Cupeiro y Peduzzi: Dos audacias
Lo más nuevo y lo más viejo que pasó por el Autódromo
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Jorge Cupeiro, el rey del Autódromo
"No, por favor, esto no se lo puedo decir yo." La pregunta golpeaba a la soberbia o a la humildad de un hombre: ¿Cree que usted ya es un ídolo? La frente combada de Jorge Cupeiro fue transitada repentinamente por unas profundas arrugas alargadas, como si sobre un pedazo de yeso se hubiesen trazado las nerviosas rayas de unas uñas histéricas. Con sus manos en los bolsillos, caminando en puntas de pie, inclinándose ligeramente hacia adelante, desgarbado, sin gestos, sin estridencias, blando, de piel aceitunada, con un ondulado pelo oscuro y ralo ("está por volárseme en cualquier momento"), en el que se insinúa un discreto mechón blanco, Cupeiro, el piloto admirado por los tuercas, los exquisitos y los adolescentes, creador de un gigantesco bando —los cupeiristas— en pugna con otra inmensa legión —los emiliozzistas—, en la que se enrolaron los "come grasa", los adultos y los reposados, no era entonces ni un ídolo de barro ni un ídolo de hierro. Era sólo un ídolo de carne, ajeno a la revolución que había arrasado con la mitología del Turismo de Carretera, un hombre lejano, ausente de sus propias hazañas, como perdido en la multitud. No tiene la estructura física ni espiritual de un ídolo, de ese monstruo que electriza con la insólita contribución de lo descabellado, capaz de caer un día en una hondonada y de aventajar, cuarenta y ocho horas después, prendido de un camino de cornisa, a veinticinco coches y de derrumbarse más tarde entre un puñado de humeantes hierros retorcidos.
"No, eso no se lo diré nunca. Y, además, tampoco lo pienso. Yo no soy un perseguidor de la popularidad porque, generalmente, me molesta mucho."
El domingo 13 de marzo, en la inauguración de la temporada de pista, el autódromo municipal, convertido en una ondulante jalea humana, se sacudió al compás de su vibrante ritmo. Y una vuelta antes de la terminación de
la prueba, la multitud soltó una nube de pañuelos y coreó ruidosamente su nombre. Cupeiro, con su Chevytú transformado, con un nuevo ropaje dibujado por Jorge Ferreyra y cuyos hilvanas y puntadas definitivas costaron 350.000 pesos, recibía una vez más una aclamación que todavía no lo convence de que pueda ser un ídolo o esté en camino de serlo y que, en todo caso, sólo le hace pensar que tal vez pueda ser únicamente un apasionado obrero del vértigo. En la inútil persecución del Chevytú se deshilachaba una asombrosa concepción mecánica, como arrancada de un museo de la prehistoria, el Nº 21 de Ricardo Alberto Peduzzi, antiestético y bamboleante, como si uno hubiese sido una delicada concepción de Balenciaga y el otro la creación "demodée" de una costurera de barrio. Estas son las dos partes de otra historia.

El itinerario de un precoz

Jorge Cupeiro nació el 15 de octubre de 1937. Se recibió de bachiller, en el turno de noche, en el colegio Rawson, y logró el título de perito mercantil.
"Después, dejé de estudiar porque me gustaban las motos. Escuchaba las carreras y me enloquecía. Era un fanático furioso de Oscar Alfredo Gálvez y, además, fordista."
Se empleó en la contaduría general del Banco de la Nación y, con ahorros pacientes, compró a los 18 años de edad su primera motocicleta: una Puma, por 6.800 pesos. "Bastante antes —desliza nostálgico— me clasifiqué campeón de 'carritos' en la bajada de la Facultad de Derecho. Ahora le llaman 'surf', pero entonces nosotros le decíamos carritos con rulemanes."
"La época en que más me apasioné fue en la carrera internacional a Caracas; allí no me desprendí del lado de la radio ni un minuto. Por eso le tengo tanto respeto a los chicos cuando me piden un autógrafo. Mi hermana Susana Teresa, cuatro años mayor que yo, para llevarme la contra era hincha de Fangio. En la mesa se armaban unas discusiones frenéticas."
