"Doctor Martínez, vengo a exigirle su renuncia de
presidente en ejercicio", resonó la voz metálica del
general José Félix Uriburu en el salón comedor de la Casa
de Gobierno. Frente a él, Enrique Martínez, vicepresidente
en ejercicio de la presidencia desde la noche anterior,
sofocado por el gentío que los rodeaba, repuso: "Yo no
pienso renunciar... no voy a renunciar", pero su frase
quedó truncada. "Piense en la responsabilidad —le advirtió
Uriburu— que sus palabras representan; en los
derramamientos inútiles de sangre". Martínez Insistió: "Yo
no puedo renunciar, no voy a renunciar". Entonces un civil
aprovechó para gritar: "¡EI pueblo exige la renuncia!".
Irritado por esa Inoportuna intromisión, el jefe
revolucionarlo desenfundó su revólver y amenazó: "¡Aquí no
manda nadie más que yo!. Doctor, necesito su última
palabra. Y dese cuenta de la gravedad de la situación".
Emocionado, en voz baja, Martínez musitó: "Me doy cuenta,
pero no renuncio; puede matarme si quiere". "No me crea
tan ingenuo como para trasformarlo a usted en un mártir",
le espetó Uriburu, un tanto Irritado. Y ordenó enseguida a
sus lugartenientes: "Capitán, tome preso a este hombre;
usted doctor Martínez, será responsable de todo lo que
suceda. Coronel, haga bombardear el Arsenal y el
Departamento de Policía".
A solas, el general Agustín P. Justo y Matías Sánchez
Sorondo convencieron a Martínez para que presentara su
renuncia y al cabo de diez minutos el funcionario Luis
Colombo la ponía en manos de Uriburu, quien después de
leerla se la devolvió molesto: "Está mal —dijo cortante—;
aquí dice 6 de agosto y estamos a 6 de setiembre;
corríjanla".
YRIGOYEN SE VA. El preludio del derrocamiento de Yrigoyen
tuvo, desde luego, alternativas de importancia. "La
revolución debió estallar el 30 de agosto conforme al plan
siguiente: sacar las tropas de Campo de Mayo, que estaban
comprometidas en su casi totalidad, acampar en Villa
Devoto y concentrar allí los otros efectivos de El
Palomar, Liniers y San Martín y marchar
de madrugada sobre la Capital. Desde Villa Devoto el
general Uriburu telegrafiaría al presidente de la
República exigiéndole la renuncia". Esto es lo que Carlos
Ibarguren cuenta en sus memorias (Le Historia que he
vivido). Yrigoyen tuvo conocimiento del movimiento que se
preparaba y le restó importancia, pero alarmó a los
miembros del gabinete. La silbatina que el público dedicó
en la Rural al ministro de Agricultura, Juan B. Fleitas,
el último día de agosto y la renuncia del general Luis
Dellepiane, el 3 de septiembre, eran pruebas Irrefutables
de que el gobierno se hundía, y para evitarlo, quedaba un
solo camino: que Yrlgoyen dejara la presidencia.
El viernes 5, a las cuatro y media de la tarde, el doctor
Pedro Escudero, último médico de cabecera del presidente,
llegó a la casa de la calle Brasil 1059 citado por Horacio
Oyhanarte, De la Campa, Elpidio González y Silvio Bonardi
(amigo íntimo de don Hipólito y conocido como el ministro
sin certera). "Perdone nuestra insistencia, doctor —se
disculpó don Elpidio aquella tarde—, pero necesitamos
saber cómo recibiría el presidente Yrigoyen, dada su
delicada salud, una noticia que no podemos ocultarle. La
situación es gravísima." Asombrado, Escudero aseguró que
la salud del presidente no revestía ningún cuidado. "Es
que venimos a pedirle a Yrigoyen que delegue el mando",
agregó. Ambos entraron en la habitación en la que el
presidente descansaba. Adivinando las intenciones de su
ministro, Yrigoyen cortó el diálogo antes de que se
llegara al meollo del tema.
