Balbín: el precio de la UCR
El único partido político argentino que no designa sus
dirigentes y representantes por el viejo procedimiento del
dedo, reunirá su Convención Nacional —el más alto cuerpo
partidario, por lo menos el que traza oficialmente su
política— el próximo 25 de abril. Este número, este
extenso tratamiento que dedicamos al tema radical, aparece
un poco en medio de la tierra de nadie, entre las
elecciones de Misiones donde juzgó el pueblo al gobierno y
la reunión de la Convención donde el partido de todos,
juzgará a sus líderes. Abril aparece como un mes
democrático, donde los enfrentamientos se resuelven en la
consulta y el diálogo. Por debajo y hasta en medio del
sistema presionan, sin embargo, otras tensiones.
El partido gira hoy en torno de Balbín. Aun aquellos que
lo negaron en el pasado, se mueven bajo el techo de
seguridad que brinda su figura. Las líneas han cambiado y
hoy el presidente del Comité Nacional puede manejar una
constelación de líneas de fuerza distintas, que pugnan por
predominar. Carlos H. Perette, Raúl Alfonsín, Antonio
Tróccoli, Conrado Storani, Leopoldo Suárez, Arturo Mathov,
Julián Sancerni Jiménez, representan sin duda rumbos
distintos, pero todos saben que en el centro de las luces,
el Chino es el dueño de la escena.
Es preciso recordar una vez más que en estas mudanzas no
hay suerte ni caminos estrellados. Cuando hace doce años
Arturo Illia llegó a la Casa de Gobierno, Ricardo Balbín
decidió quedarse en el partido, refugiarse en él. Ni
embajadas, ni cargos, ni honores. Simplemente la lucha
dura por los caminos. Mucho polvo, barro y pocas alegrías.
Después, en el derrumbe de 1966, el gobierno se fue pero
los radicales sabían que el partido seguía y en el partido
estaba Balbín. Esta constelación de hombres, este
mecanismo de fuerzas centrífugas hacia el presidente del
Comité Nacional no es un golpe de fortuna, producto del
azar. Quede algo claro: podrá esta su conducción, ser o no
apta para darle al radicalismo una victoria en 1977, pero
conózcase, con precisión, por qué el partido de Leandro
Alem trajina su andar bajo el liderazgo del único
interlocutor válido del último Perón.
Un partido de punteros. ¿Es cierto? Juan Carlos Pugliese y
Antonio Tróccoli, dos hombres del círculo íntimo, de
consulta permanente no tienen muchas fichas. Pero pesan.
Tróccoli, por ejemplo, no encabezó la lista de diputados
nacionales por la provincia de Buenos Aires. Vicente
Mastrolorenzo —decisiva zona de Lanús, 10.000 fichas— vino
como número uno. Pero Tróccoli lidera la bancada en la
cámara joven. No es la perfección ni se parece, pero a la
hora de sumar pesan otras cosas, como en cualquier parte.
Luces y sombras. Las segundas son grandes, extensas. ¿Qué
hará el radicalismo con el gobierno si en los próximos dos
años va hacia él? Porque el espectáculo de la lucha
cívica, la inclaudicable defensa de los principios, el
recuerdo de los frontones y la búsqueda incesante del
estado democrático pueden alcanzar para vencer, pero
pueden también ser insuficientes para gobernar. La
Argentina vive hoy el dramático desafío de la eficiencia.
La idea, de tanto repetirse está casi ajada por el uso
irresponsable, pero tiene una feroz veracidad. El
radicalismo tiene —sin duda— una enorme fuerza política,
pero los argentinos quieren saber —y cada vez más— si es
también una alternativa económica.
Los puntos de contacto con el peronismo son sutiles,
peligrosos. No se distingue claramente qué cosas distintas
haría un zar económico radical en relación a la gestión,
por ejemplo, de Alfredo Gómez Morales. Es cierto que los
argentinos no eligen por el índice de crecimiento del
producto bruto, pero si hay un acuerdo político y en
materia económica, no se advierten los matices, la
propuesta puede o no despertar adhesiones electorales,
pero sería inadecuada en el tiempo para asegurar la
estabilidad democrática.