Oficialmente, Cupeiro se inició en el motociclismo a los 19 años de edad, en la categoría de 175 cc. con una Gilera. "Llevaba el Nº 13 y llegué último. Me habían dicho que era una carrera para motos standard y estaban todas preparadas. En la segunda carrera me dije: ahora no me embroman más y yo también preparé la moto. Le eché un poco la culpa de mi derrota anterior al número 13; en la segunda, me dieron el 189 y gané." A partir de ahí se inicia el vertiginoso itinerario de un precoz. Pasó al equipo oficial de la NSU ("una de las personas que más me enseñó fue el húngaro Béla Ferray" su director técnico) y luego saltó a las categorías de 250 y 300 cc. En Santiago de Chile, en el circuito Los Dominicos, a los 21 años de edad, alcanzó una de las más grandes satisfacciones de su vida al triunfar, en un mismo día, en tres de las cuatro carreras realizadas. Su trayectoria fue adquiriendo el impulso de un meteoro. Sus éxitos fueron una larga cadena, de la que no faltó ningún eslabón: vencedor desde los 50 cc. a los 500 cc. En 1960 incursionó, por primera vez, en algo bastante parecido a un automóvil: corrió el microcoupé Heinkel y con él se impuso en las siete competencias en que intervino. Se trasladó a NSU Prinz, y paulatinamente fue cubriendo todas las categorías del automovilismo, en todas las cuales fue también un triunfador: microcoupé, Turismo Mejorado, Sport, Gran Turismo, Mecánica Nacional y Turismo de Carretera.
Ahora, a los 28, envuelto en un deslumbrante manto de aplausos, gritos y victorias, no puede, sin embargo, olvidar el comienzo: "La moto es la gran pasión de uno por toda la vida. Muchas cosas que se aprendieron en la moto me sirvieron para el auto. Además, fue mi época feliz. Todo se hacía con lirismo. De esa época me acuerdo con mucho cariño".
Con un Alfa Romeo, que le vendió José Vianini en 260.000 pesos y que había pertenecido a Gastón Perkins, fue en 1960 a Mendoza a correr el Gran Premio de la Vendimia y triunfó. Su primera carrera en ruta se registró en la Vuelta de Villa Carlos Paz (1961), el trazado más difícil del país. "Cuando iba primero se me rompió un palier. Fue ese uno de mis años más brillantes y el más triste, también, porque el 25 de diciembre, a las 10 de la mañana, murió mi madre (Concepción Santiso, 46 años). Fue una de las poquísimas veces que lloré en mi vida."
En el Gran Premio de Turismo Mejorado de 1961 formó parte del equipo oficial de la Alfa Romeo, junto con Oscar Cabalén, Roberto Mieres y Miguel Jantus ("Yo, entre esos nenes"). "Pero, por suerte, todo salió bien. Gané varias etapas, llegué cuarto en la general y segundo en mi categoría; tuvimos una alegría inmensa al concretar lo que todavía sigue considerándose una proeza: Cabalén y yo fuimos los únicos que vencimos a los Mercedes Benz" (la cuarta etapa, rigurosamente de montaña, hasta 4.600 metros de altura, entre Catamarca y Tucumán). "Cabalén fue primero; yo, segundo, y el alemán Hans Hermán, tercero".