"¡Qué hombre éste!", se lamentó luego el ministro De la
Campa. Elena, la hija de Yrigoyen, penetró entonces en la
salita donde se hallaban los ministros y el médico, y
dijo: "Doctor de la Campa, el presidente prohíbe que aquí
y en ninguna parte se hable de gravedades, y dice que le
lleven a la firma los despachos que tengan". El silencio
fue quebrado por Escudero: "¿Me permiten ustedes que yo,
en calidad de médico, le hable al doctor Yrlgoyen y
procure convencerlo?" Todos accedieron y el médico se
metió en la pieza solo. "Quiero que me escuche, señor
presidente —le dijo—; como médico debo decirle que su
salud necesita cuidados y temo mucho que no pueda resistir
el ímprobo trabajo a que su cargo lo obliga. Le aconsejo,
señor, que deje por breve tiempo las tareas de su cargo y
se someta a una cura de reposo absoluto. Desgraciadamente,
la gravedad de la situación exige que haya una persona al
frente del gobierno, y usted debe, patrióticamente,
delegar el mando en el vicepresidente." Yrigoyen
reflexionó: "Usted es mi médico y debo seguir sus
indicaciones. Porque para eso es usted mi médico. ¿Qué me
aconseja?" "Lo dicho —arriesgó Escudero—: que delegue el
mando." "Está bien, llámelo a Elpidio y que redacte el
decreto."
La noticia sacudió a Buenos Aires a las cinco y media de
la tarde. Lo imposible había sucedido: Yrigoyen delegaba
sus funciones en Enrique Martínez. Para algunos fue un
golpe de audacia tendiente a contener la rebelión; para
otros era el último paso hacia el abismo. Lo primero que
hizo el presidente interino, apenas asumió, fue decretar
el estado de sitio por el término de 30 días.
LOS CAPITANES. Las vacilaciones en torno de la
conspiración del coronel Francisco Reynolds, director del
Colegio Militar, desembocaron finalmente en el cauce de la
sublevación; sin embargo, sus capitanes no compartieron
esa posición. Revolucionarlo en 1905, Reynolds era una
figura de enorme prestigio y su adhesión Involucraba la
ganancia de los sectores más indecisos. "Señores: el
movimiento va a estallar a la una de la madrugada —dijo el
5 a la noche a los capitanes—; el Colegio está
comprometido con la revolución y dentro de pocas horas
llegará aquí el teniente general Uriburu para salir al
frente de los cadetes y demás tropas que se Incorporen a
la columna." Uno de los capitanes habló por sus camaradas
de esta manera: "Coronel, si usted nos hubiera hablado
ayer por la mañana, nosotros lo habríamos acompañado. Pero
ahora ya es tarde. El gobierno ha cambiado". El inesperado
inconveniente no trastrocó los planes de Reynolds, quien
hizo arrestar a los capitanes "aun cuando ello me sea
doloroso".
EL JEFE. A las seis menos cuarto de la mañana del 6 de
septiembre, el general Uriburu (acompañado por los
tenientes coroneles Emilio Kinkelín, Enrique Faccione y
Bautista Molina y los civiles Carlos Salaberry, Rodolfo A.
Fitte y Raúl Guerrico) abandonó la casa de la calle Juncal
y Larrea en la que había permanecido oculto desde las diez
de la noche del día anterior. Dos automóviles aguardaban
para trasladar a esa pequeña comitiva hasta el Colegio
Militar, ubicado entonces en San Martín. "Mi uniforme
había sido enviado cerca del Colegio a la casa de la
señora de Guglielmelli, donde estaba alojado el teniente
coronel Rocco —recordó Uriburu a José Pozzo Ardizzi,
después de la victoria—; yo no sabía que esa casa estaba
ubicada nada menos que frente a la comisaría de San Martín
y la pequeña caravana llamó la atención a la policía. El
comisario Talaeche y un núcleo de agentes armados con
fusiles observaban nuestros movimientos; hubo un momento
en que salieron con sus armas a la calle, pero como
nosotros no hicimos resistencia se nos
dejó avanzar y pudimos entrar sin inconvenientes en la
casa de la señora de Guglielmelli. Estaba dispuesto a no
entregarme, y hasta presumí que ése iba a ser el primer
encuentro previo a la revolución. Posiblemente, si
intentábamos resistir, nos hubieran fusilado sin
consideración."
