Aunque el duelo caballeresco es una institución ya no
muy en boga, varios lances —frustrados la mayoría de
las veces— se han insinuado en los últimos tiempos en
la Argentina, como resultado de acusaciones injuriosas
lanzadas contra los ofendidos.
Para esclarecer acusaciones injuriosas, funcionan en
este momento en el país una comisión investigadora
paramentaría nacional y otras en provincias y, aun, en
municipalidades; el gobierno anterior llegó a creer
necesario fundar un organismo ad-hoc para investigar
acusaciones contra los hombres públicos (la Fiscalía
Nacional de Investigaciones), y, como se sabe, en los
años recientes, desde 1955 hasta ahora —salvo el lapso
1958-62—, los organismos investigadores de todo tipo y
tamaño sumaron decenas.
Nadie, sin embargo, tiene demasiada confianza en que
las investigaciones-espectaculares sean el mejor medio
para llegar a determinar responsabilidades en el
ejercicio del poder público: de todos modos, las
encuestas muestran que en la mayoría de los diarios
las columnas de "trascendido" y veladas acusaciones
contra funcionarios son las más leídas después de los
de información policial y, en algunos casos, más que
las de astrología.
Al parecer, el público se entusiasma tanto con una
versión infundada como con su exacta contrapartida:
siempre que reúna los requisitos de misterio, intriga
y suspenso.
Según el psicólogo inglés T. Chadwick, cuando la plebe
romana echó a rodar la especie de que Nerón era el
causante del incendio de la ciudad, en el año 64 de
esta era, el propio acusado, consciente de su
impopularidad, envió a gente de su confianza a que
hiciera circular la voz de que habían sido los
cristianos. Como la contracalumnia resultó más afín a
los prejuicios y temores que inspiraba la nueva secta,
"por mucho tiempo la plebe olvidó su hostilidad para
con Nerón", dice Chadwick.
En la Argentina, la técnica de la calumnia ha seguido
los cánones clásicos
acarreado las consecuencias de rutina. Desde San
Martín, a quien Juan Lavalle acusó de despistado,
hasta ídolos populares como Gardel, a quien sus
enemigos llamaban "Zorrino" (mote que aludía a una
expresión lunfarda, la del mal olor como sinónimo de
desconfianza) por su pretendida proclividad a vivir
del prójimo, la infamia se enseñoreó a nivel de los
notables de todas las épocas.
A diferencia de otros países en los que abundan los
rumores innominados tendientes a producir pánico,
confusión o desesperanza (Allport y Postman señalan en
su "Psicología del rumor" los aterrantes efectos
producidos en los Estados Unidos, en 1945, por la
versión de que los japoneses conocían el secreto de la
bomba atómica, y que, por lo tanto, de un día para
otro la arrojarían sobre Nueva York u otra ciudad
norteamericana), en la Argentina, desde sus orígenes,
apuntan a las personalidades de mayor predicamento,
despellejándolos mediante presunciones que ponen de
manifiesto su fervidez en el despilfarro de los
dineros públicos o bien su oprobiosa conducta íntima.
He aquí algunos ejemplos:
• De 1811 data la primera calumnia política perpetrada
en el país, y que consistió en la acusación de
Carlotista formulada a Cornelio Saavedra,
presuntamente por los morenistas capitaneados por
Hipólito Vieytes. A los carlotistas se los sindicaba
como orientados a establecer una dependencia de
Portugal, regenteado entonces por la infanta Carlota
Joaquina. En uña carta que dirige al general Juan José
Viamonte, Saavedra rechaza los cargos, niega haber
recibido 500.000 pesos para encabezar una revuelta y,
a su vez, acusa a Vieytes de propiciar la tutoría
británica del Río de la Plata.