La nueva sensación: el Chevytú
Por sus manos blancas, de dedos largos y ligeramente gordos, en ninguno de los cuales figura el anillo matrimonial ("Lo llevo prendido de mi cuello, de una cadenita, porque en la mano me molesta al manejar"), pasaron después los volantes de varias marcas, hasta que el 12 de abril de 1964, en el mismo escenario de su inicial gloria motociclística, el Autódromo, se presentó con una estructura atrevida que provocaría irritados sacudimientos en los apegados a la corriente agonizante de los tradicionalistas: el Chevytú (adaptación fonética de chevy two: Chevrolet dos), un auto norteamericano de serie comprado en los Estados Unidos en 1.500 dólares por el ex sub-campeón del mundo José Froilán González (con 43 años, nacido en Arrecifes, la "Ciudad del Automovilismo"). Impulsado por un motor Chevrolet de seis cilindros en línea, con tres carburadores Weber y en el que ahora casi todo es nacional (motor, bloque, cigüeñal, tapa de cilindros) y lo único importado sus cojinetes, el Chevytú no daba la sensación de ser un auto de TC. Despertaba sólo la idea de un coche común de paseo; y junto con esa idea levantó una estrepitosa polémica. Los cristalizados iniciaron la hora del odio. Apelaron a los reglamentos y se opusieron a la posibilidad de que el Turismo de Carretera, pálido, esclerótico, moribundo, fuera invadido por una corriente revitalizadora. Pero José Froilán González, tenaz, inquieto, observador, estudioso, "terco como una mula", siguió su lucha. Las evidencias tienen más fuerza que el encono. Se oyen aún los últimos gritos de la ya tocada mitología del TC mientras los folkloristas van desgajándose y desmoronándose.
La revolución ganó adeptos y se convirtió en una causa victoriosa. "Hay que ganarle al Chevytú", fue la consigna divulgada casi como un alarido.
Y los talleres se pusieron a trabajar, mientras el Chevytú, con Jorge Cupeiro que seguía añorando el motociclismo, se lanzaba a la conquista de la comprensión. En 1964 ganó sólo un carrera ("Se rompía siempre"): la Mar y Sierras. Pagaba dolorosamente el derecho de piso en ruta y en pista. Era todavía una auto experimental, frágil, atacado de lipotimia. "A cada momento —afirma Cupeiro—, después de un esfuerzo agudo, se desmayaba. Parecía como atacado de un infarto crónico." Pero llegó 1965 y con él la consagración definitiva de la máquina, porque su piloto ya había alcanzado la gloria definitiva y hasta había logrado, con ese único éxito de 1964, la hazaña única entre todos los conductores del país: ganar en todas las categorías de autos.
"Entre premios y propaganda inscripta en el coche —agrega orgulloso Froilán González— en 1965, ganamos 6 millones de pesos. Muchos dicen por ahí que yo en el Chevytú invertí una fortuna. Bueno, puse en él lo que, más o menos, sacamos con las carreras y la publicidad. Por un acuerdo mutuo, el cincuenta por ciento de lo ganado va a las manos de los hermanos Aldo y Rinaldo Bellavigna, los preparadores del coche. Cupeiro era el piloto cuidadoso que necesitábamos; es el piloto justo, un corredor fino. Nunca le dio siquiera un rayón. Los pilotos nacen y luego se van haciendo de experiencia; son natos porque hay un don natural, la sensibilidad. Para triunfar hay siempre una sola fórmula: trabajar. Lo otro es
charlatanería." En el banco de pruebas de los Bellavigna, en un recinto reducido, el motor del Chevytú bramó más de una vez, con su caño de escape al rojo vivo, produciendo sus roncos zumbidos una hiriente punzada en los tímpanos y una extraña sensación en el estómago, como si vibrara al ritmo del cuentavueltas con que los Bellavigna, dos artesanos, vigilaban las saludables entrañas del auto combatido y admirado.
Fue justamente 1965 el año que aplastó los estertores de quienes aún derramaban sus protestas sin eco por esa invasión irreverente de un Chevytú atildado, blanco, como los caballos de los cow boys buenos, diabólicamente vertiginoso. Ganó entonces nueve carreras, y su piloto, sumergido ya en la fama, se hizo acreedor al premio adjudicado por una encuesta, al piloto más popular de 1965.

