El año pasado, un pulcro y acaudalado octogenario subió a
su reluciente Alfa Romeo último modelo y le espetó a su
chofer: "Si alguien llega a pasarlo en la ruta a Mar del
Plata, lo despido." El resultado fue un vuelco de
discretas proporciones y la reafirmación de una voluntad
que no retrocede ante ningún obstáculo.
El dinámico anciano se llama Carlos Della Penna, nació
hace 85 años en Vasto, un pueblecito italiano de los
Abruzos, y en 1899 llegó a la Argentina, "con mucho
optimismo y un título de ragioniere (contador) en el
bolsillo". Su primer destino fue Lobos (Buenos Aires),
donde ejerció de maestro a pedido de la Sociedad Italiana
de Socorros Mutuos de esa población.
"Yo acepté con bastante inconsciencia, porque no sabía
castellano. Cuando me vi frente a los alumnos me espanté,
y como eran hijos de italianos empecé por preguntarles en
mi idioma cuál era la denominación castellana del lápiz,
del papel, etcétera. Cuando los chicos se cansaban, los
mandaba a hacer gimnasia en el patio."
El propio maestro improvisado se cansó pronto de este
original sistema pedagógico y se trasladó a Buenos Aires
donde, "atraído siempre por los papeles y los libros",
comenzó a comerciar en papel. Así nació la próspera
industria que lleva el nombre de su fundador; también
comenzó así la fortuna personal de Della Penna, que le
permite perder tres millones de pesos anuales en la
impresión de la revista Histonium (24 años de antigüedad)
y donar escuelas y asilos a su país de origen y al de su
adopción. "Viajo cada año a Italia y puedo asegurar que
allí me siento mucho más argentino que cualquiera."
El proyecto que ocupa ahora la atención de Della Penna es
la Escuela Ítalo-Argentina (capacidad: mil alumnos),
además del jardín de infantes, que ha donado para ser
instalada en Catalinas Sur. El terreno fue cedido al
donante por la Municipalidad de Buenos Aires, por 90 años;
tiene 53 por 56 metros, y la escuela, que costará 40
millones de pesos, abarca una superficie de 4.600 metros
cuadrados. Para su construcción se realizó un concurso
(desde 1956 no se hace ninguno destinado a escuelas) en el
que actuaron como jurados los arquitectos Juan O. Molinos,
Luis Morea y Alejandro Billoch Newbery.
Resultó ganador el arquitecto Juan Manuel Borthagaray, 36
años, casado, dos hijos, profesor titular regular de
Composición Arquitectónica en la Facultad de Arquitectura
y Urbanismo de Buenos Aires. Este es el noveno premio que
obtiene en certámenes nacionales, y el tercero en el que
alcanza el primer puesto; también en 1963 colaboró con el
equipo dirigido por Mario Roberto Álvarez, que logró el
puesto máximo en el concurso de anteproyectos para la
nueva sede del Jockey Club.
La Escuela Ítalo-Argentina tomará en cuenta las
concepciones más actuales de la edificación escolar, a
partir de la definición de Aldo van Eick y de Louis Kahn:
"Un lugar donde sea grato aprender y enseñar". Poseerá
siete aulas para otras tantas especialidades, como el
laboratorio de ciencias, el auditórium para música, y 14
aulas comunes, ubicadas en el primer piso. Pero no habrá
ningún peligro de que los alumnos se caigan por las
escaleras, en razón de haber sido sustituidas éstas por
rampas de suave declive. La biblioteca, el gimnasio y la
pileta de natación completarán las modernas instalaciones.
Un problema que ha merecido especial atención es el de la
luz. Dice Borthagaray: "La necesidad de iluminación pareja
y constante y de asoleamiento graduable, nos llevó a
separar ambas fuentes: la luz es cenital, el sol entra
lateralmente". La iluminación cenital es indirecta y, por
ende, difusa: está confiada a dos tiras de ventanas
superiores, una a cada costado del aula. La luz que entra
llega al aula reflejada por la parte superior de las
paredes laterales, que actúan como planos difusores. Ambas
fuentes, complementadas por el cielo raso curvo, dan una
curva luminosa óptima casi horizontal.
El pizarrón negro ha desaparecido de la escuela moderna:
en la de Borthagaray, una pared íntegra es la pizarra, de
color verde mate, a fin de que el alumno "no necesite
esforzar la vista en sucesivos aislamientos de figuras,
primero la del pizarrón dentro del muro y después la del
signo inscripto en la pizarra". Todos estos recursos crean
un espacio bañado en luz fresca, alegre, pareja y
confortable, sin ceños fruncidos por el esfuerzo visual.
Carlos Della Penna ha impuesto como condición para que se
erija su escuela que en ella se aprenda obligatoriamente
el idioma italiano, además de las asignaturas de la
enseñanza primaria común. El gobierno italiano es el
depositario de esta obligación y el encargado de
suministrar los profesores de esa lengua; tendrá a su
cargo, además, el mantenimiento del edificio, sus
instalaciones y materiales. En Vasto, su aldea natal,
Della Penna donó un establecimiento asistencial, a cargo
de las religiosas de la Santa Cruz, quienes se ocupan de
asear, alimentar, educar y divertir a 300 niños, a quienes
se transporta en ómnibus.
Otras iniciativas culturales del donante: la Justa del
Saber, una contribución al premio "Estímulo al Docente";
en Italia, un concurso de pintura ("clásica y figurativa",
según su propia definición) y la fundación de la Escuela
de Artes y Oficios de Vasto. Curiosamente, el hombre que
tantos afanes ha consagrado a la educación de la infancia
es soltero.
Revista Primera Plana
28.01.1964
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