La Argentina de los años 30
V-LA REVOLUCION DEL 6 DE SEPTIEMBRE
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"Doctor Martínez, vengo a exigirle su renuncia de presidente en ejercicio", resonó la voz metálica del general José Félix Uriburu en el salón comedor de la Casa de Gobierno. Frente a él, Enrique Martínez, vicepresidente en ejercicio de la presidencia desde la noche anterior, sofocado por el gentío que los rodeaba, repuso: "Yo no pienso renunciar... no voy a renunciar", pero su frase quedó truncada. "Piense en la responsabilidad —le advirtió Uriburu— que sus palabras representan; en los derramamientos inútiles de sangre". Martínez Insistió: "Yo no puedo renunciar, no voy a renunciar". Entonces un civil aprovechó para gritar: "¡EI pueblo exige la renuncia!". Irritado por esa Inoportuna intromisión, el jefe revolucionarlo desenfundó su revólver y amenazó: "¡Aquí no manda nadie más que yo!. Doctor, necesito su última palabra. Y dese cuenta de la gravedad de la situación". Emocionado, en voz baja, Martínez musitó: "Me doy cuenta, pero no renuncio; puede matarme si quiere". "No me crea tan ingenuo como para trasformarlo a usted en un mártir", le espetó Uriburu, un tanto Irritado. Y ordenó enseguida a sus lugartenientes: "Capitán, tome preso a este hombre; usted doctor Martínez, será responsable de todo lo que suceda. Coronel, haga bombardear el Arsenal y el Departamento de Policía".
A solas, el general Agustín P. Justo y Matías Sánchez Sorondo convencieron a Martínez para que presentara su renuncia y al cabo de diez minutos el funcionario Luis Colombo la ponía en manos de Uriburu, quien después de leerla se la devolvió molesto: "Está mal —dijo cortante—; aquí dice 6 de agosto y estamos a 6 de setiembre; corríjanla".

YRIGOYEN SE VA. El preludio del derrocamiento de Yrigoyen tuvo, desde luego, alternativas de importancia. "La revolución debió estallar el 30 de agosto conforme al plan siguiente: sacar las tropas de Campo de Mayo, que estaban comprometidas en su casi totalidad, acampar en Villa Devoto y concentrar allí los otros efectivos de El Palomar, Liniers y San Martín y marchar de madrugada sobre la Capital. Desde Villa Devoto el general Uriburu telegrafiaría al presidente de la República exigiéndole la renuncia". Esto es lo que Carlos Ibarguren cuenta en sus memorias (Le Historia que he vivido). Yrigoyen tuvo conocimiento del movimiento que se preparaba y le restó importancia, pero alarmó a los miembros del gabinete. La silbatina que el público dedicó en la Rural al ministro de Agricultura, Juan B. Fleitas, el último día de agosto y la renuncia del general Luis Dellepiane, el 3 de septiembre, eran pruebas Irrefutables de que el gobierno se hundía, y para evitarlo, quedaba un solo camino: que Yrlgoyen dejara la presidencia.
El viernes 5, a las cuatro y media de la tarde, el doctor Pedro Escudero, último médico de cabecera del presidente, llegó a la casa de la calle Brasil 1059 citado por Horacio Oyhanarte, De la Campa, Elpidio González y Silvio Bonardi (amigo íntimo de don Hipólito y conocido como el ministro sin certera). "Perdone nuestra insistencia, doctor —se disculpó don Elpidio aquella tarde—, pero necesitamos saber cómo recibiría el presidente Yrigoyen, dada su delicada salud, una noticia que no podemos ocultarle. La situación es gravísima." Asombrado, Escudero aseguró que la salud del presidente no revestía ningún cuidado. "Es que venimos a pedirle a Yrigoyen que delegue el mando", agregó. Ambos entraron en la habitación en la que el presidente descansaba. Adivinando las intenciones de su ministro, Yrigoyen cortó el diálogo antes de que se llegara al meollo del tema.
