ARMANDO DISCEPOLO Y UNA HISTORIA DE FRUSTRACIONES
INCOMPRENSIBLES, OSCURAS: SU PIEZA "CREMONA" NO SERA
ESTRENADA PORQUE EL HA DECIDIDO RETIRARLA. EL VIEJO
MAESTRO DEL TEATRO ARGENTINO —CUYAS OBRAS, PARA MUCHOS,
ESTAN ENTRE LAS MEJORES DEL TEATRO CONTEMPORANEO EN EL
MUNDO— EXPLICA EN UNA CARTA LOS MOTIVOS DE SU DECISION. EN
ELLA CUESTIONA LOS MECANISMOS QUE MUEVEN LA CULTURA
NACIONAL.
"NO PODIA CALLAR ¿SERVIRA PARA ALGO?"
Faltaban algunos meses del año 1968. Edmundo Guibourg,
presidente de ARGENTORES, lee "CREMONA". Elogios de viejo
amigo. Guibourg habla con Carlos Gorostiza, el dramaturgo.
Lee mi pieza. Me llama por teléfono. Dice: "Esta pieza hay
que estrenarla pronto, ya. ¿Quiere usted que la conozca
Bonet?" Osvaldo Bonet era el director artístico del Teatro
Nacional Cervantes. Digo que sí. No sabía yo lo que hacía.
El director artístico va a buscarme a ARGENTORES. Insisto:
va a buscarme. La Junta está reunida y soy miembro de
ella. A los tres minutos salgo. El director del Teatro
Cervantes está en el hall, de pie, escribiendo en un
papelucho de bolsillo. Me dice: "Yo ignoraba que en el
teatro argentino había una obra de esta importancia." Me
pareció una opinión disgustante del teatro nuestro.
Agregó: "Quiero estrenarla en el Cervantes, si no me
echan." En la hoja que escribía y que guardó, repite: "si
no me echan." Lo echan. Repito sus palabras. Pasan largos
días, semanas de cerrado silencio. Quiero mi libro. Me
encuentro al ex director del Cervantes. De pronto una
noticia. El ex director del Teatro Cervantes ha sido
nombrado director del Teatro Municipal General San Martín.
Lo busco. No lo encuentro. Telefoneo. Voces de secretarias
dicen: "No está." "Ha salido." "No sé a qué hora volverá."
"Hoy no viene." ¿Estas muchachas tan cordiales —me
pregunto— no le dirán que yo lo llamo? Un día de suerte
una voz de mujer me contesta: "Sí, el señor director está
en el teatro. Atienda." Con mucho miedo espero. "Hola."
"Quiero mi libreto." "No le doy su libreto. Inicio la
temporada 1969 con «Cremona»." ¡Y yo sin saber nada! ¡Qué
cosas le suceden al teatro en esta década! No se entera
uno de lo que le está ocurriendo. El teléfono sigue
hablando: "Y la voy a estrenar en una noche de gran
homenaje para usted." "¡¡No!! —grito yo—. ¡No quiero
homenajes! ¡Ya he sufrido muchos! ¡Envenenan!" La voz
dice: "Discépolo, Cremona abre la temporada del 69, con un
homenaje a usted. Lo espero el viernes próximo a las cinco
de la tarde." Colgamos. Era viernes. Una semana pasa
pronto. El viernes. Telefoneo. "No está." Un largo
silencio. Semanas. Meses. El 69 se nos viene encima. Tengo
recuerdos candentes. Un domingo de 1910 leía a Pablo
Podestá mi primera obra. Al terminar me dijo: "Mañana,
lunes, empezamos a ensayar y vos la vas a dirigir." Pero
es que también, luego, en el andar de tanto años, más de
sesenta, estrené todas mis obras, "ya mismo", "mañana"...
Dimensiones de viejos de cabezas lúcidas que ni los
jóvenes más sabios pueden alcanzar. Y se nos vino encima.
Deberíamos estar ensayando. Pero quiero ser un buen autor
argentino: voy a esperar. Pero con una sensación muy
curiosa: espero a un tren que ha descarrilado. Una noche,
con mi esposa y amigos, voy a ver La Pucha, en el
Casacuberta. En el entreacto veo al director artístico que
viene hacia nuestro grupo. De prisa. Claro, estamos
atrasadísimos. "Don Armando, Cremona no puede iniciar la
temporada. Se ha dado un "avaloir" —un adelanto— de
trescientos cincuenta mil pesos por Adriano VII y su plazo
de representación se vence ya mismo. No podemos perder ese
dinero. Tenemos que estrenar en primer término." Mientras
pienso cuándo las obras argentinas tendrán "avaloir" digo,
cercado, sin defensa: "Está bien." Primera postergación.
Se estrena Adriano VII. Silencio. Soledad. No se me llama
para preparar mi pieza. ¿No es que es muy buena? ¿No es
que es muy importante? ¿No es es lo que han dicho
ellos?... Es que no va tampoco en segundo término. Estoy
equivocado. Va Rosencrantz y Guildenstern. . . No retiré
la obra. Era escándalo. No me alejé porque allá abajo, en
los fondos, en los abismos, hacia donde uno mismo no
quiere mirarse... crecía un dolor amargo que quise sufrir.