Mientras que el pequeño Estado Mayor vivía las angustias
del preludio revolucionarlo, en Buenos Aires la vida
cotidiana recomenzaba sin que se notara ningún signo de
anormalidad; lo único que delataba cierta intranquilidad
en el gobierno era el patrullaje del escuadrón de
seguridad por las calles del centro y en las cercanías de
Plaza de Mayo. (La noche anterior la policía había palpado
de armas a los peatones y revisado los automóviles.) Antes
de las diez de la mañana, la gente se apretujó ante las
pizarras de Critica, en la avenida de Mayo, donde se
anunciaba que "se habían sublevado las tropas de Campo de
Mayo al mando del general Uriburu".
Antes de las 6 se pusieron en marcha los legisladores de
la oposición para concentrarse en la quinta del caudillo
conservador Manuel Fresco, en Haedo, desde donde siguieron
camino hasta Campo de Mayo para entrevistarse con el
general Elías Álvarez, jefe de la guarnición. Leopoldo
Melo, Antonio Santamarina, José María Bustillo, Luis
Grisolía, Raúl Díaz y el mismo Fresco Integraron una
comitiva a la que se unieron después Miguel Angel Cárcano,
José Aguirre Cámara, Damián Fernández, Carlos Astrada,
Oscar Gómez Palmés, Nicanor Costa Méndez, José Lucas Penna
y Laureano Landaburu. Una misión parecida impulsó a Héctor
González Iramain, Antonio De Tomaso y Manuel de Alvarado a
entrevistarse con Reynolds en el Colegio Militar. Si bien
los primeros no lograron su objetivo de atraer al general
Álvarez a la revolución, éstos últimos descubrieron, en
cambio, que Reynolds estaba resuelto a acompañarlos.
En las primeras horas de la mañana, centenares de civiles
trataron de ganar la calle en Belgrano y en Flores;
pertenecían al Centro Universitario, capitaneado por
Alberto Viñas y a la Legión de Mayo, dirigida por Daniel
Videla Dorna. En la estación Belgrano R cuarenta
automóviles del Centro Universitario aguardaban en la
plataforma a Uriburu para escoltarlo desde allí hasta San
Martín, mientras que en Flores los "legionarios" esperaban
la orden de ponerse en marcha; pero a Videla Dorna lo
detuvieron antes de que lograra ponerse a la cabeza de sus
hombres. A las siete y media de la mañana la policía creyó
haber desbaratado la Intentona: a Rodolfo Moreno
—sindicado como uno de los más Importantes cabecillas— lo
habían detenido en la seccional 44ª y a Videla Dorna en la
38ª. "Hemos hecho abortar la revolución", se ufanó el jefe
de policía, coronel Graneros, cuando los periodistas le
preguntaron sobre las detenciones efectuadas; pero
Ignoraba que a las 10 y cuarto los 700 cadetes del Colegio
Militar, encabezados por Reynolds, salían por la calle San
Lorenzo en pie de guerra, para dirigirse a la capital.
LAS FUERZAS. Uriburu comenzó su aventura revolucionaria
convencido de que con el trascurrir de las horas otras
unidades se plegarían. "¿Hasta que hora lo espero, mi
teniente general?", le había preguntado Reynolds. "Hasta
que yo llegue", respondió Uriburu. "No, no, necesito saber
hasta qué hora", insistió el director del Colegio Militar.
"Hasta las 15. Si no he llegado a esa hora, usted se
dirige al centro con los cadetes y copa la Casa de
Gobierno."
Intentar la caída de un gobierno con el reducido
contingente del Colegio Militar, era sin duda una aventura
suicida (salvo que se tratara de Yrigoyen), porque las
posiciones militares y el número de hombres parecían aún
desfavorables a Uriburu. Días antes —según los relatos de
Sarobe y del capitán Juan Domingo Perón—, al evaluarse las
unidades adictas, se comprobó que no había ninguna de
importancia.
El 5 por la noche, en la casa de Juncal, Uriburu había
hablado con el coronel Francisco Bosch, para comprometer
al poderoso regimiento 8 de caballería, pero fue en vano.
