Investigaciones
Peligros, largas esperas y bromas pésimas: La noche de un patrullero
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del sitio
Quince días atrás, el coronel (RE) Carlos A. Muzio, jefe de la Policía Federal, captó en el radioteléfono de su automóvil una apremiante denuncia: a pocas cuadras del sitio que él atravesaba en ese momento, dos falsificadoras de dólares procuraban canjear una fuerte suma. Muzio enderezó su vehículo hasta la intersección de Paraguay y Florida, caminó luego hasta el número 918 de esta calle y detuvo sin la menor violencia a las empeñosas infractoras. Toda esa veloz operación empezó a gestarse cuando un desconocido disco el 37-1111 y disparó su alerta a través de la línea.
37-1111. La cifra es ya una especie de mito en el mundo de Buenos Aires, un santo y seña para la protección de la ciudad. Corresponde al Comando Radioeléctrico de la Policía Federal, o si se prefiere, a una vasta sala de cien metros cuadrados donde vigilan, atisban y hormiguean, sin la menor tregua, los encargados de dirigir a 50 agentes y oficiales, consagrados a la represión rápida de todo delito. En el sitio se despliegan nueve aparatos incansables (1111, 2, 3 y hasta el 9), junto a otros 6 que pueden conectarse en un respiro con la Asistencia Pública y el Tesoro Nacional. Más allá, hay 5 cabinas desde las cuales puede establecerse comunicación con patrulleros, motonetas, comisarías, controles de trasmisión central y también, claro que sí, con la Presidencia de la República Frente a este universo alimentado y consumido por el apuro, se extiende un gran mapa de señalización, con diminutos automóviles imantados en su superficie: cada punto rojo indica el sitio preciso donde ahora, ahora mismo, un patrullero espera su turno para repeler el crimen. El total de automóviles es de 50, pero rara vez están todos en servicio; las reparaciones son también imprescindibles en ese reino de la acción.

En 5 minutos
Si un mediodía cualquiera, 30 ó 35 hombres atestados de ametralladoras
y pistolas cercasen en pleno centro a un camión blindado del Banco Central; si, al propio tiempo, alguien de la ajetreada muchedumbre corriese para discar el 37-1111, todos los efectivos del Comando Radioeléctrico inundarían el sitio en 7 u 8 minutos. Seguramente antes de ese plazo, ya algunos automóviles patrulleros habrían rodeado con celeridad esa área riesgosa, al oír la denuncia desde sus radioteléfonos. Una sola cifra de 6 números ha dejado al delito casi sin oportunidad de quedar impune.
Detrás de esa organización compleja se mueve un hombre que pretende ser sencillo: el subcomisario Antonio Amato, jefe del comando. Amato tiene 43 años y está casado desde hace 7 con una mujer excepcionalmente hermosa; también a ella le es familiar el riesgo: entre sus parientes, hay tres policías. Sin embargo, no parece conforme con tanta zozobra.

Códigos para la lucha
Hace diez días, dos observadores de PRIMERA PLANA fueron enviados para convivir con los agentes del Comando, para investigar sus esperas, sus tensiones y sus golpes de acción. El primer par de horas fue una suerte de vacío en medio del tumulto: los teléfonos golpeteaban para nada; un llamado inútil tras otro; alguna consulta lanzada en medio de la noche quizá para quebrar la soledad o el tedio.
"¿Hola? ¿Comando? ¿Qué puedo tomar desde Puente Alsina hasta la calle San Martín?", o bien: "¿Cuánto marca el termómetro en este momento?" Si es posible, si nada urge, esas inocentes inquisiciones no quedan sin respuesta. Pero perturban el afanoso ajetreo del Comando. Hasta pocas semanas atrás, esas llamadas y otras meramente irónicas ("Mi perfume tiene un aroma distinto... ¿Qué hago?") eran mayoría: un 80 por ciento en cada jornada; ahora han quedado reducidas a la mitad. Sin tanta irritante broma, el número 37-1111 quedaría con las manos más libres.
Pero de repente, en cualquier momento, un llamado de verdadera alarma puede crepitar al otro lado de la línea. En la noche de hace diez días se escuchó éste, por ejemplo: "Apúrense. no se puede perder tiempo. Cuatro hombres están asaltando un almacén en Mataderos." Pero, ¿quién llama? ¿Y desde dónde? El Comando verifica hasta el último detalle, reserva sus músculos y su esfuerzo para el momento en que debe enfrentarse con el crimen.
Ahora sí empiezan a desplegarse códigos a través del tubo, apretados jeroglíficos que servirán para alterar los puntitos rojos del gran mapa, para lanzarlos a la pelea. Patrulleros 202, 41 y 50, QTH, indica una voz en la gran sala. QRV, responde alguien desde los automóviles. Y después, una pausa; el hormigueo espera, atisba, escapa: QSL. Y desde la sala: OK. Ese tumulto de siglas tiene un significado preciso, expresa frases o palabras: Posición, Preparado, a recibir, Comprendido, Terminado. Y en cada una de esas palabras hay un germen de acción, de movimiento, de kilómetros por hora.
El subcomisario Amato lanza instrucciones en voz alta. Tres hombres llegan corriendo y se encaraman a uno de los automóviles. La sirena es como una explosión en las calles silenciosas. Hacia Mataderos, volando... El radioteléfono del coche no tiene tregua; 3, 4, 8 llamados a la sede del Comando van repitiéndose durante la travesía. "¿Alguna novedad?", inquiere Amato. "Una que todavía no hemos confirmado", responde el operador. "Se ha producido un tiroteo en el almacén..."