"¡Qué hombre éste!", se lamentó luego el ministro De la Campa. Elena, la hija de Yrigoyen, penetró entonces en la salita donde se hallaban los ministros y el médico, y dijo: "Doctor de la Campa, el presidente prohíbe que aquí y en ninguna parte se hable de gravedades, y dice que le lleven a la firma los despachos que tengan". El silencio fue quebrado por Escudero: "¿Me permiten ustedes que yo, en calidad de médico, le hable al doctor Yrlgoyen y procure convencerlo?" Todos accedieron y el médico se metió en la pieza solo. "Quiero que me escuche, señor presidente —le dijo—; como médico debo decirle que su salud necesita cuidados y temo mucho que no pueda resistir el ímprobo trabajo a que su cargo lo obliga. Le aconsejo, señor, que deje por breve tiempo las tareas de su cargo y se someta a una cura de reposo absoluto. Desgraciadamente, la gravedad de la situación exige que haya una persona al frente del gobierno, y usted debe, patrióticamente, delegar el mando en el vicepresidente." Yrigoyen reflexionó: "Usted es mi médico y debo seguir sus indicaciones. Porque para eso es usted mi médico. ¿Qué me aconseja?" "Lo dicho —arriesgó Escudero—: que delegue el mando." "Está bien, llámelo a Elpidio y que redacte el decreto."
La noticia sacudió a Buenos Aires a las cinco y media de la tarde. Lo imposible había sucedido: Yrigoyen delegaba sus funciones en Enrique Martínez. Para algunos fue un golpe de audacia tendiente a contener la rebelión; para otros era el último paso hacia el abismo. Lo primero que hizo el presidente interino, apenas asumió, fue decretar el estado de sitio por el término de 30 días.

LOS CAPITANES. Las vacilaciones en torno de la conspiración del coronel Francisco Reynolds, director del Colegio Militar, desembocaron finalmente en el cauce de la sublevación; sin embargo, sus capitanes no compartieron
esa posición. Revolucionarlo en 1905, Reynolds era una figura de enorme prestigio y su adhesión Involucraba la ganancia de los sectores más indecisos. "Señores: el movimiento va a estallar a la una de la madrugada —dijo el 5 a la noche a los capitanes—; el Colegio está comprometido con la revolución y dentro de pocas horas llegará aquí el teniente general Uriburu para salir al frente de los cadetes y demás tropas que se Incorporen a la columna." Uno de los capitanes habló por sus camaradas de esta manera: "Coronel, si usted nos hubiera hablado ayer por la mañana, nosotros lo habríamos acompañado. Pero ahora ya es tarde. El gobierno ha cambiado". El inesperado inconveniente no trastrocó los planes de Reynolds, quien hizo arrestar a los capitanes "aun cuando ello me sea doloroso".

EL JEFE. A las seis menos cuarto de la mañana del 6 de septiembre, el general Uriburu (acompañado por los tenientes coroneles Emilio Kinkelín, Enrique Faccione y Bautista Molina y los civiles Carlos Salaberry, Rodolfo A. Fitte y Raúl Guerrico) abandonó la casa de la calle Juncal y Larrea en la que había permanecido oculto desde las diez de la noche del día anterior. Dos automóviles aguardaban para trasladar a esa pequeña comitiva hasta el Colegio Militar, ubicado entonces en San Martín. "Mi uniforme había sido enviado cerca del Colegio a la casa de la señora de Guglielmelli, donde estaba alojado el teniente coronel Rocco —recordó Uriburu a José Pozzo Ardizzi, después de la victoria—; yo no sabía que esa casa estaba ubicada nada menos que frente a la comisaría de San Martín y la pequeña caravana llamó la atención a la policía. El comisario Talaeche y un núcleo de agentes armados con fusiles observaban nuestros movimientos; hubo un momento en que salieron con sus armas a la calle, pero como nosotros no hicimos resistencia se nos
dejó avanzar y pudimos entrar sin inconvenientes en la casa de la señora de Guglielmelli. Estaba dispuesto a no entregarme, y hasta presumí que ése iba a ser el primer encuentro previo a la revolución. Posiblemente, si intentábamos resistir, nos hubieran fusilado sin consideración."