El 1 de Infantería y los efectivos del Arsenal eran
adversos a los rebeldes mientras que los regimientos 2, 3
y 4 de Infantería eran considerados dudosos por el mismo
Uriburu. Sin mayor entusiasmo podía contarse con el 1 de
artillería, pero lo decisivo era Campo de Mayo, que con
sus 6 mil hombres era adicto al gobierno. Pese al balance
desfavorable de sus fuerzas, Uriburu comisionó a Sánchez
Sorondo para que telegrafiara a Yrigoyen y a Martínez un
texto en estos términos: "En estos momentos marcho sobre
la Capital al frente de tropas de la 1a., 2a. y 3a.
divisiones del Ejército. Debo encontrar, a mi llegada, su
renuncia. Les haré responsables de la sangre que llegue a
verterse para defender a un gobierno unánimemente
repudiado por la opinión".
El Colegio Militar avanzó sin encontrar resistencia y al
llegar a los límites de la ciudad se le plegó una multitud
exaltada; tal vez le hubiera resultado dificultoso sortear
la presencia de un adversarlo decidido. Antes de llegar a
la avenida América (hoy avenida Mosconi), Reynolds ordenó
15 minutos de descanso y reanudada la marcha siguieron por
ella hasta su continuación Olazábal, en la que una
patrulla se apoderó de la comisaría 39ª; Uriburu se
incorporó a los cadetes cuando la columna llegó a Mellán,
y se enteró por el coronel Mayora que los efectivos del 1
y 2 de Infantería —en Palermo— se hallaban en posición de
defensa esperando el paso del Colegio.
En el monumento de los Españoles, desde muy temprano, se
habían ido reuniendo los civiles y al mediodía, aguardando
el paso de los cadetes, la concentración era enorme.
Cuando llegó el general Justo en compañía del coronel
Smith, el público lo recibió Jubilosamente, y trepado
sobre el estribo de un Ford, Justo arengó: "Calma, mesura
y calma. Calma para que no se empañe con ningún acto
desdoroso la empresa patriótica que hemos empezado y que
se va desarrollando en forma deseada. Calma debe ser la
consigna que todos debemos cumplir. El Ejército ha
decidido su acción en una empresa que llevará a cabo y que
la llevará hasta el fin. Dejad al Ejército que sabrá
serenamente cumplir con su deber". A las dos de la tarde,
un aeroplano hizo el reconocimiento de las unidades que se
interpondrían al paso de los cadetes, y Uriburu
conferenció con Reynolds antes de alterar la ruta fijada,
que era por Palermo, Justamente donde el 1 y el 2 de
Infantería habían tomado posiciones de combate. El Colegio
continuó por Mellón hasta Pampa, luego dobló por Crámer
hasta Jorge Newbery, después por Girlbone (hoy Córdoba)
hasta Canning, para tomar allí la secional 25ª. Algunas
cuadras antes, en Córdoba y Darwin, el general Justo se
les unió cuando regresaba de Palermo, y al llegar a
Medrano, Uriburu comisionó a Mayora para que se adelantara
hasta el centro y consiguiera alimento para la tropa. En
la panadería que se hallaba en Sarmiento y Cerrito el
coronel adquirió varias bolsas de pan fresco, que debió
pagar de su bolsillo.
EL GOBIERNO. La mala información proporcionada por sus
servicios de Inteligencia postró al gobierno, el que ni
siquiera tenía una idea exacta de las fuerzas con que
contaba para hacer frente a la rebelión. Algunos allegados
al círculo áulico de Yrigoyen se lamentaban ahora de la
ausencia del general Dellepiane, una columna vertebral
quebrada por el mismo presidente. Tal era el despiste de
que hacían gala los hombres del gabinete que cuando a las
9 de la mañana 24 aviones sobrevolaron el cielo de la
Capital, Elpidio González aseguraba que esos eran
"aparatos del gobierno que hacían un reconocimiento para
observar el movimiento sospechoso de civiles en las
proximidades de la Capital y en los caminos provinciales".
Recién cuando los cadetes llegaron a la calle Pueyrredón,
el gobierno comenzó a dudar de su seguridad. La policía,
que había perdido ya tres seccionales, no se daba por
enterada de los sucesos y diluía sus fuerzas en pistas
falsas.
Las pizarras de los diarios seguían paso a paso los
sucesos de los que el gobierno no tenía conocimiento, como
el encuentro (en Córdoba y Darwin) de Uriburu con Justo.
Horacio Oyhanarte, canciller de Yrigoyen, contaría más
tarde: "Estuve casi todo ese sábado en el domicilio del
doctor Yrigoyen, acompañándolo a causa de su enfermedad.