¿Era por merecerlo? Segunda postergación.
No recuerdo si por teléfono, no sé si mano a mano, el
director artístico me cuenta: "Su obra abre la temporada
del 70; su homenaje tendrá contornos..." "¡No quiero
homenajes! ¡Me parecen entierros! ¡Son entierros!" Oigo:
"Usted no puede prohibirme que yo le haga un homenaje!"
Empieza el 70. Avanza. El silencio rompe los tímpanos.
Resuelvo llamar a Diego Pedreira, director técnico del
Teatro San Martin, extraordinario escenógrafo, amigo mío
tan callado en todo este andar. "Pedreira, ¿y Bonet?"
"Está en Europa." "¡Ah! Pedreira, voy a retirar
«Cremona»..." "¡No, no haga eso!" "¡Aquí estamos todos
entusiasmados con su obra!... Espere a Bonet. Vuelve
pronto." Volvió. Como "Rosencrantz y Guildenstern..." se
estrenó muy tarde en el 69, tiene que seguir
representándose en el 70. "Cremona" debe esperar. Sé que
todo esto es un colmo y que no terminará bien. Y por eso
espero. Tercera postergación.
Corramos. Pasan días. Pasa el sol. Pasa la luna. Llueve.
Me mojo. Me seco... No, no va "Cremona". Va "Crimen y
Castigo". Con Alcón. Lo dice la prensa. A mí... ni una
palabra. Estoy sobrando. Evidente. Me devolverán el
libreto. ¿No se atreven? Yo espero. Tengo tiempo. Cuarta
postergación. No, no va "Crimen y Castigo". No le gusta a
Alcón. Va "Romance de lobos". Tercera postergación y
media. La obra de Valle-Inclán es difícil, dificilísima,
casi imposible para el teatro. Está más cerca del cine que
del teatro. De un cine asombroso. Se gastarán sumas
fabulosas. Tan fabulosas que si el público las supiera se
quedaría con la boca torcida.
Empiezan los ensayos. Todo se detiene. Todo parece
resquebrajarse. Y en la pausa me preguntó: pero... estos
señores que gobiernan el Teatro San Martín no podrían
agacharse un poco, no mucho, y decirle al director
artístico del Teatro Municipal General San Martin de
Buenos Aires, República Argentina: "Discépolo sigue en la
vereda mirando hacia el vestíbulo. Está de pie, como
siempre, más joven que muchos jóvenes. Ha enflaquecido,
sí, y tiene una mueca de guerra. ¿Por qué no hemos
estrenado su comedia? Hace más de un año largo que se la
pedimos, aplaudiéndola. ¿Por qué no se representa?" ¿O han
jurado ustedes enmudecer?, ¿o no se agachan porque son
estatuas?
Pero qué error el mío, qué equivocación sufría, qué prisa
de anciano que va a morir me ofuscaba... Un día, un día
que a mí me parece del 1980, ¡oh, hay que saber esperar
aunque se tengan cien años! Un día el director artístico
me hace llamar por su secretaria... ¡Estaba tan ocupado
él! Voy. "Hay que empezar los ensayos", dice. "Bien",
digo. De un zarpazo lo olvidé todo. Y oigo: "Discépolo...
«Cremona» va, pero dirigida por un joven." "¿Qué?" Y con
esta palabra se abrió una hendija en mis recuerdos. Fines
del 69. Mi libro en el Cervantes todavía. Blackie me
invitó a un homenaje que se le daba a Milagros de la Vega
en el Canal 13. Al entrar se me acercó Corrado Corradi
—aquel finísimo actor que se fue a descansar—: "Don
Armando, debo decirle unas pocas palabras. Leí su
«Cremona». Bonet quiso que la leyera. Me pareció
estupenda, pero no deje que la dirija otro, tiene que
dirigirla usted, ¿sí?" "Sí, Corradi, ¿por qué ha de
dirigirla otro? ¿Me voy a morir?" Reímos los dos. Volví.
"¿Por un joven?" "Déme mi libreto." "No le doy nada.
También se pagará su asesoría. ¡Pida! ¡Pida!" Con un lápiz
quería consignar la cantidad. Hay palabras que gotean
sucio. "¡Pida! ¡Pida!" "Yo no pido nada. Retiro la
comedia." "No, no la retira. ¿Usted qué más quiere? Ha
conocido todos los triunfos. Ayude a un joven." Era como
caer a una trampa. Ayudar a los jóvenes es la más alta
misión de los viejos... "Soy un director. Van a creer que
ya no lo soy." "Nadie va a creerlo. Usted va a montar este
año en el Cervantes, «Esta noche se recita improvisando»,
de Pirandello. Nadie pondrá en duda su capacidad." Pero
los estallidos no se pierden en el aire sereno, es
mentira. Cuando se los recuerda estallan otra vez.
