Es conocido entre los aficionados a la música el
recurso de ciertos virtuosos de la guitarra de agregar
seis cuerdas más al instrumento para dar mayor
posibilidad tonal a la ejecución de determinadas
piezas, templándolas de a pares y en distinta escala
de sonidos. Con ello intentan abarcar una gama de
cuartos y medios tonos que les permite variables
melódicas inéditas, asegurándoles una interpretación
de tradicionales partituras con alguna originalidad,
atrapando así a un público masivo. Los apegados a la
vihuela ortodoxa desestiman este recurso y muchos
expertos aseguran que el escaso resultado no compensa
el mayor esfuerzo digital y, aún, el método cosecha el
desdén de los críticos.
Algo parecido ocurre en política, campo en el cual el
uso del "guitarrón", como se ha dado en llamar al
pintoresco invento, si bien ha obtenido apreciables
adhesiones por un corto tiempo, las pérdidas de apoyo
producidas por la confusión de los medios tonos,
cuartos de corcheas y octavos de notas no alcanzan a
equilibrar los éxitos parciales. Y menos cuando toda
la ciencia política de algún personaje se agota en los
medios, generalmente centrados en el escamoteo de las
definiciones categóricas, hasta convertirlos en fines,
cambio fatal que deviene en estridentes fracasos. La
media palabra de Don Hipólito era solamente uno de los
tantos medios que utilizaba el popular caudillo
radical para mantener un equilibrio interno en la
lucha por las posiciones de Gobierno, pero que hacía a
un lado en el momento preciso de las definiciones
claras.
Ya se sabe lo que ha pasado con el radicalismo al
transcurrir los años. La intransigencia yrigoyenista
—que el antiguo comisario de Balvanera la entendía
como principio inamovible, pero que no confundía con
las tácticas circunstanciales— anidó en el desván de
la retórica, envasada y lista para usar solamente como
recurso oratorio, cuando no totalmente desvirtuada al
esgrimirla contra las nuevas corrientes populares
herederas de la lucha contra el régimen, al cual, a
partir de Alvear, sirvió disciplinadamente el antiguo
Partido de la reparación yrigoyeniana, ahora
convertido en "contubernistas" al asalto de las
posiciones públicas. Este pasarse al enemigo con
bandera, banda y ritos partidarios se agravó en el
caso de algunas figuras que, haciendo abstracción del
paso del tiempo y los sucesos, congelados en los
heroicos combates del pasado, terminaron por creer que
eran eternamente el Partido mayoritario de 1916 y
1928, a cuyos jefes les corresponde, por derecho casi
divino, el ejercicio del Gobierno en las más altas
funciones. Las continuas frustraciones los
transformaron en oportunistas y el rechazo del Pueblo
en pactistas afanosos. Olvidaron la intransigencia, la
bandera del sufragio popular y la lucha contra el
fraude.
Hacia ese triste final parece encaminarse Ricardo
Balbín, invariable perdedor desde 1948, en que le ganó
la gobernación de Buenos Aires el peronismo; en 1952,
en que fue derrotado cómo candidato a Presidente; en
1958, año aciago que le deparó dos fracasos: el
interno con la proclamación de Arturo Frondizi y la
nueva derrota en los comicios por la Presidencia.
Finalmente, en 1963, como no creyó jamás que el
radicalismo ganaría las elecciones, le cedió el lugar
al viejo Illia, que resultó, también, dos veces
vencedor, al sortear a Balbín en el Partido y al
beneficiarse con el fraude "azul". Ahora, Don Ricardo,
ahíto de fracasos y de años, avizora su última
oportunidad y, mientras habla de comicio libre,
rechazo de las proscripciones (como en la famosa
Asamblea de la Civilidad de 1963, que luego arrojó por
la borda), institucionalización sin trampas y poder
civil, especula con la proscripción, la abstención o
el fraccionamiento del peronismo para ceñir, por fin,
la banda presidencial.
Por eso, confinando las promesas solemnes de no
aceptar comicios condicionados al mismo desván de la
añeja intransigencia, recurre al medio tono de su
guitarra electoral de 12 cuerdas y envía a las
entrevistas con el Gobierno militar (que derrocó a su
Partido) a dirigentes radicales de segunda línea. En
tanto, declamó: "La UCR mantiene su individualidad y
su programa, que se ha pronunciado contra el acuerdo
dudoso", recita, mientras confía en repetir la jugada
de 1963, ahora como candidato a Presidente. La
realidad, sin embargo, es que ese objetivo sería
inalcanzable hasta pulsando un "guitarrón" de 24
cuerdas.
8/VIII/72 • PRIMERA PLANA Nº 497