La crisis institucional no es el golpe. La aventura formal
del cambio de guardia es sólo la clausura del camino. La
crisis es la falta de perspectivas distintas para un país
que vegeta, un estado de cosas donde los sectores de
presión, desde los intelectuales a las empresas y
sindicatos, empiezan a moverse ante la falta de horizontes
nuevos. Nuestro tiempo ha anulado la vigencia de la
epopeya, pero los hombres inquietos siguen buscándola. La
república democrática tiene que ofrecer algo, que pase por
ejemplo por el medio de las bancas del Congreso o al final
se perderá todo.
Entre el juego de las luces y estos augurios, se reunirá
el 25 de abril la Convención radical. Cuando Ricardo
Balbín avance hacia la tribuna debería escuchar, junto con
el clamor de la ovación que crecerá hacia él, las voces
más silenciosas pero probablemente más trascendentes de
los argentinos que esperan.
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Con el sindicalismo ¿remontar el pasado?
por Rodolfo Pandolfi
Uno de los temas centrales que se plantearán en la próxima
convención Nacional del radicalismo, que se realizará el
25 de abril, girará en torno a la estrategia del partido
con respecto al movimiento obrero organizado. En una u
otra forma, los principales dirigentes de la agrupación
llegaron a un punto en que se preguntan si tiene validez y
eficacia la actitud que adoptaron frente a los sindicatos
en los últimos treinta años.
Toda política de poder cuenta en la Argentina, con algunos
elementos insoslayables. El general Perón habló siempre de
seis piezas básicas: la presidencia de la Nación, los dos
grandes partidos políticos, la Confederación General del
Trabajo, la Confederación General Económica y los Fuerzas
Armadas. La interrelación de esos seis elementos es
fundamental para elaborar la ecuación que sustenta la
autoridad. Pero si se toman los tres últimos lustros, es
evidente que surge, como una constante, el pésimo estado
de los relaciones entre la Unión Cívica Radical y la
dirigencia gremial peronista.
Los radicales tomaron distintas actitudes frente a la
presidencia de la República como institución, según fueran
los momentos históricos y quién ejerciera su titularidad,
pero es evidente que la vinculación con la jefatura del
Estado forma parte del universo mental radical. Los
diálogos de Ricardo Balbín con Alejandro Lanusse o con
Juan Perón —para enunciar dos gobernantes que no fueron
radicales— tuvieron importancia en el juego político de
las instancias en que se produjeron.
Los radicales, a la vez, mantienen buenas relaciones con
la Confederación General Económica. Tanto José Ber Gelbard
como Julio Broner tienen contactos constantes con los
economistas del partido (pueden recordarse, en ese
sentido, a Alfredo Concepción, Juan Carlos Pugliese, Roque
Carranza o Bernardo Grinspun) y aún entes tradicionalistas
como la Sociedad Rural Argentina conservan fluidas
vinculaciones con el primer partido opositor.
Está en claro que los radicales son diestros en el manejo
del diálogo con la estructura política del peronismo y
conversan con los dirigentes justicialistas cada vez que
las circunstancias lo hacen aconsejable. Es difícil, por
lo demás, que se equivoquen en ese terreno. El teléfono
rojo funciona en cada emergencia, desde Antonio Tróccoli
hasta Ferdinando Pedrini; desde Ricardo Balbín hasta Raúl
Lastiri o desde Enrique Vanoli hasta Alberto Rocamora.
Y es evidente, también, que los radicales mantienen las
relaciones necesarias con los jefes de las Fuerzas
Armadas, considerándose superados los rozamientos
existentes en el pasado más o menos cercano. Así, cuando
un ex-vicepresidente de la Nación, radical, conversó
oficiosamente —hace unas semanas— con uno de los jefes del
Ejército que tuvo importante participación en el
movimiento que derrocó a la administración del presidente
Arturo Illia quedó implícitamente en claro que la actitud
de políticos y militares ante las circunstancias de 1966
está lejos de constituir hoy una línea divisoria de las
aguas. Son conocidas las conversaciones del presidente de
la Unión Cívica Radical con las más altas jerarquías
castrenses, las consultas formuladas ante situaciones en
las que se jugaban cuestiones de importancia política y
son conocidas, también, las simpatías que tienen hacia el
radicalismo algunos altos oficiales, en actividad o en
retiro. El partido opositor no carece de acceso a los
medios castrenses ni carece, de información.