Estallarán. Porque dije que sí, pero creo que no he
merecido vivir esta pirueta. Digo: "¿En quién había
pensado?" "En Roberto Durán." "Ese no es un joven. Ha
puesto muchas obras, como un real director, de los más
capaces, de los más auténticos, el más auténtico..." Esta
opinión sincerísima borró el desacuerdo.
Trabajamos dos meses. Roberto Durán quiso desentrañar cada
palabra del texto casi sintético; hurgar en cada frase
para saber por qué estaba así compuesta; de qué oculto y
pobre, pobrísimo mundo, brotaba; qué inviernos tenía o que
primaveras; sonrió y lagrimeó e intensionó sus ojos
dadivosos dándome más de lo que yo merecía; mis penas ya
no fueron tan negras... aunque yo sabía que estábamos
fabricando un fracaso. Y se oscureció otra vez; no
adelantábamos en el reparto de papeles; no se firmaban
contratos; no se daba noticia a la prensa; Durán no
encontraba al director; citaba y no acudía; otra vez el
silencio y la ausencia; otra vez en veremos, o se
cabalgaba en rumores que surgían del mismo teatro: "No,
«Cremona» no se estrenará." "No hay plata." "Se la han
gastado." "Postergan. Estiran. ¿Cómo su autor no se da
cuenta? Parece mentira." Frases ruines, pero que
desgastan, corroen, retuercen todo lo que tocan.
En uno de esos feos días fui al Teatro Municipal, pero por
la calle Sarmiento. Engalanaban una vez más a César Tiempo
con una medalla que su talento y su conducta merecen. Al
salir, casi noche, con Julián Centeya fuimos al palo de la
parada de micros frente al teatro. Parado estaba allí el
director artístico. "Hola, Discépolo!, ¿cómo le va?" "Muy
bien. ¿Qué tal?" "¡Disculpe! —gritó—, estoy apurado,
disculpe, muy apurado, tengo que... tengo que..." Y se
colgó de un racimo de un ómnibus que corría. Yo no le
grité: "Mire que ese ómnibus no va donde usted va."
Julián, sin saber nada, tenía una máscara cáustica.
Una tarde Durán no llegó a su cita, en mi casa. Tres días
pasaron
de silencio, de ausencia, la incertidumbre,
desconcertando. En su casa no estaba. Apareció.
Confundido. Una llamada del director lo había enterado.
"Cremona" no se montaba. No hay plata. "¡Durán, ¿ha
visto?, estoy molestando a todo el mundo! ¡Retiro la..."
"No, esperemos", dice Durán. "El director me pidió dos
días. «Esperé dos días —me dijo—, a lo mejor... ¿Quién te
dice?...». Esperemos, por favor... El esperar alivia."
Durán quiere engañarse y yo cavilo: "¿Pero por qué este
director no habla conmigo, el autor? ¿Qué esconde este
esconderse?"
Esperamos dos días, tres, cuatro. Durán escribe al
director una carta que empieza así: "Estimado Osvaldo:
Ganado por el estupor, la desolación y la indignación te
dirijo estas líneas que te rogaría hicieras conocer a los
restantes miembros de la Dirección General del Teatro
Municipal San Martín y al Cuerpo Asesor". La carta es
larga y denuncia: "Todo esto es un largo atropello. .." El
director no contestó esa carta angustiosa. La carta de un
joven que parece un viejo.
Transcurren horas mudas, muchas, cien horas huecas. Sí,
habíamos llegado a un límite. Fui a ARGENTORES. Le conté a
su presidente el cuento increíble y pobre, paupérrimo. Me
preguntó: "¿Y qué quiere?" "Retirar la comedia."
"¡Retírela! ¡Retírela!" Se mandó el telegrama al teatro y
una carta al señor intendente. El último párrafo de esta
carta dice así: "La actitud asumida por Armando Discépolo
es la que corresponde a un trato desconsiderado, por lo
que esta Sociedad se hace un honor en suscribirla."
El doctor Alberto Obligado, secretario de Cultura del
Municipio, cita al presidente de ARGENTORES. Guibourg
quiere que yo lo acompañe. Antes de sentarnos digo al
secretario de Cultura que mi decisión es inquebrantable, y
que no la desvirtuaré con gambetas. Hablo muchos minutos.
El doctor Obligado me mira con ojos tristes. No habla,
escucha. Nos levantamos para irnos. Cuarto piso. Nos
acompaña. En la puerta del ascensor le tiendo la mano a la
cultura.
"No —me dice—, los acompaño hasta abajo." Abajo insiste:
"Los acompaño hasta la salida." Tengo sus manos entre las
mías: "Doctor, necesito saber lo que usted piensa: ¿he
tenido razón?" El secretario de Cultura de la
Municipalidad de Buenos Aires, República Argentina, con
ademán firme, sostiene: "Toda la razón".
He escrito estas atosigantes páginas apesadumbrado, con
agrio disgusto, pero no podía callar. Tristísimo. ¿Servirá
para algo?
ARMANDO DISCEPOLO
Revista Gente y la Actualidad
03.09.1970
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Armando Discépolo
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