La última bala
En menos de 20 minutos, el automóvil ha cortado la ciudad, desde Moreno al 1500 hasta el barrio de Mataderos. Otro coche de la patrulla ya está en el sitio, y de entre las sombras lechosas salen 5 policías con armas largas. Alguien se les había adelantado: al empezar el asalto, un cabo vestido de civil, casual huésped del almacén, advirtió la amenaza que cuatro hombres ejercían contra el dueño, pistolas en mano. Retrocedió unos pasos, se parapetó tras un árbol y comenzó a vaciar su revólver. Los agresores, con diez mil pesos y un cofrecito de joyas en sus bolsillos, intentaron defenderse. Quince relámpagos estruendosos rasgaron el ambiente. Alguno cayó herido. Otro, al huir, se deslizó a medio metro del árbol donde el cabo se refugiaba; éste gatillo, una y otra vez, inútilmente: no le quedaba una sola bala en la recámara. Sin amedrentarse, descargó un golpe con la culata de su arma sobre la cabeza del delincuente. Lo alcanzó en una oreja, la derecha. Un tumulto de linternas se desplegó por los alrededores; aquí y allá, sobre la calzada, la acera o el barro, unos tenues hilos de sangre delataban el rumbo de los fugitivos. En abanico, los automóviles patrulleros se desplegaron por la zona. A las dos horas, los asaltantes fueron capturados. El radioteléfono, secamente, derramó las palabras finales: 41 QTH. La operación ha terminado. Desde el Comando respondieron: OK. Siga su ruta.

Otra ronda en la noche
Dos días después, un nuevo grupo de periodistas de PRIMERA PLANA emprendió otra gira por Buenos Aires. Esta vez, lo importante era ser testigos de una operación de rutina, investigar los métodos que sigue el Comando para prevenir la delincuencia. En una calle u otra, al azar, taxis y automóviles particulares eran abruptamente detenidos. "Es sólo un momento, por favor." Las luces de las linternas golpeaban el interior de cada vehículo, observaban sus resquicios y sus pequeñas grietas. A menudo, los ocupantes debían prestarse a una verificación sobre tenencia de armas. Nada o muy poco era la consecuencia.
El subcomisario Amato admite que el Comando tuvo 42 éxitos desde que empezó a actuar verdaderamente (hacia mediados de junio): evitó un crimen familiar, detuvo a tres asaltantes poco después de que agredieran a un transeúnte, apresó a un demente que acababa de asesinar a un desconocido, impidió suicidios y obtuvo en 20 minutos medio litro de sangre del tipo 0RH negativo para un moribundo. Contrariamente, Amato parece remiso a dar cuenta de sus fracasos; indica que hubo muy pocos, y que todos ellos debiéronse a la demora con que los afectados discaron la cifra protectora.

Lo necesario
Más allá de ese mundo diverso y complicado como la vida misma, cientos de problemas prácticos se agitan detrás del Comando: el coronel Muzio estima que, pese a todo, es necesario mejorar la acción del cuerpo y ampliar su radio de operaciones. Para 15.000 manzanas en la Capital Federal hay sólo 50 automóviles patrulleros. Una sola comisaría, la número 45, cuenta con un automóvil para repeler y prevenir el delito en 500 manzanas. Muzio quisiera que los coches fuesen más rápidos, que corriesen a 200 en vez de a 120 kilómetros por hora. Hace 3 semanas, un patrullero perdió la pista de un grupo de asaltantes porque no pudo alcanzar el vehículo en el que éstos huían.
Pero, ¿y después? Para el jefe de la Policía Federal, se está sólo en el principio: será necesario, ha dicho, que cada coche lleve camillas para trasladar heridos, botiquines para auxiliarlos rápidamente, extintores de incendios, alacenas con alimentos y termos con bebidas calientes para aliviar la espera. Quizá, más adelante, cada patrullero se sirva también de un circuito cerrado de televisión. Entonces, sólo entonces, la eficiencia puede ser perfecta.
Todo hombre del Comando, agente u oficial, gana exactamente lo mismo que el resto de los policías. Y trabaja tanto como ellos: 6 horas por jornada, aunque a menudo deben cumplir turnos extras como refuerzos. El sueldo de Amato es de 21.000 pesos. Las bonificaciones lo elevan a 36.700.
En medio de la noche, cada edificio, cada puerta a oscuras, cada automóvil acelerado, cada hombre en actitud de espera, parece una señal de delito. Las linternas y las sirenas deben investigar, vaticinar, deslindar lo normal de lo que no lo es. Porque el deber del Comando no es sólo aguardar hasta que el crimen estalle. Antes de eso, está obligado a adivinarlo, a sentirlo en la piel como una descarga de electricidad.
Revista Primera Plana
27 de agosto de 1963

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