• En 1813, Juan José Castelli, uno de los jefes de la
expedición al Alto Perú, protagonizó la primera
investigación político-militar, incoada a raíz de la
derrota de Huaqui. Fue acusado de conspirar contra el
gobierno de Buenos Aires; el proceso desembocó en una
requisitoria sobre su vida privada, y el rótulo de
depravado sexual reemplazó al de separatista, que lo
había llevado ante los jueces. Ese mismo año, la
Asamblea General Constituyente se hizo eco de rumores
de traición, pactos con el enemigo, malversación de
fondos, peculado y adopción de variadas formas de
intriga, sentando en el banquillo de los acusados a
Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Domingo Matheu,
Mariano Moreno, Juan José Paso, Juan Gorriti, Manuel
de Sarratea, Bernardino Rivadavia, Tomás Guido, Juan
Larrea y otros. Sobre Larrea pesó la primera acusación
de negociado que registra la historia del país:
comprador en Montevideo de una partida de fusiles por
40.000 pesos, la habría revendido al gobierno en suma
sensiblemente más alta. A pesar de que la Asamblea no
pudo probar ninguna de las acusaciones y acabó
dictando la ley del olvido, los efectos de la calumnia
se proyectaron largamente: en 1826, un proyecto de
Rivadavia para erigir en la Plaza de Mayo un monumento
a los miembros de la Primera Junta provocó una
encrespada polémica parlamentaria, que redundaría en
un hecho concreto: el monumento —la Pirámide de Mayo—
no incluye la efigie de ninguno de los protagonistas
de 1ª gesta revolucionaria.
Históricamente, la calumnia ha sido siempre el arma
predilecta de los desplazados y rezagados
intelectuales. En la "Gazeta Ministerial" del 13 de
mayo de 1816. Domingo de Azcuénaga, hermano de Miguel,
tilda a Pueyrredón de "poco instruido y calavera", a
San Martín de "vago y acomodaticio" y al Congreso de
Tucumán de "vicioso y sir seso". Sarmiento y Rosas se
acusaron mutuamente de traidores, aun cuando el
primero reconociera en su dedicatoria del libro
"Facundo" al general José María Paz que la obra "está
llena de mentiras a designio", para complacencia de
los asilados en Montevideo, quienes, según el biógrafo
uruguayo Andrés Lamas, "competían a ver quién
inventaba mayores barbaridades contra Rosas".
Por su parte, el caso de Juan Bialet Massé y Carlos
Cassaffousth, empresario e ingeniero a cargo de la
construcción del dique San Roque, en Córdoba, que
purgaron en la cárcel una calumnia emprendida por
agitadores roquistas (encabezados por el doctor
Pizarro, gobernador de la provincia), quienes
aseguraban que se habían empleado materiales de baja
calidad, y promovido" una psicosis de horror ante la
perspectiva de su inmediato derrumbe, configura para
algunos historiadores un hecho clave para una eventual
recopilación de las infamias argentinas. Desde su
prisión, en octubre de 1892, Bialet Massé escribió al
doctor Juárez Celman, bajo cuyo gobierno se había
auspiciado y concretado la erección del dique: "Se
repite que no sirve y que no hay más remedio que
deshacerlo. Eso me mataría. He de protestar y
defenderlo a gritos, con las uñas, como se pueda, pues
sería un crimen de lesa civilización. Será una infamia
que me maten, pero será peor que se derribe esa
obra... Le garantizo por mi honor que el dique es
bueno y está bien, a pesar de algunos desperfectos
causados por el abandono, la incuria y la imprudencia
con que se lo ha tratado... Existe el deliberado
propósito de derribarlo para que no quede nada que
venga de Juárez Celman. ¡Bárbaros!" En su "Estudio
histórico y documental de una época argentina
(1844-1909)", Agustín Rivero Astengo señala que
"Juárez Celman ofreció la garantía de sus bienes para
obtener la excarcelación de los detenidos, y no vaciló
en hablar a unos y a otros para que se respetase la
integridad del dique San Roque, todavía en pie". Aún
así, Cassaffousth y Bialet Massé permanecieron un año
en prisión.
Sin embargo, no puede decirse que la insidia haya
cobrado forma de institución nacional, estable y
próspera, hasta después de la revolución de 1930.
Casos como el de Horacio Oyhanarte, ministro de
Relaciones Exteriores de Yrigoyen, exiliado luego del
6 de setiembre de 1930, acusado de corruptor por los
investigadores uriburistas, o el de Elpidio González,
ministro del Interior del mismo gobierno, señalado a
su derrocamiento como arquetipo de la venalidad
administrativa, representan indicios patológicos para
un eventual análisis de la historia política nacional.
Oyhanarte volvió a Buenos Aires en 1933, para asistir
a las exequias de Yrigoyen, fue apresado, juzgado y
absuelto después de largos cabildeos. Ninguna de las
imputaciones que se le hicieron pudo ser probada.