En cambio, el mundo de los sindicatos parece casi
totalmente ajeno a las preocupaciones cotidianas del
radicalismo. Los radicales pueden ocuparse de lo que
ocurre en el gobierno, de la vigencia de las libertades
públicas, de las relaciones con la Iglesia Católica, de la
Educación, del mundo empresarial o de la economía
agropecuaria. Los últimos ascensos en el Ejército fueron
tema de conversación, en los locales radicales, durante
varias semanas. Pero resulta excepcional que un dirigente
atienda verdaderamente a lo que ocurre en las 62
Organizaciones o distinga con precisión la estrategia de
la Unión Obrera Metalúrgica con relación a los otros
sindicatos que comparten la línea verticalista.
Algunos explicaron este vacío por la formación liberal (en
materia política) de los dirigentes radicales: esa
formación les haría difícil percibir zonas políticas
alejadas del mundo de los partidos. La interpretación es
tan simplista como disparatada. Con esa lógica no habría
senadores radicales que constituyen notorios enlaces con
la jerarquía eclesiástica mientras otros se dedican a las
Fuerzas Armadas y un verdadero equipo económico opera
dentro de la CGE.
Más sensato, pero también insuficiente, es explicar ese
divorcio por el diferente origen social de radicales y
sindicalistas. Es cierto que los primeros emergen de las
clases medias y son un poco ajenos al mundo de los
trabajadores manuales, pero también es cierto que esa
diferencia no imposibilitó las relaciones de los políticos
peronistas, nacionalistas y de izquierda —en diferentes
proporciones, claro— con la dirigencia gremial
justicialista. Las diferencias sociales no fueron
obstáculos insalvables para las vinculaciones de los
dirigentes obreros con jefes militares (recuérdese el
período que precedió al 28 de junio de 1966) o con altos
dignatarios eclesiásticos.
Tampoco los recíprocos prejuicios cubren toda la
explicación, como lo demuestran los tipos precedentes de
vínculos bilaterales. Pero lo cierto es que no solamente
las relaciones entre sindicalistas y radicales son
decididamente malas, sino que ni unos ni otros se
preocupan demasiado por mejorarlas.
En el fondo, pocos protagonistas —de una y de otra parte—
terminan de advertir que la realidad actual es
absolutamente distinta a la de hace diez años, cuando cada
uno podía ilusionarse con ser fuerte sin necesidad de
acortar distancias.
Pero, además, lo verdaderamente decisivo para esa
incomunicación es que, extrañamente, tanto los radicales
como los dirigentes sindicales de la ortodoxia peronista
se ven recíprocamente como sectores en decadencia. Los
radicales tienden a pensar que la armazón gremial
justicialista tiene una fuerza de tipo organizativo,
emocionalmente residual, y que ante circunstancias
críticas son escasas las posibilidades de que resista y
ejerza un verdadero liderazgo. Piensan, en fin, que el
aparato del Estado contribuye a sustentar indirectamente
un poder que se podría resquebrajar ante grandes
conmociones (al estilo de los cordobazos) o perder al
menos la iniciativa. Pero, además, interpretan que no
constituirán un polo obligado de soluciones en
circunstancias dramáticas. Los radicales consideran
perdurables a la Iglesia, a las Fuerzas Armadas o al
empresariado; ven, claro, que los actuales dirigentes
sindicalistas tienen una fuerza indiscutible pero no están
seguros sobre su mantenimiento en el futuro.
Los sindicalistas tienden a creer, por el contrario, que
el radicalismo y los partidos políticos son las
estructuras que están más directamente en crisis. No
existe certeza de que desaparezcan en un futuro cercano
—sostienen en privado— pero sí existe certeza de que su
iniciativa será cada vez menor. Son los políticos
—agregan— quienes tienen una influencia de tipo residual.