El otro gran cambio
Froilán González es, efectivamente, terco, pero, antes que nada, es un amante de la evolución. "Hay que seguir cambiando", se dijo un día cualquiera de 1965, y el Chevytú fue sometido al arte sutilmente modisteril del ya célebre carrocero Baufer. Se reanudó así la ansiosa carrera contra el reloj, en busca de unos kilómetros que le permitiesen al Chevytú seguir siendo el auto de vanguardia. Su trompa fue afinada, su cola se acortó en veinticinco centímetros y se transformó casi, al fin, en un Gran Turismo. Su rodaje trasero, tipo Indianápolis, es de 900x15 y el delantero de 600x 15. "Teóricamente, según la opinión del ingeniero Rafael Sierra, se han ganado 20 caballos de fuerza, lo que se traduce en 8 a 10 kilómetros más. Ahora debe alcanzar los 240 kilómetros horarios." El índice de penetración ha mejorado sensiblemente y su conducción ha variado también en forma notable:
"Se agarra mejor (Cupeiro) y gira que es una maravilla". "Dentro de poco (Froilán González) vamos a hacerle nuevos cambios. Lo bajaremos algo más y le inclinaremos el parabrisas." El Chevytú mide de alto lm40; de largo, 4m25; de ancho, medido en el parante, lm60; tiene una trocha trasera de lm53 y una delantera de lm47, y pesa 1.200 kilos.
Nada se detiene en Froilán González ni en lo de los Bellavigna. Ya están estudiando la próxima maquette y el lápiz de Jorge Ferreyra tiene su punta afinada. "Mire esta carta —mostró Froilán González—; me la mandó un desconocido, pero en ella se dice un montón de verdades." Un aficionado —mejor, un apasionado— felicitaba a González por sus saludables ráfagas renovadoras y remataba así su estímulo: "De esta manera y no de otra es como se lleva arriba a nuestro automovilismo. Siga, que usted está en la verdad".

Cosas y cosas
Jorge Cupeiro se casó el 10 de agosto de 1963 con Silvia Mercedes Crippa. Tiene dos hijas (Silvina, de un año y ocho meses, y Paula, de tres meses). Vive en el barrio Norte (Callao y Las Heras) y, mentalmente, tiene la lisa
superficie de un cristal. Dice lo que piensa sin irritarse. "Odio todo lo que sea popularidad, suntuosidad. Me revientan las fiestas; me gusta vivir libremente; me trastorna la soledad. Yo solo soy incapaz de sentarme a una mesa y comer. Si al llegar a casa estoy solo, me enfermo. Soy de poco hablar, pero el solo hecho de sentirme acompañado me reconforta. La soledad me desespera para todo. Lo único que me gustaría hacer solo es correr y me obligan a correr con acompañante. Hay gente a la que le gusta la tranquilidad y el silencio. Eso la serena; yo me pongo loco."
Cupeiro no va a misa porque no tiene tiempo, pero cree en Dios y es devoto de la Virgen del Pilar y de San Benito. "Generalmente, rezo cuando lo necesito; antes de alguna carrera; rezo lo normal, casi siempre un Padre Nuestro." No fuma, no bebe alcohol, no tiene hobbies, duerme diez horas diarias, se emociona fácilmente y no es extraño que su actor preferido sea Luis Sandrini; lee muy poco, casi nada, y el único libro que llegó a conmoverlo fue "Hombres, mujeres y motores", del alemán Alfredo Neubauer, director técnico del equipo Mercedes Benz, "porque muestra las grandes figuras del automovilismo de otras épocas en toda'; las facetas: humanas, técnicas y deportivas con un notable realismo".
Tiene baja presión (la máxima nunca sube de 12) y piensa que el corredor de automóviles, al que muchos consideran como un extraño espécimen lindando con las fronteras de la patología o de la anormalidad, es un ser como cualquier otro, capaz de sentir las mismas reacciones y los mismos impulsos de cualquiera que jamás haya manejado un automóvil. Está seguro de sí mismo, porque todo lo hace razonando, empleando un sentido lógico. "Es mucho más peligroso conducir por la ciudad; hacerlo, me da a veces un poco de pánico." Son varios los que piensan que se le puede encasillar dentro del grupo insensible de los pilotos fríos. "Con la velocidad, cuando todo se estrecha (el camino y las distancias), y cuando uno se juega la vida, sería absurdo jugar con el desenfreno."