Mientras que el pequeño Estado Mayor vivía las angustias del preludio revolucionarlo, en Buenos Aires la vida cotidiana recomenzaba sin que se notara ningún signo de anormalidad; lo único que delataba cierta intranquilidad en el gobierno era el patrullaje del escuadrón de seguridad por las calles del centro y en las cercanías de Plaza de Mayo. (La noche anterior la policía había palpado de armas a los peatones y revisado los automóviles.) Antes de las diez de la mañana, la gente se apretujó ante las pizarras de Critica, en la avenida de Mayo, donde se anunciaba que "se habían sublevado las tropas de Campo de Mayo al mando del general Uriburu".
Antes de las 6 se pusieron en marcha los legisladores de la oposición para concentrarse en la quinta del caudillo conservador Manuel Fresco, en Haedo, desde donde siguieron camino hasta Campo de Mayo para entrevistarse con el general Elías Álvarez, jefe de la guarnición. Leopoldo Melo, Antonio Santamarina, José María Bustillo, Luis Grisolía, Raúl Díaz y el mismo Fresco Integraron una comitiva a la que se unieron después Miguel Angel Cárcano, José Aguirre Cámara, Damián Fernández, Carlos Astrada, Oscar Gómez Palmés, Nicanor Costa Méndez, José Lucas Penna y Laureano Landaburu. Una misión parecida impulsó a Héctor González Iramain, Antonio De Tomaso y Manuel de Alvarado a entrevistarse con Reynolds en el Colegio Militar. Si bien los primeros no lograron su objetivo de atraer al general Álvarez a la revolución, éstos últimos descubrieron, en cambio, que Reynolds estaba resuelto a acompañarlos.
En las primeras horas de la mañana, centenares de civiles trataron de ganar la calle en Belgrano y en Flores; pertenecían al Centro Universitario, capitaneado por Alberto Viñas y a la Legión de Mayo, dirigida por Daniel Videla Dorna. En la estación Belgrano R cuarenta automóviles del Centro Universitario aguardaban en la plataforma a Uriburu para escoltarlo desde allí hasta San Martín, mientras que en Flores los "legionarios" esperaban la orden de ponerse en marcha; pero a Videla Dorna lo detuvieron antes de que lograra ponerse a la cabeza de sus hombres. A las siete y media de la mañana la policía creyó haber desbaratado la Intentona: a Rodolfo Moreno —sindicado como uno de los más Importantes cabecillas— lo habían detenido en la seccional 44ª y a Videla Dorna en la 38ª. "Hemos hecho abortar la revolución", se ufanó el jefe de policía, coronel Graneros, cuando los periodistas le preguntaron sobre las detenciones efectuadas; pero Ignoraba que a las 10 y cuarto los 700 cadetes del Colegio Militar, encabezados por Reynolds, salían por la calle San Lorenzo en pie de guerra, para dirigirse a la capital.

LAS FUERZAS. Uriburu comenzó su aventura revolucionaria convencido de que con el trascurrir de las horas otras unidades se plegarían. "¿Hasta que hora lo espero, mi teniente general?", le había preguntado Reynolds. "Hasta que yo llegue", respondió Uriburu. "No, no, necesito saber hasta qué hora", insistió el director del Colegio Militar. "Hasta las 15. Si no he llegado a esa hora, usted se dirige al centro con los cadetes y copa la Casa de Gobierno."
Intentar la caída de un gobierno con el reducido contingente del Colegio Militar, era sin duda una aventura suicida (salvo que se tratara de Yrigoyen), porque las posiciones militares y el número de hombres parecían aún desfavorables a Uriburu. Días antes —según los relatos de Sarobe y del capitán Juan Domingo Perón—, al evaluarse las unidades adictas, se comprobó que no había ninguna de importancia.