Es posible, admiten los más sutiles, que integren la
futura estructura del Estado como elemento legitimante.
Pero es difícil que sean la verdadera fuente del poder. El
poder, razonan, está cada vez más en la eficiencia y
deriva cada vez más del control de la fuerza o del control
de la organización laboral.
Los argumentos de una y de otra parte constituyen verdades
a medias. Pero esa limitación no parece ser advertida por
los protagonistas, condicionados por sus propios
razonamientos. Las reservas morales para unos, la supuesta
ineficacia de los políticos; para otros, el tipo de vida
atribuido a los sindicalistas no hacen, en ese contexto,
sino trabajar sobre un terreno ya abonado.
Los antecedentes históricos cercanos juegan un papel
importante en la persistencia de ese desdén. Hacia 1955,
los radicales estaban convencidos que los jefes sindicales
peronistas serían derrotados apenas se les quitara el
apoyo estatal. Respaldaron la normalización cegetista, tal
como la interpretaba el capitán Alberto Patrón Laplacette,
y en pocos gremios alcanzaron a tener alguna presencia
significativa (ferroviarios, con José Scipione; gráficos;
empleados de comercio, viajantes, bancarios). El
radicalismo luchó, en la época de Frondizi, contra la ley
de Asociaciones Profesionales, que beneficiaba al
peronismo gremial; durante el gobierno de Arturo Illia
trató de recortar por vías reglamentarias los alcances de
esa ley y de favorecer a los sindicatos independientes.
Luego, los radicales no perdonaron el Plan de Lucha, al
que consideraron públicamente como paso táctico,
consciente o inconsciente —aseguran que consciente a nivel
de ciertos dirigentes— en los preparativos golpistas que
eclosionaron en 1966.
Tanto Augusto Timoteo Vandor como José Alonso estuvieron
presentes al asumir las autoridades militares, el 29 de
junio de ese año. Unos meses más tarde, Illia se abrazaba
en público con Raimundo Ongaro, gráfico, líder de la CGT
de los argentinos. A partir de allí, la estrategia radical
diferenció en los sindicatos peronistas, promoviendo el
acercamiento con los llamados dirigentes combativos y
clasistas. También fuera del peronismo: la actitud del
partido se hizo amistosa frente a los cordobeses René
Salamanca y, especialmente, Agustín Tosco. A este último
llegó a mencionárselo —sin asidero alguno, por cierto—
como eventual candidato vicepresidencial del partido para
los comicios del 11 de marzo de 1973.
Triunfante el peronismo, los radicales que responden a la
línea de Ricardo Balbín adoptaron el esquema de la defensa
elástica: no obstruir nada, dejar al oficialismo la
responsabilidad de la paz o de la guerra, rehuir cargar
con las culpas de cualquier posible crisis. Pero Raúl
Alfonsín consideraba a la dirigencia peronista ortodoxa
—sobre todo en la línea de la UOM y sus aliados— como
burocrática y contrarrevolucionaria; Ricardo Balbín, en
cambio, diferenciaba ("No todos son burócratas"). Pero sin
mayores aclaraciones públicas.
En privado, los sindicalistas se quejaban ante los jefes
radicales por la constancia de algunos ataques. Muerto
Perón, la lucha pareció estallar sin que ninguna de las
partes le diera demasiada importancia. Algunos
sindicalistas, sin embargo, advertían sobre los riesgos de
una política agresiva: Victorio Calabró, sobre todo,
señalaba los inconvenientes de una cruzada antirradical.
Lo curioso es que Victorio Calabró, un dirigente
metalúrgico de la provincia de Buenos Aires, gobernador de
ese Estado, llegó a establecer inmejorables relaciones con
el radicalismo que allí acaudilla Juan Carlos Pugliese.
