MODAS
YO, TU, EL Y EL YO-YO
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En África le llaman klimtol; en Australia, jo-jo. En todo el mundo, de todas maneras, nadie se confundirá si, al entrar en un negocio, alguien pide, simplemente, un yo-yo: ese redondelito que un hilo hacía ir para abajo y para arriba; que actualmente permite cabriolas, figuras, divertidas piruetas. El mismo que ha vuelto a entusiasmar a los niños argentinos.
¿Por qué ese nombre?: "Yo creo que nosotros tampoco lo sabemos", se resigna Enrique Alfonso Trujillo, 25, soltero, colombiano, un gerente de promoción en Jack Russell Co. Inc., la empresa más importante entre las que comercian, mundialmente, con el juguete: un aparato que tiene larga historia. Con origen coincidente —las islas Filipinas—, algunos le atribuyen la condición de rudimentario elemento bélico: los indígenas gobernaban, desde una altura, a la piedra, ligada por una cuerda. Así, tumbaban al enemigo, desde una posición reconfortante, a la vez que recuperaban, ovillándolo, el adefesio. En 1920, ya convertido en juego por los nativos, Donald Duncan introdujo a un equipo de filipinos en los Estados Unidos. Era una novedad: no supuso que, también, el principio de su inmensa fortuna, de una moda nacional. Como el joven Duncan parecía tener buen olfato, en los años '30 compró los derechos de un ridículo parante, que establecía un arancel para los autos estacionados junto a él: se los llamaba parquímetros. Fue el instante en el que varias ciudades norteamericanas, sedientas de ingresos, pensaron en el adefesio: Duncan ya había montado una fábrica; por buen tiempo, fue el autor del ochenta por ciento de los parquímetros que tragaban monedas en el mundo.
Pero el visionario, quien murió, de un infarto, en Los Ángeles, el 15 de mayo último (Newsweek acertaba su edad, 71; Times erraba al suponer 78), se divertía, verdaderamente, con el vaivén filipino. "No parecía nada, como una papa colgando de un hilo", lo describió. Luego, supo que un cordel deslizante, y la papa de madera abrían un mundo a los niños; éstos lo adoptaron y Duncan embolsó 7.000.000 de dólares anuales por la venta a rolete. La compañía quebró, luego de su retiro, en 1957.
Jack Russell, 50, un ex gerente de la casa Duncan no creyó que el negocio había terminado. Entonces, se convirtió en un impulsor del yo-yo. Un equipo de treinta y tres campeones, en el que actúan tres japonesas y una mexicana, anda por el universo. Trece de ellos están en la Argentina desde hace seis semanas. Todo, para incentivar la campaña promocional que Sanz se lanzó a partir del 20 de abril. Les valió: un millón de yo-yo fueron vendidos. Los campeones, con una habilidad que encandila, invaden la televisión, las plazas, los parques, las escuelas. Asombran a los niños con los trucos, o figuras; de allí hasta el kiosco más cercano, no hay más que un deseo, un firme pedido a los padres.
Hasta la semana última, sólo dos tipos de yo-yo se encontraban en Buenos Aires: el aficionado, pequeño, liviano (28 gramos), de plástico común; el profesional, cuyos laterales están unidos por un eje de madera, con núcleo de aluminio, balanceado, más sólido (42 gramos), su hilo de algodón posee cierta elasticidad y mide 1m 5cm: es el de competencia.
Desde el martes 1º, se lanzó a la venta el superprofesional, de acetato, pesa 52 gramos, una maravilla "que anda sola", comentó un grandote que, con el hilo fijado a su mano inmóvil, lo veía subir y bajar, como por voluntad
propia. Trujillo ya no sabe qué inventar con el yo-yo: saca monedas apoyadas en la oreja del ayudante, remeda a la torre Eiffel con el hilo, hace columpiar al adminículo, lo lleva por el suelo, lo mete en su bolsillo tras dar una vuelta por su hombro. "El campeón de yo-yo tiene que ser habilidoso, pero también debe conocer psicología, relaciones públicas, ser presentable y, especialmente, saber todos los idiomas que pueda, pero nunca ignorar el inglés. Con él, uno se hace entender en cualquier parte." Le hizo falta: jugando, recorrió cuarenta y cinco países, en los cinco continentes. "Es el único trabajo que tuve en mi vida", acepta. Dice que, además, le gusta, con lo que demuestra ser un privilegiado. Un auto con chofer lo lleva adonde quiere o necesita; una buena paga le permite vivir cómodamente, en los mejores hoteles. Nació en Palmira, un pueblito cercano a Cali. Cuando quiso entrar en la Fuerza Naval de su país, un mexicano, Mario Muñoz, lo convenció para que abandonara el billar pool, su manía de entonces, y se profesionalizara con el yo-yo. Hoy, el dormilón, la media luna, el hombre en el trapecio, el yo-yo en el bolsillo, lo obsesionan.