El 5 por la noche, en la casa de Juncal, Uriburu había hablado con el coronel Francisco Bosch, para comprometer al poderoso regimiento 8 de caballería, pero fue en vano. El 1 de Infantería y los efectivos del Arsenal eran adversos a los rebeldes mientras que los regimientos 2, 3 y 4 de Infantería eran considerados dudosos por el mismo Uriburu. Sin mayor entusiasmo podía contarse con el 1 de artillería, pero lo decisivo era Campo de Mayo, que con sus 6 mil hombres era adicto al gobierno. Pese al balance desfavorable de sus fuerzas, Uriburu comisionó a Sánchez Sorondo para que telegrafiara a Yrigoyen y a Martínez un texto en estos términos: "En estos momentos marcho sobre la Capital al frente de tropas de la 1a., 2a. y 3a. divisiones del Ejército. Debo encontrar, a mi llegada, su renuncia. Les haré responsables de la sangre que llegue a verterse para defender a un gobierno unánimemente repudiado por la opinión".
El Colegio Militar avanzó sin encontrar resistencia y al llegar a los límites de la ciudad se le plegó una multitud exaltada; tal vez le hubiera resultado dificultoso sortear la presencia de un adversarlo decidido. Antes de llegar a la avenida América (hoy avenida Mosconi), Reynolds ordenó 15 minutos de descanso y reanudada la marcha siguieron por ella hasta su continuación Olazábal, en la que una patrulla se apoderó de la comisaría 39ª; Uriburu se incorporó a los cadetes cuando la columna llegó a Mellán, y se enteró por el coronel Mayora que los efectivos del 1 y 2 de Infantería —en Palermo— se hallaban en posición de defensa esperando el paso del Colegio.
En el monumento de los Españoles, desde muy temprano, se habían ido reuniendo los civiles y al mediodía, aguardando el paso de los cadetes, la concentración era enorme. Cuando llegó el general Justo en compañía del coronel Smith, el público lo recibió Jubilosamente, y trepado sobre el estribo de un Ford, Justo arengó: "Calma, mesura y calma. Calma para que no se empañe con ningún acto desdoroso la empresa patriótica que hemos empezado y que se va desarrollando en forma deseada. Calma debe ser la consigna que todos debemos cumplir. El Ejército ha decidido su acción en una empresa que llevará a cabo y que la llevará hasta el fin. Dejad al Ejército que sabrá serenamente cumplir con su deber". A las dos de la tarde, un aeroplano hizo el reconocimiento de las unidades que se interpondrían al paso de los cadetes, y Uriburu conferenció con Reynolds antes de alterar la ruta fijada, que era por Palermo, Justamente donde el 1 y el 2 de Infantería habían tomado posiciones de combate. El Colegio continuó por Mellón hasta Pampa, luego dobló por Crámer hasta Jorge Newbery, después por Girlbone (hoy Córdoba) hasta Canning, para tomar allí la secional 25ª. Algunas cuadras antes, en Córdoba y Darwin, el general Justo se les unió cuando regresaba de Palermo, y al llegar a Medrano, Uriburu comisionó a Mayora para que se adelantara hasta el centro y consiguiera alimento para la tropa. En la panadería que se hallaba en Sarmiento y Cerrito el coronel adquirió varias bolsas de pan fresco, que debió pagar de su bolsillo.

EL GOBIERNO. La mala información proporcionada por sus servicios de Inteligencia postró al gobierno, el que ni siquiera tenía una idea exacta de las fuerzas con que contaba para hacer frente a la rebelión. Algunos allegados al círculo áulico de Yrigoyen se lamentaban ahora de la ausencia del general Dellepiane, una columna vertebral quebrada por el mismo presidente. Tal era el despiste de que hacían gala los hombres del gabinete que cuando a las 9 de la mañana 24 aviones sobrevolaron el cielo de la Capital, Elpidio González aseguraba que esos eran "aparatos del gobierno que hacían un reconocimiento para observar el movimiento sospechoso de civiles en las proximidades de la Capital y en los caminos provinciales". Recién cuando los cadetes llegaron a la calle Pueyrredón, el gobierno comenzó a dudar de su seguridad. La policía, que había perdido ya tres seccionales, no se daba por enterada de los sucesos y diluía sus fuerzas en pistas falsas.