Este, ante el Comité de la provincia, pudo decir que
frente a las autoridades locales no podía alzarse una sola
queja. Pero la actitud de Calabró y de su equipo fue
considerada como la posición de un grupo antes que como
una estrategia global del justicialismo sindical. "Lo
cierto —dijo un miembro del Comité Nacional— es que con El
tano (Calabró) andamos muy bien. Al taño lo dejan hacer, y
punto. No es la línea de las 62, solamente es un matiz
consentido por las 62. Quizá como experiencia".
Lo que une y lo rechaza a radicales y sindicalistas es que
sus áreas son distintas. Sus públicos son diferentes, sus
frentes internos no tienen casi nada de común, y algunos
motivos de pelea no existen. Los radicales no pueden soñar
con poner a uno de los suyos en la conducción de la UOM,
por ejemplo; los metalúrgicos ni piensan ni les interesa
que uno de los suyos conduzca al radicalismo. El
peronismo, como partido, tiene con el radicalismo
intereses comunes y zonas comunes en disputa: ambos
participan de un sistema del cual los sindicalistas pueden
prescindir. La inexistencia de mecanismos electorales
perjudicaría gravemente al radicalismo como partido, pero
sería casi indiferente a los sindicatos como tales.
El sindicalismo peronista tiene cierta autonomía dentro
del Movimiento. Pero es evidente que eso tiene sus límites
porque ya en 1976, con vísperas a las próximas elecciones,
aun el dirigente gremial más irreductiblemente
antielectoralista y aun el dirigente político peronista
más irreductiblemente antisindicalista tendrían que
revisar esas irreductibilidades y conversar con el objeto
de trazar una estrategia que les permita mantener el poder
para el movimiento.
En los últimos tiempos, los contactos entre sindicalistas
y radicales —aunque siguen siendo excepcionales— se
hicieron más frecuentes. No se habla ya solamente de
Calabró, sino también de los dirigentes de algunos
sindicatos medianos, algo alejados de la línea impulsada
por los gremios más fuertes. Lo esencial en la estrategia
radical sigue siendo dejar que el peronismo resuelva sus
contradicciones: haber dicho lo que dijo el ministro
Rocamora sobre la actitud de los gremialistas ortodoxos en
1965 hubiera sido contraproducente para el partido —señaló
una de los colaboradores de Ricardo Balbín— pero cuando
las afirmaciones provinieron del titular de la cartera
política que nombró Isabel Perón, su dimensión es
totalmente distinta. No obstante, algo más que todo eso
parece estar en movimiento, dentro de la estrategia del
Comité Nacional radical, y en la Convención podrán quizá
observarse los primeros matices novedosos.
Revista CARTA POLITICA
Ocho preguntas a Juan Carlos Pugliese
C.P..La proximidad de la Convención de la UCR, genera la
impresión de ser un hecho decisivo para el partido. Pese a
ello, para muchos no es claro qué atribuciones tiene la
reunión de dicho cuerpo.
JCP. La Convención Nacional es el más alto organismo de la
UCR. El número de sus integrantes es igual al de la
Asamblea Legislativa. Cada distrito está representado por
un número de delegados igual al número de diputados más
senadores nacionales que le corresponde.
Es el órgano deliberativo del partido así como el Comité
Nacional es el órgano ejecutivo.
La Convención dicta el estatuto partidario, sanciona el
programa y la plataforma electoral y fija la estrategia de
la UCR.
Esta reunión tiene mucha importancia porque en la misma se
examinará la situación del país, su evolución desde la
última reunión de la Convención y la conducta consecuente
de la UCR.
CP. ¿Qué temas o asuntos serán tratados por la Convención?
JCP. La Convención Nacional ha sido convocada para que
examine con toda amplitud los informes que deberá
suministrarle el Comité Nacional y los bloques de
senadores y diputados nacionales. Además y sobre la base
de los mismos analizará la situación general del país más
las iniciativas de sus miembros.
CP. Hay quienes estiman probable un cierto
"cuestionamiento", a la estrategia del Comité Nacional, en
el seno de la Convención ¿Cree que algo de eso puede
suceder?