La rivalidad no lo ofusca: Cupeiro admira a los Emiliozzi ("Son un ejemplo de capacidad de trabajo y de disciplina deportiva") y está convencido de que no habrá otro piloto como Juan Manuel Fangio. Fuera del automovilismo, le hubiera gustado ser un buen maestro de escuela porque "me encantan los chicos". No tiene cábalas, no usa amuletos. Nunca sintió una inminente sensación de peligro, no volcó ni chocó y sólo tiene miedo antes de
iniciar una carrera. "Es lo normal, pero a veces es mucho más el miedo al fracaso que a la propia muerte. Entonces entro en tensión, se me endurece ligeramente el estómago y me dan unas ganas tremendas de orinar. Pero todo pasa pronto, todo se olvida en plena carrera." Horadando la ruta, lanzado en ella como un turbión, piensa sólo en la carrera y apenas habla con su acompañante, Enrique Duplán (22 años) del plan a seguir.
Cupeiro tiene veinticinco trajes ("Antes tenía la locura de vestir bien y me mandaba a hacer de un saque seis trajes de medida"), pero ahora ya no me preocupo tanto por eso. Me encanta la ropa sport, sentirme cómodo; me disgusta todo lo que sea artificial, prefabricado, demasiado tieso o demasiado compuesto. No me gusta el juego, sólo el truco. Cuando voy al casino de Mar del Plata me paso las horas mirando, y cuando veo a un amigo que pierde plata me da mucha rabia y me digo: "¡Qué estupidez!; las cosas lindas que se podrían haber hecho con esa plata". Se afeita solo todos los días y se corta el pelo una vez por mes. ("No me hace falta más porque cada vez me queda menos"). Piensa retirarse del automovilismo a los 32 años, pero, entretanto, aunque nunca sueñe con el Chevytú ni con las carreras, piensa permanentemente en las dos cosas.
No es exuberante en sus gestos ni en sus actitudes. "A veces tengo cosas de chiquilín" y sólo parece alterado, en su superficie aparentemente satinada, cuando el camino le tiende una trampa mortal a uno de sus colegas. "Entonces me desespero." Cuando la carrera llama con esa voz silenciosa que en todos los corredores del mundo parece ser un seductor canto de sirena, Cupeiro, con un bolsón en la mano, se despide de su casa y entonces, casi como una obsesión, tiene sólo un pensamiento después de besar a su hija Silvina: "Si me doy una piña, vos la ligás de rebote". Y sólo entonces Jorge Cupeiro, el casi electrónico, siente a flor de piel un ligero cosquilleo que brota en la planta de su pies y muere en la punta de sus manos. La carrera llama. Y Cupeiro oye su llamado. Ahora Europa también lo reclama. En la Fórmula 3, a la que, en la temporada internacional argentina fue trasvasado de su Chevytú, irá a hacer experiencia. "Ese fue mi gran orgullo: ser designado para formar el equipo argentino aquí y allí. Ahora sólo espero hacer un buen papel. Una de las cosas que más me podría emocionar sería ganar una carrera importante fuera de la Argentina y escuchar el Himno: Dios me libre, se me caerían los pantalones."
Cupeiro cree en la gente, pero "a veces me decepciona". Una razón más, tal vez. para seguir creyendo en el automovilismo. "Pero, por favor, ¿otra vez esa pregunta? Bueno, tendré que contestársela. No sé si conformo el ideal del ídolo que el público busca porque no trato de serlo; que pienso que a eso se llega sólo por méritos." Los pañuelos del autódromo le dijeron que ya lo era, aunque siga tratando de no serlo.

Alberto Laya
29 de marzo de 1966


La albóndiga embrujada
Caía la tarde cuando al taller de los Peduzzi llegaron dos imprevistos visitantes: Horace Stevens, director de carreras de IKA y Gastón Perkins, el piloto oficial de esta marca. Se saludaron y Stevens expuso sus motivos. "Vengo a ofrecerte —le dijo a Peduzzi hijo— un auto en nuestro equipo oficial." La humorada de Peduzzi, de unos días atrás, empezaba a ser tomada en serio por quienes están habituados a apreciar.
El 13 de marzo, mientras el Chevytú hacía palidecer de rabia a sus contrincantes, con su atrevido desplante de renovación, una máquina inesperada le disputaba la atención del público. En apariencia, era su antítesis: una cafetera da origen impreciso —los entendidos aclararon: modelo de chasis y carrocería de Chevrolet 1929— y seguramente el armatoste más antiguo que haya desfilado nunca, en competencia, por el Autódromo Municipal.
