que ese enclaustramiento le brinde protección
contra las enfermedades o la indiferencia de los extraños, los
hombres blancos. El cultivo de algodón o maíz, en parcelas que
no bastan para alejar el fantasma del hambre, suele dar paso a
otro tenaz enemigo: la tuberculosis. No sorprende, entonces, la
reiteración de escenas como la que impresionó al indio Gerónimo,
cuando el curandero, inclinado sobre un enfermo, trataba de
"chuparle el daño, para desalojar de su pecho los malos
espíritus".
"AIEM COMBLEK"
Hilario Tomás recibió a los
visitantes casi con orgullo, exhibiendo sus 42 años curtidos por
el sol y un título que heredó de sus mayores: es nada menos que
el cacique central de las tribus tobas del Chaco, como lo
proclama un sello destinado quizás a refrendar las reclamaciones
y quejas elevadas, cada tanto, a las autoridades
gubernamentales. Sentado sobre una silla plegadiza, Tomás puede
ufanarse además de ser uno de los indígenas mejor vestidos entre
todos sus súbditos: el conjunto de saco y pantalón sport, los
zapatos aceptables, marcan un extraño contraste con el arco y la
flecha empinados sobre la tierra, detrás suyo.
Ahora,
mientras se entibia el caldero en el que un rato más tarde
nadarán unos cuantos puñados de maíz, Tomás protesta: "Tobas
somos nosotros. Los que vivimos aquí, en el Chaco". Los demás
son pilagás o mocovíes, a juicio del puntilloso cacique; "nos
entendemos muy poco, muy poco trato tenemos", agrega en su media
lengua "cristiana". Unos metros más allá, un osaco (niño, en
toba) se recuesta contra una pared enladrillada que apenas le
sobrepasa la cintura: hacia arriba la prolongan las varillas de
caña que cierran la entrada de la casa, una vivienda de todos
modos más confortable que las típicas enramadas de la toldería.
Cerca de allí, su madre deshace hábilmente sobre un delgado
tronco las hojas del caraguatá, un arbusto espinoso cuyas fibras
servirán para trenzar hamacas, yicas (bolsos) y redes. Esas
artesanías se derramarán luego lenta, trabajosamente, sobre las
ciudades chaqueñas, en busca del comprador que ayude a la
supervivencia toba.
A pesar del afán de Tomás por discriminar
entre unas tribus y otras, los tobas y pilagás son muy afines, e
inclusive sus diferencias idiomáticas resultan quizás menores
que las existentes entre el castellano y el portugués; por tal
motivo, cuando se hace referencia a uno de los grupos, queda
implícito el otro. Por lo demás, entre los mismos tobas puede
rastrearse esa disimilitud de lenguaje: basta comparar a los del
Chaco con los occidentales, o salteños. Pero tales distingos no
alcanzan a borrar un profundo sentimiento de identidad cultural,
como lo aclaró el cacique, antes de impartir instrucciones a
algunos familiares que saldrían esa tarde en busca de leña fina:
"Nosotros, (tanto los de Salta como los chaqueños) aiem comblek".
Lo que equivale a decir algo parecido a la frase: "Somos
argentinos"; una autoidentidad que los separa de sus parientes
actuales más próximos, los mocovíes, quienes se designan entre
ellos como mocoik. Por fin, tobas-pilagás y mocovíes conforman
desde el punto de vista lingüístico el grupo guaycurú, tan
homogéneo y variado a la vez como pueden serlo las lenguas
latinas, salvando las lógicas diferencias de complejidad.
CUANDO EL ANCESTRO SE EQUIVOCA
A mediados de 1917, y
mientras en otra latitud efervecían las banderas de la
Revolución Soviética, la localidad de Roque Sáenz Peña —Chaco—
se agitaba con un fragor diferente. Según lo memoró hace pocos
días el ex pastor protestante Elmer Miller (40, profesor en la
universidad estadounidense de Pensilvania, actuó durante largas
décadas entre los tobas), aquel año varios centenares de
indígenas realizaron un magno cónclave para decidir su actitud
frente al avance de los blancos.
Ocurría que mediante la
constante colonización de nuevas tierras, los huiricas se las
ingeniaban para arrinconar al indio en las peores áreas de sus
antiguos dominios. Habían concluido ya las operaciones militares
urdidas por el poder central para la conquista de los desiertos
pámpido-patagónico y chaqueño, pero las revueltas de los tobas y
pilagás, más algunos núcleos próximos a ellos —como los mocovíes
y los extintos abipones—, iban a sucederse hasta 1920.
La vía
que siguieron para enfrentar el acoso fue, claro, de índole
sobrenatural: el pueblo toba resolvió en Sáenz Peña encargar a
un chamán, o mago, la difícil misión de pedir consejo a los
antepasados. Su recomendación no pudo ser más categórica:
"Ataquen —comunicaron los ancestros— y lograrán expulsar a los
cristianos; las balas enemigas se harán polvo en el aire, caerán
deshechas antes de tocarles el cuerpo". Esa confianza,
sustentada en raíces mágicas, los impulsó a un ataque frontal
que pareció cosechar algún éxito cuando consiguieron matar a un
colono, en las inmediaciones de la toldería, pero que muy pronto
mostró su endeblez al arremeter contra el grueso de las fuerzas
invasoras. Precisamente el paraje donde los aguardaba un
destacamento policial
—equipado con armas largas— iba a
denominarse desde entonces, y en forma por demás significativa.