JCP. La estrategia de la UCR la fija la Convención y no el
Comité Nacional. Por lo tanto no puede haber
"cuestiona-miento" sino análisis sobre la conveniencia de
ratificar o modificar la estrategia trazada por la propia
Convención.
CP. En concreto, se menciona el surgimiento del
"neo-balbinismo", ubicado en posturas más opositoras hacia
el gobierno que las que sostiene Ricardo Balbín ¿Puede ser
puesto de manifiesto el 25 de abril?
JCP. El "neobalbinismo" para mí es una expresión
periodística que nada tiene que ver con la realidad de la
vida interna de la UCR. Si no partimos de la base que en
el radicalismo el derecho a discrepar o emitir su opinión
aún dentro de una corriente determinada, es el fundamento
esencial de su concepción democrática, será difícil
entenderlo.
El 25 de abril la. Convención examinará la situación del
país y resolverá en consecuencia. No se dividirá en
"balbinistas" o "no balbinistas", sino que estoy seguro
que por unanimidad se caracterizará el deterioro del
actual proceso y las correcciones que reclama la UCR.
CP. Es ya idea común, que el afiliado radical ve con
ciertas reservas, la estrategia de diálogo con el
justicialismo y que desearía acentuar la oposición. ¿Es
así, a su juicio?
JCP. Estoy de acuerdo en que no sólo el afiliado radical
sino la gente común del pueblo desearía acentuar la
oposición. Ello es consecuencia de los padecimientos
diarios que le produce la falta de seguridad generada en
la violencia; la falta de solución del problema
universitario; los atentados a la libertad de prensa; el
desabastecimiento, el aumento constante de precios, la
situación del pequeño y mediano comerciante, el desaliento
del productor rural, etc., crean un clima en el que
resulta fácil pensar que todos esos problemas se
resolverían si la UCR acentuara su actitud opositora.
Sin embargo, nadie podría negar que la UCR ha señalado su
oposición a las medidas o a la inacción que han conducido
a esta situación. Tampoco podría afirmarse que el estado
de insatisfacción del país se debe al diálogo, sino al
contrario a la falta de diálogo y al aislamiento en que el
gobierno se inclinó después de la muerte de Perón.
Por eso lo importante no es desconocer la queja del
afiliado radical, sino darle respuesta positiva o
alternativas claras que definan las soluciones concretas a
la, angustia que motiva su queja.
CP. A usted se lo ubica como uno de los dirigentes
partidarios que encarnan la estrategia del diálogo
gobierno-oposición ¿Cuál sería la "filosofía" de la
oposición?
JCP. No creo encarnar una estrategia que con leves matices
comparte todo el partido. Pero sí, pongo énfasis, en
advertir que la historia de los últimos 45 años revela el
peligro que corren las mayorías populares si no fortalecen
su unidad y no realizan desde el gobierno el programa
ofrecido en forma seria, coherente y advirtiendo en cada
caso los obstáculos para que el pueblo asuma su rol
protagónico y no sea inducido a la desesperación por
quienes saben cómo provocarla.
Creo también que las alternativas que ofrezcamos deben ser
claras. La reforma constitucional, la hacemos entre todos
para que dure otros cien años o cada uno por su lado
propone introducir en la Carta Magna todo el inventario de
necesidades del país.
Reformulamos la política de concertación de acuerdo a lo
que puede dar la realidad del país o adherimos a la
política de enfrentamientos de sectores, proponiendo cada
uno aisladamente sus soluciones que no podrán ser más que
sectoriales.
Esta es la política de diálogo propuesta y no ser más o
menos opositor.
CP. Hay quienes temen un "desdibujamiento" de los perfiles
de la UCR frente al justicialismo en una próxima
convocatoria electoral del que podría salir beneficiada la
izquierda. ¿Lo cree posible?
JCP. Los mismos temían que el diálogo Balbín-Perón
condenaba a la UCR al tercer puesto en la elección del 23
de septiembre de 1973. No sólo no ocurrió lo previsto por
los temerosos sino que el más duro opositor y que se
negara públicamente al diálogo, obtuvo menos votos que en
la elección anterior.