Cuando me enteré de que la columna revolucionarla, que ya
había llegado al centro de la ciudad, se dirigía hacia la
Casa de Gobierno, abandoné por algunos momentos al
presidente con el objeto de trasladarme al palacio
gubernamental, al que llegué en el preciso momento en que
se le levantaba una bandera de parlamento. Intenté
organizar la defensa, pero ya era tarde, pues la
muchedumbre Invadía la sede del Poder Ejecutivo. En
presencia del cariz que adquirían los acontecimientos,
volví inmediatamente al domicilio particular del
presidente Yrigoyen, quien ignoraba lo que ocurría en las
calles de la ciudad. Comprendiendo que la situación se
ponía grave, mi única preocupación fue tratar de salvar a
Yrigoyen. Para ello quise trasladarme a uno de los buques
de la Armada surtos en el puerto, pero aquello era un
desconcierto total. El ministro de Marina no aparecía por
ningún lado, los teléfonos de la Casa de Gobierno no
funcionaban. Tampoco se sabía dónde encontrar algunos
agentes de policía. Expliqué entonces al presidente la
verdadera situación y combinamos con su médico en
trasladarlo a La Plata".
EL FIN. A las cuatro y media de la tarde, en el Arsenal de
Guerra continuaban reunidos en consejo los generales
Severo Toranzo, Enrique Mosconi, Nicasio Adalid, Elías
Álvarez y José Marcilese, el ministro Elpidio González y
el coronel Casanovas, pero ya era muy poco lo que podían
hacer por Yrlgoyen, quien también parecía abandonarlos. La
mayoría de las unidades se proclamaban revolucionarlas.
En Córdoba y Callao, Uriburu recibió al edecán naval de la
presidencia que traía este mensaje: "El doctor Martínez lo
invita a conferenciar en la Casa de Gobierno". El general
respondió: "Dígale al doctor Martínez que la única
conversación que tenemos que sostener es sobre la entrega
lisa y llana del poder". Una advertencia premonitoria
llegó también a oídos de Uriburu: "En el Congreso hay
gente armada que nos está aguardando; sería conveniente
que usted cambie este automóvil descubierto por otro
cerrado". "No Insista, mi amigo —bromeó—, porque si me
convence de lo que está diciendo me va a obligar a
sentarme encima de la capota." Pero al llegar a Callao y
Rivadavia una ráfaga de ametralladoras fue descargada
desde las ventanas del Congreso y otra de uno de los pisos
de la confitería del Molino, sobre los cadetes. Dos de
ellos cayeron muertos: Jorge Güemes y Carlos Larguía.
Otros 16 quedaron heridos Junto con el coronel Fasola
Castaño y el teniente primero Alberto Oliveira Cézar,
después de un tiroteo que duró más de cuarenta minutos.
Esa fue la única resistencia seria, aunque inútil y
desesperada, que debieron enfrentar los revolucionarlos. A
las cinco y media de la tarde, desde el diario oficialista
La Epoca fueron disparados algunos tiros contra la
multitud. Media hora más tarde, La Epoca fue asaltada e
incendiada por los civiles revolucionarios. Agobiado por
una semana de fiebre, a las seis, Yrigoyen salió
acompañado por un puñado de fieles y partió en un
automóvil rumbo a La Plata. Allí se entregó al Jefe del
regimiento 7 y firmó su dimisión.
"En el momento en que llegaba con mi automóvil blindado a
la explanada de Rivadavia y 25 de Mayo —decía el entonces
capitán Perón—, en el balcón del primer piso había
numerosos ciudadanos que tenían un busto de mármol blanco
y que lo lanzaron a la calle donde se rompió en pedazos,
uno de los cuales me entregó un ciudadano que me dijo:
Tome, mi capitán, guárdelo de recuerdo y que mientras la
patria tenga soldados como ustedes, no entre ningún peludo
más en esta casa".
A las diez de la noche, esa misma multitud descontrolada
elegía como blanco la humilde casa de Brasil 1059 de la
que serían sacados a la calle los muebles y algunos
cacharros de Yrlgoyen, para hacer una pira con ellos y
tratar de reducir su recuerdo a cenizas.
PANORAMA, JUNIO 23, 1970
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