Elpidio González, que habría malversado millones,
fuera del gobierno se convirtió en un modestísimo
vendedor de anilinas. Humillado, jamás quiso aceptar
la renta que, en 1942. el gobierno de Ramón Castillo
votó para él.
La calumnia nunca es exageradamente gratuita: con ella
se busca, a
menudo, frenar o anatemizar propósitos ulteriores.
Cuando Nicolás Repetto se propuso demostrar la índole
venal de algunos ministros yrigoyenistas, los
diputados de ese sector le salieron al paso,
acusándolo de explotar conventillos. Nada pudo contra
el infundio su aclaración de que sólo era propietario
de dos casas, una de las cuales compartía junto con
seis inquilinos "por obvias condiciones de
habitabilidad". Durante años, y aun entre sus propios
correligionarios, arrastró su fama de cruel locador.
Aun cuando la calumnia suele motorizarse por
ingenuidad y puro afán sensacionalista ("sin una
prueba objetiva que la oriente, la mayor parte de la
gente formula sus conjeturas de acuerdo con sus
predilecciones subjetivas", dice Gordon W. Allport),
no siempre puede disimular su intención aviesa. Por
afán sensacionalista y alentando un sedimento de
rebelión, se hizo circular, en 1950, la especie de que
Perón sufría de un tumor cerebral y estaba a punto de
internarse en la clínica Mayo, de Nueva York. Por su
parte, el concepto de que era un galanteador de
mórbida vitalidad suscitó contradictorias versiones.
Arturo Jauretche dijo de él que podía probar que,
durante su gobierno, era ya impotente.
Algunos sociólogos, como el rumano Jacob Moreno y el
ruso D. A. Bysow, coinciden en que, extrañamente, un
dios difuso parece proteger a quienes se afanan en
prodigar calumnias. Moreno estima que las
posibilidades de pagar su culpa estén en razón inversa
a la importancia del infundio. Bysow lo confirma
considerando que las democracias inmaduras son buen
caldo de cultivo para chismes y rumores, y propone una
ley: los pocos calumniadores que han sido condenados
lo han sido siempre por un motivo políticamente
baladí. Para ilustrarla, cuenta un chiste: un hombre
se está ahogando en aguas del Volga. Otro lo ve, lo
socorre y lo salva. El hombre que estuvo a punto de
morir se identifica: "Soy Stalin —le dice—. Pídame lo
que quiera y se lo concederé." El otro piensa un
minuto y responde: "Sólo esto: por favor no diga a
nadie que lo salvé yo." Según Bysow, la propagación de
este chiste en la Unión Soviética stalinista ha
conducido a Siberia a más de un alegre divulgador.
Pero lo que —aparentemente— más irrita a los enemigos
políticos es la falta de reacción del atacado. Un
ejemplo reciente en la Argentina fue proporcionado por
Arturo Frondizi, quien sistemáticamente se negaba, aun
contra la opinión de sus colaboradores, a replicar los
ataques personales. Lo más llamativo del caso Frondizi
es que un mismo acusador no tiene inconveniente en
acusarlo de marxista e imperialista yanqui, las dos
cosas a un tiempo. y que eso haya servido de presión
psicológica sobre algunos grupos de las Fuerzas
Armadas.
El vehículo más habitual para las acusaciones de mayor
gravedad fueron, en todas las épocas, las comisiones
investigadoras: un buen resumen del sentido y utilidad
de las acusaciones injuriosas en política lo da el
hecho de que en la historia reciente argentina —desde
1930—, prácticamente ninguna investigación especial
llegó a resultados terminantes, salvo aquellos casos,
como el famoso "informe Rodríguez Conde", en que ,las
conclusiones fueron finalmente silenciadas.
Ni estos hechos ni la sabiduría de las leyes —en la
Argentina, como en todo país civilizado, nadie puede
ser considerado ni tratado como culpable mientras su
culpabilidad no haya sido demostrada— son suficientes,
sin embargo, para detener el rodar de las calumnia.
Afortunadamente, la maledicencia no es suficiente, la
mayoría de las veces, para quebrar a los hombres
públicos más valiosos, aunque a veces los mejores
talentos, los de más fina sensibilidad, lleguen a
descerrajarse un balazo —como Lisandro de la Torre—
para expiar el dolor, el asco, la humillación que le
produjo un clima similar al que la Argentina vive
ahora.
Primera Plana
02.06.1964