Además ¿qué es izquierda? ¿qué es derecha? y ¿qué es
desdibujamiento? Son palabras que no revelan el fondo de
la cuestión y que se ajustan a planteos meramente
electoralistas.
Por todos los peligros que nos acechan, que no podrían explicitarse en este espacio, lo más importante es la
unidad de los sectores populares del país.
CP. Para finalizar, ¿qué medidas cree que debería tomar el
gobierno para que la estrategia de diálogo tuviera su
correspondiente respuesta en esferas oficiales?
JCP. Aclaro previamente que la estrategia del diálogo no
fue trazada por la Convención en función exclusiva del
gobierno sino en todas las direcciones de las fuerzas
populares.
Pero no podemos negar que este gobierno —mientras no se
demuestre lo contrario— es el titular de 7 millones de
voluntades ciudadanas o sea más del 60 % de su padrón
electoral.
Por lo tanto, más que medidas debe definir una actitud. Ni
el gobierno ni la UCR son dueños ni depositarios de la
verdad. Ella se obtiene de la discusión franca, el
intercambio dé informaciones, examen conjunto de la
realidad nacional y sobre todo, disposición a escuchar y
voluntad de adoptar las medidas que resulten de la
posición de ideas.
Si en cambio cree que su número le permite hacerlo todo
por sí, a pesar de sus conflictos internos, lamentaremos
que la jactancia y la soberbia hagan estrago en una de las
dos más importantes fuerzas populares que ha tenido el
país.
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Diálogo: en el banquillo de los acusados
por Heriberto Kahn
A pesar de su tan mentado horizontalismo, la Unión Cívica
Radical, es en realidad un partido que funciona con
características semejantes a las de un estado regido por
un régimen presidencialista fuerte. Por eso es que si
bien, la Convención Nacional es el máximo organismo
partidario porque en él deliberan los representantes
directamente elegidos por los afiliados, tal como en el
Congreso lo hacen los mandatarios directos del pueblo, las
deliberaciones que tendrán lugar en la flamante sede
nacional de la UCR a partir del viernes 25, han levantado
una larga serie de falsas expectativas.
"No va a ocurrir nada espectacular en la Convención, por
más que los analistas se empeñen en demostrar lo
contrario", fue la respuesta invariable con que chocaron
las consultas efectuadas. Lo más probable es que sea así.
Es que, tal como ocurre en los regímenes
presidencialistas, las decisiones dramáticas, graves,
urgentes, las toma el presidente junto a las principales
figuras del partido. Pero el hecho de que nada
espectacular vaya a ocurrir en el seno del radicalismo
durante el encuentro que se prolongará entre los días 25 y
27, no significa que la reunión carezca de importancia.
Es verdad que el foro de la Convención ofrece una
excelente ocasión para que puedan escucharse las voces de
los críticos de la línea dialoguista sustentada durante
los últimos años por la conducción del radicalismo. Esas
críticas provendrán fundamentalmente de tres sectores: 1)
Los que desde la izquierda rechazan que la cúpula radical
haya apuntalado una política de acercamiento con los
sectores ortodoxos del justicialismo, en lugar de hacerlo
—como lo pretenden los dirigentes del Movimiento de
Renovación y Cambio— con el ala contestataria, ahora
nucleado en el partido Peronista auténtico. 2) Los que
conforman de alguna manera la línea tradicional,
independiente e intransigente del radicalismo, con base en
Córdoba, y proyecciones hacia el noroeste del país,
especialmente Santiago del Estero. Su figura más
representativa es, indudablemente, la del ex presidente
Arturo Illia. Ese sector postula el no acercamiento a
ninguna de las alas del peronismo, a la vez que reclama un
ejercicio más severo y sin concesiones de la tarea
opositora. 3) El núcleo crítico más pequeño y menos
significativo es el que lanza sus dardos desde la derecha,
ejerciendo un antiperonismo al mejor estilo de los años
1946/55. Su abanderado es Arturo Mathov, con alguna
apoyatura en el radicalismo porteño. A pesar de todo, es
posible que por la espectacularidad de su exposición y la
dureza de sus críticas, Mathov genere una repercusión
desproporcionada con su fuerza política interna.