Dos son, en definitiva, los aspectos de esta moda: el comercial y el visible. Los niños pululan, caminan, se sientan con un yo-yo en las manos. Pero los fabricantes y distribuidores ven agonizar el filón: quien posee uno, fue un cliente, ya no lo será. "Cuando paró la publicidad en la tele, se acabó el negocio del yo-yo", lamentaba Juan Carlos Niedzwiecki, 30, distribuidor del juguete a kioscos y revendedores. "Se acordaron tarde: el auge del yo-yo no corre más desde el domingo 16, más o menos, ahora se vende chauchita." Niedzwiecki sueña con la infinidad de cajas —treinta yo-yo Russell profesional (290 pesos) y aficionado (100) cada una— que desempaquetó hace veinte días.
No era la única marca: impuesto el fervor, cada fabricante de artículos plásticos atropello con el yo-yo propio, a unos 80 pesos viejos como promedio. "No les ponen marca ni nada; la única inscripción dice profesional, como si todos estuvieran de acuerdo."
Para Miguel Páez, propietario de una librería y juguetería, en Caracas 2047, "la cosa está muerta; en dos semanas me vendí como mil doscientos yo-yo. Ahora, cada chico tiene el suyo y, aparte, como todo chiche nuevo, ya se les pasó el entusiasmo . Por supuesto, no es verdad: el que ya no se entusiasma es él. O no posee la iniciativa de Ricardo Giménez, un colega de Berutti y Canning, quien el sábado 15 y el domingo 16 organizó un concurso frente a su negocio. La gente y los autos comenzaron a taponar las calles: doscientos chicos armaban malabares. Agentes de la seccional 25ª debieron acudir para descongestionar el tránsito.
En 1968, Coca-Cola, en acuerdo con las casas Russell y Sanz, promocionaron al yo-yo y a la gaseosa. "Nosotros revivimos al juguete", supone Juan Carlos Anderle, gerente de relaciones públicas de la bebida. Según afirma, así se abarató el precio en un cuarenta y nueve por ciento. "Nunca lo consideramos un negocio", se preocupa Anderle.
No piensan lo mismo Trujillo y Jorge Alberto Villar Díaz, jefe de ventas de Sanz S.A., quienes iniciaban, a fin de semana, una gira por Mendoza, Rosario, Santa Fe, Mar del Plata y Tucumán, con la declarada idea de inducir el impacto en el interior argentino. Los apoyarán: el yo-yo profesional deja, al minorista, un veinticinco por ciento de margen.
La demanda no es pareja, sufre altibajos; en la Capital Federal está decreciendo. Actualmente, y sin una razón valedera que lo explique, Azul y Bolívar son las ciudades con mayor interés; los jugueteros reclaman, desesperados, envíos "de cualquier cantidad, la que puedan".
En 1967, un curioso acontecimiento alteraba a Tucumán: sin publicidad ni promoción, los comerciantes recibieron tal demanda, que los teléfonos de Sanz no paraban de tronar. En una parroquia del interior, un inocente cura había armado el tole tole: con tres yo-yo que consiguió en Buenos Aires, organizaba un concurso, durante una kermesse. La novedad prendía, y toda la Provincia jugaba al poco tiempo.
Los más famosos concursos argentinos encontraron la unión del supermercado Gigante con Sanz S.A., y de ésta con Canal 11, en 1965, cuando el cómico Delfor ofrecía 100.000 pesos al ganador. Luego, tras la puja entre Coca-Cola y Pepsi Cola, en aquella locura de las tapitas, el Gobierno sancionó un Decreto, en 1967, prohibiendo los concursos estimulados con premios.
El colombiano Trujillo, materia dispuesta para cualquier sesión de increíbles dibujos, inclusive con un yo-yo en cada mano, asegura que es un juguete de invierno y, no podía esperarse otra definición de él, el más bonito del mundo. "Pero en serio —convence—; a los niños les estimula constantemente el deseo de superarse. Dígame qué otro juguete, en el mundo, produce esa sensación: la de un chico que logró, con lo que tenía ayer, una cosa nueva."
8/VI/71 • PRIMERA PLANA. Nº 436

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