Las pizarras de los diarios seguían paso a paso los sucesos de los que el gobierno no tenía conocimiento, como el encuentro (en Córdoba y Darwin) de Uriburu con Justo. Horacio Oyhanarte, canciller de Yrigoyen, contaría más tarde: "Estuve casi todo ese sábado en el domicilio del doctor Yrigoyen, acompañándolo a causa de su enfermedad. Cuando me enteré de que la columna revolucionarla, que ya había llegado al centro de la ciudad, se dirigía hacia la Casa de Gobierno, abandoné por algunos momentos al presidente con el objeto de trasladarme al palacio gubernamental, al que llegué en el preciso momento en que se le levantaba una bandera de parlamento. Intenté organizar la defensa, pero ya era tarde, pues la muchedumbre Invadía la sede del Poder Ejecutivo. En presencia del cariz que adquirían los acontecimientos, volví inmediatamente al domicilio particular del presidente Yrigoyen, quien ignoraba lo que ocurría en las calles de la ciudad. Comprendiendo que la situación se ponía grave, mi única preocupación fue tratar de salvar a Yrigoyen. Para ello quise trasladarme a uno de los buques de la Armada surtos en el puerto, pero aquello era un desconcierto total. El ministro de Marina no aparecía por ningún lado, los teléfonos de la Casa de Gobierno no funcionaban. Tampoco se sabía dónde encontrar algunos agentes de policía. Expliqué entonces al presidente la verdadera situación y combinamos con su médico en trasladarlo a La Plata".

EL FIN. A las cuatro y media de la tarde, en el Arsenal de Guerra continuaban reunidos en consejo los generales Severo Toranzo, Enrique Mosconi, Nicasio Adalid, Elías Álvarez y José Marcilese, el ministro Elpidio González y el coronel Casanovas, pero ya era muy poco lo que podían hacer por Yrlgoyen, quien también parecía abandonarlos. La mayoría de las unidades se proclamaban revolucionarlas.
En Córdoba y Callao, Uriburu recibió al edecán naval de la presidencia que traía este mensaje: "El doctor Martínez lo invita a conferenciar en la Casa de Gobierno". El general respondió: "Dígale al doctor Martínez que la única conversación que tenemos que sostener es sobre la entrega lisa y llana del poder". Una advertencia premonitoria llegó también a oídos de Uriburu: "En el Congreso hay gente armada que nos está aguardando; sería conveniente que usted cambie este automóvil descubierto por otro cerrado". "No Insista, mi amigo —bromeó—, porque si me convence de lo que está diciendo me va a obligar a sentarme encima de la capota." Pero al llegar a Callao y Rivadavia una ráfaga de ametralladoras fue descargada desde las ventanas del Congreso y otra de uno de los pisos de la confitería del Molino, sobre los cadetes. Dos de ellos cayeron muertos: Jorge Güemes y Carlos Larguía. Otros 16 quedaron heridos Junto con el coronel Fasola Castaño y el teniente primero Alberto Oliveira Cézar, después de un tiroteo que duró más de cuarenta minutos. Esa fue la única resistencia seria, aunque inútil y desesperada, que debieron enfrentar los revolucionarlos. A las cinco y media de la tarde, desde el diario oficialista La Epoca fueron disparados algunos tiros contra la multitud. Media hora más tarde, La Epoca fue asaltada e incendiada por los civiles revolucionarios. Agobiado por una semana de fiebre, a las seis, Yrigoyen salió acompañado por un puñado de fieles y partió en un automóvil rumbo a La Plata. Allí se entregó al Jefe del regimiento 7 y firmó su dimisión.
"En el momento en que llegaba con mi automóvil blindado a la explanada de Rivadavia y 25 de Mayo —decía el entonces capitán Perón—, en el balcón del primer piso había numerosos ciudadanos que tenían un busto de mármol blanco y que lo lanzaron a la calle donde se rompió en pedazos, uno de los cuales me entregó un ciudadano que me dijo: Tome, mi capitán, guárdelo de recuerdo y que mientras la patria tenga soldados como ustedes, no entre ningún peludo más en esta casa".
A las diez de la noche, esa misma multitud descontrolada elegía como blanco la humilde casa de Brasil 1059 de la que serían sacados a la calle los muebles y algunos cacharros de Yrlgoyen, para hacer una pira con ellos y tratar de reducir su recuerdo a cenizas.
PANORAMA, JUNIO 23, 1970

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6 de septiembre de 1930
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