Si a estos tres grupos sumamos el del balbinismo
tradicional —engrosado ahora por importantes aliados
provenientes del unionismo—, tendremos ante nosotros un
esquema claro de las corrientes internas con sustentación
filosófica propia, que se mueven dentro del partido. Esto
no significa, que no existan varias otras líneas, pero
éstas giran más bien alrededor de las ambiciones políticas
de uno, o de un grupo de dirigentes, antes que de
diferencias ideológicas o políticas. Tal es el caso por
ejemplo, de un grupo denominado neobalbinista, cuya
tendencia doctrinaria interna aún no se advierte con
claridad, aunque esté conformada por figuras de notable
envergadura, y destinadas a papeles destacados sobre todo
el día que Ricardo Balbín abandone la arena política; en
esa ubicación aparecen el senador Fernando de la Rúa y el
ex presidente del comité de la Provincia de Buenos Aires,
César García Puente.
Con todo, un manto de duda flota sobre las próximas
sesiones de la Convención Nacional. ¿Abordará o no el
espinoso tema de la reforma de la Carta Orgánica, a fin de
derogar la disposición que prohíbe más de una reelección
como delegado al Comité Nacional? La cláusula fue incluida
tres años atrás por exigencia del Estatuto de los Partidos
Políticos sancionado por el gobierno militar.
Evidentemente, este tema se relaciona con la posibilidad
de que se produzca a mediados del año próximo, una segunda
reelección de Balbín como presidente de la UCR. Pero
recién la semana próxima, cuando los convencionales
comiencen a llegar a Buenos Aires, podrá saberse si el
asunto será o no objeto de tratamiento. De ser así, es
obvio que el clima de la convención podría verse
endurecido por el juego de las ambiciones personales, si
bien es cierto por otra parte, que tanto Balbín como
Alfonsín necesitan de la derogación de la cláusula para
mantener en pie eventuales aspiraciones para 1976, una
circunstancia que puede abrir la brecha a una coincidencia
entre los respectivos sectores.
En esencia, lo que de importante debe esperarse de la
Convención —además del informe que Ricardo Balbín ofrecerá
tras las elecciones misioneras y su encuentro con la
Presidente de la Nación—, es el documento que sin duda
aprobará por unanimidad tras agitados y trasnochados
cabildeos.
En 1972 el alto cuerpo partidario había sancionado una
política guiada por "el diálogo en todas las direcciones".
Lo más posible es que ahora, los delegados enfaticen que
esa expresión no se refiere de manera alguna al gobierno
como partenaire exclusivo o excluyente. Es evidente que la
declaración acentuará su línea crítica a la par que
advertirá en tono grave al gobierno sobre los peligros del
deterioro.
Pero por sobre todas las cosas, el documento de la
Convención reflejará inevitablemente la crisis del sector
social que constituye la columna vertebral del
radicalismo: la clase media. Basta repasar los temas que
representan los problemas más agudos, para comprender que
afectan al votante tradicional de la UCR, desde la
universidad hasta los maestros, desde los problemas con
los medios de difusión hasta la presión sobre los pequeños
comerciantes, desde las dificultades emanadas de la
violencia y la represión hasta el ahogo de los pequeños y
medianos productores cuyas angustias vienen generando
conflictos regionales en las más diversas zonas del país.
En este sentido, es virtualmente seguro que los
convencionales habrán de transmitir fielmente, ya sea en
público o en privado, las quejas de las zonas y los grupos
que representan.
Este es quizá el verdadero meridiano por el que pasa la
Convención Nacional del 25 de abril: la política de
diálogo que por encima de las dificultades Balbín se
propone hacer ratificar por el máximo foro partidario,
tiene un límite preciso: la defensa de los intereses, los
problemas y las angustias de la clase media. No solamente
porque la UCR es la expresión natural de esos sectores,
sino además porque es el voto independiente de la clase
media el que suele decidir las elecciones en la Argentina.
CARTA POLITICA
1975
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