La Matanza.
En un primer intento intimidatorio, la policía
detonó una salva de tiros deliberadamente errados: sólo se
proponía poner en fuga a los insurrectos, evitando un combate
que prometía ser cruento. Sin embargo, aquellos disparos
suscitaron —por las características de la cultura indígena— una
reacción totalmente opuesta. Al advertir las descargas y
comprobar que ninguno de ellos había resultado muerto, ni
herido, los tobas intuyeron alborozados que se confirmaba la
predicción chamánica: las balas, obviamente, se habían hecho
añicos antes de rozar a sus presuntas víctimas. No vacilaron,
pues, en lanzarse a un ataque despreocupado, suicida, cuyo saldo
osciló entre 4 ó 5 muertos o más de 40, de acuerdo con las
distintas versiones que evocan el hecho.
Sea como fuere,
aquel suceso se reveló pródigo en otras secuelas: toda la
estructura religiosa toba comenzó a desmoronarse, los individuos
con facultades predictivas vieron mellado su prestigio. La
cosmogonía mágica mantuvo vigencia, por supuesto, pero agrietada
en mil fisuras por las que se filtró la creciente influencia del
protestantismo. "Fueron los mismos tobas quienes buscaron a los
pastores protestantes —explica Miller—; necesitaban
imperiosamente volver a creer, y si bien el catolicismo entabló
los primeros contactos con los indígenas, la expulsión de los
jesuítas deterioró dicho vínculo". Puede entenderse, sin mucho
esfuerzo, el rechazo hacia esos sacerdotes que impartían misa en
latín, en la hosca soledad del monte chaqueño. Pero tal vez haya
sido más grave la incomprensión de los misioneros frente a
prácticas que —como la del contacto prenupcial en la pareja—
eran plenamente normales para la existencia toba. Lo real es
que, en la actualidad, en el 85 por ciento de las comunidades se
profesa el credo protestante —con escasos o numerosos adeptos,
según los casos—, mientras que el número de tobas-pilagás
católicos apenas alcanza al 5 por ciento del total, aun cuando
existan misiones de este credo: tales la Misión Laishí y la
Misión Tacaaglé, en Formosa.
SE VAN CON LAS ESTRELLAS
Todas las mañanas Togonoak se cubre el rostro con las manos,
alza su cabeza al cielo y —de pie en la orilla del río Bermejo,
límite entre Chaco y Formosa— clama una oración a los espíritus,
rogando por su pueblo. Pero ese credo va encaminado también a
Dios: aunque Togonoak es uno de los curanderos más influyentes
en la población chaqueña de Pampa Chica, no desdeña apelar a una
oportuna mezcla ritual cuando se trata de ablandar la voluntad
divina. Más tarde comerá un pescado crudo o el fruto de un
algarrobo y se echará a meditar. "Éramos muchos, pero fuimos
muriendo. Ahora mis paisanos están arriba, con las estrellas",
mascullará con un dejo de tristeza.
Al día siguiente, entre
un concierto de loros y cotorras del monte, los visitantes van a
tener oportunidad de conocer a Mariana Duarte, una vieja pilagá
de la colonia formoseña Juan Bautista Alberdi. Ña' Mariana
perteneció a la tribu que en su momento acaudillara el famoso
cacique Garcete, quien logró el milagro de confederar a un
sinnúmero de núcleos dispersos, en su lucha contra el ejército
nacional. La anciana habla únicamente el dialecto aborigen,
rehúsa de modo casi absoluto cualquier trato con los forasteros
y consagra sus tardes a labores manuales. Por ejemplo, poner
orden en las cuentas de un collar de semillas usado por su
nieto: aunque descalzo, y vistiendo ropas prácticamente
deshilachadas, el muchacho se ufana con el adorno; entre tanto,
empuja el legendario arado de mancera que hiere la tierra de
cultivo.
Más duro todavía es el ritmo de vida cumplido por
decenas de adultos que, en busca del sustento, deben desplazarse
con sus familias a los ingenios salteños, donde vivirán en
campamentos, trabajando —sin francos— desde las primeras hasta
las últimas horas del día. Cuando regresen, quizás sean
portadores de alguna enfermedad que empine los índices endémicos
correspondientes a la tuberculosis, los cuadros venéreos, la
diarrea infantil, el paludismo, agravados por la
subalimentación. Un problema que no alcanza a paliar, por
cierto, el esporádico reparto de alimentos que efectúan sectores
gubernamentales o privados.
Así, día tras día, desde hace
décadas. El indio, sin la fuerza necesaria como para reclamar
por sus derechos, carente de las condiciones mínimas para
planteárselos él mismo con claridad, sigue siendo el gran
olvidado en su propio país. Ese hombre concreto, que sufre el
derrocamiento de sus formas de vida y que nunca pudo amoldarse a
pautas ajenas, es menospreciado y desconocido por la mayoría de
sus compatriotas. Y se va muriendo de a poco, como lo recordaba
la queja del curandero Togonoak, "para irse allá arriba, donde
están las estrellas".
Revista Siete Días Ilustrados
18.05.1970