En las curvas era visible la dificultad del piloto para dominar la máquina, pero una y otra vez, Ricardo Alberto Peduzzi conseguía ponerla en el buen camino y hasta conquistar una posición destacada: el segundo puesto en la segunda serie, que ganó Carmelo Galbato. El primer chiste, casi involuntario, lo disparó un locutor poco académico, que en trance de original la bautizó "almóndiga voladora". Los espectadores no se quedaron atrás: "Mirá, parece un taxi, el copiloto va sentado atrás". Y otro: "No, no es un taxi, no ves que tiene pintado un número grande; es el colectivo 21 que se salió de la ruta". Para Ricardo Peduzzi (22 años) y su copiloto, Luis Alberto Fabbro (19 años), las bromas no contaban. Se trataba de hacer una buena carrera y lo consiguieron, aunque en la final tuvieron que abandonar.
"Yo con esto —apuntó Fabbro— voy más seguro que cuando estoy en casa durmiendo.'- Esto es por afuera un adefesio, que parece escapado de un museo de antigüedades. pintado de gris metalizado y con la imagen colorida del pájaro loco a los costados, como si hiciera falta para llamar la atención. Sus tripulantes suelen llamarlo también "el cuadrado" porque mide lo mismo de alto que de trocha: lm75. No costó caro: Ricardo Peduzzi lo compró en 50.000 pesos a un empleado de Banco de Villa Ballester, su ciudad natal, para "usarlo particularmente y un poquito tocado".
Después la albóndiga cambió de relleno: el joven Peduzzi consiguió que su padre, el veterano Félix Alberto Peduzzi (49 años, ganador del Gran Premio de Turismo de Carretera de 1962), le dejara instalar el motor Chevrolet de seis cilindros, de cuatro bancadas y tres carburadores de doble boca, de su propio automóvil de competición. La albóndiga quedó embrujada y asombró al Autódromo.
"Mi papá me quería hacer estudiar —se confiesa Ricardo Peduzzi—, pero no llegué más que hasta sexto grado." "A mí me pasó lo mismo", agrega Fabbro. A todos parece pasarles lo mismo. "Sí, el automovilismo —remata Peduzzi padre— es una especie de locura."
Pero la locura encuentra también reconocimientos, como el de Stevens y Perkins. El joven Peduzzi invitado a correr para el equipo IKA, por una sola actuación de muestra. ¿Quién lo iba a decir? La propuesta debe haber hecho vibrar a los fierros fatigados de "El Cuadrado" que. a pocos pasos, completamente desarmado, parecía ser sólo la prueba de una broma que concluyó. De una burla de adolescentes que hizo exclamar a Peduzzi hijo, viendo pasar al lado al Chevytú de Cupeiro: "Che, fijate, al lado nuestro éste parece que va en bikini".

Road Test
HACE pocos días Jorge Cupeiro se sometió, ante el doctor José Juan Carlos Vilella, a un chequeo clínico, radiográfico y psíquico. He aquí el resultado del estudio psicológico:
Actividad intelectual: Buen caudal intelectual. Inclinación a las actividades prácticas. Capacidad para el análisis y la síntesis. Organización y método. Claridad y agilidad mental. Objetividad.
Dinamismo afectivo: Si bien posee un fondo emotivo y sensible, ejerce sobre éste un control racional que le impide volcar sus estados afectivos en forma espontánea al medio ambiente. El temperamento agresivo, al ser también inhibido, le provoca un aumento de tensión interior, por no poder desahogar su impulsividad en forma adecuada.
Actividad volitiva: De voluntad fuerte, encara los problemas con decisión y energía. Es constante y organizado en el desarrollo de las tareas ya emprendidas.
Actividad social: El carácter introvertido que presenta lo lleva a integrarse poco con el medio ambiente. Su conducta es prudente, costándole adaptarse con plasticidad y soltura. Sus contactos interpersonales son por ello, en general, superficiales e inafectivos.
Actividad somática: Se observa un tono psicomotor de base bajo, que compensa en forma consciente. Humor constante. Signos de inhibición y tensión interior.

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