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El hogar que está dentro de un tranvía
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Hogares infantiles

"Ahora soy feliz en serio —confesó impulsivamente Mirta Benítez, de 7 años, mientras se trenzaba el pelo y se lo destrenzaba, afanándose por no estar callada—. Mis hermanos a veces lloran de noche y a la mañana no quieren contar por qué", dice con una carita cómplice, los ojos fijos en otros siete chiquillos de entre 12 años y 6 meses, ordenadamente dispersos a su alrededor. Vista desde adentro, la casa de Mirta se parece a cualquier otra, aunque en verdad sus tres cuerpos (comedor y cocina en el primero, dormitorios y baños en los otros dos) sean viejos tranvías unidos entre sí y pintados de verde. Y aunque, más curiosamente, la madre de Mirta no sea su madre ni todos sus hermanos tengan tampoco la misma sangre.
Pero el "ahora soy feliz en serio", dicho tan sueltamente y sin reticencias, es casi una consecuencia de esa paradoja: cuando Mirta lo afirmó, la semana pasada, mientras el sol estaba yéndose del abierto paraje donde están los tranvías, en Vicente López, casi junto al confín mismo de la ciudad de Buenos Aires, PRIMERA PLANA ponía fin a su investigación sobre una insólita experiencia de caridad cristiana: la Villa Infantil SOS, una institución fundada por el presbítero Carlos E. Gardella en octubre pasado, para "dar hogares nuevos a los huérfanos y a los niños abandonados o desarraigados de sus familias".
Cada chico tiene que respirar el aire de una casa normal, yendo a una escuela cualquiera, admitiendo las reprensiones y las caricias de su madre adoptiva como si nunca hubiese tenido otra. El modelo de SOS son las aldeas infantiles que Hermann Gmeiner ideó en Austria, después de la Primera Guerra: en la Argentina, el padre Gardella ha logrado ya establecer dos, con un total de 15 chiquillos, dos madres y el apoyo de una entidad benéfica, SOS Oprovi Argentina (Obra de Protección de Menores y Villas Infantiles), cuya presidenta es la señora Delia García Pagani de Salvo.
Casi no hay contactos entre los dos cuerpos de tranvías que se yerguen en Vicente López, aunque uno y otro se parezcan: tienen un televisor, un tocadiscos, alguna imagen sagrada y un idéntico color verde en las fachadas. Se llaman, también, casi del mismo modo: Villa Luz y Villa Providencia. Pero, como en todas las historias, lo que sobrevive en la memoria no son los objetos sino los seres humanos. Y es aquí donde está la diferencia.

La nuez que no se abre
En Villa Providencia vive Mirta, y de sus 7 hermanos hay 4 que lo son de verdad, por mucho que se revelen hoscos, encerrados dentro de sí, lo más opuesto que se pueda imaginar a la fantasiosa chiquilla menor. Hace un tiempo fueron arrancados del albergue Warnes y enviados separadamente a varios colegios, hasta que SOS los unió de nuevo, sin limpiar del todo en ellos esa cáscara de reserva que les impide hablar de su vida anterior, que los hace llorar calladamente por las noches y protestar con furia cuando Mirta, apenas ve pasar a un hombre borracho por el camino, dice con desparpajo: "Igual como venía papá a casa, ¿te acordás?" Es una frase que encrespa a la mayor de las Benítez, aunque no haga nada contra su hermana, sólo callarse y volverle las espaldas.
En medio de ellos crece Gerardo, de 9 años, que no es un Benítez ni lo parece: aprendió cortesía cuando salía a recorrer las calles con su abuelo, un vendedor ambulante, y en la Villa se empecina en demostrarlo, preocupándose por el buen humor de los unos y los otros. Aunque nadie lo diga ni se vea tampoco, la autoridad de la madre flota todo el tiempo sobre la casa, se siente nítidamente en los movimientos de cada chiquillo, pese a que ella, María Magdalena, de 30 años, está en el cuarto de al lado, planchando.
Antes, María Magdalena fue modista de alta costura, trabajó un tiempo en la Acción Católica, hasta que vino a la Villa, por razones que oculta tan cuidadosamente como su apellido, porque, como ella dice, "me doy sólo con la gente cuando ya hay bastante confianza. Y no siempre". Aun así, es posible arrancar de su silencio, no hostil pero tampoco demasiado cortés, estos magros datos: ya no extraña el "mundo que dejó", que cambió por este otro mundo donde no tiene horarios ni días de salida; antes, había estado dos años y medio en un convento como postulante, sin llegar a ordenarse por "razones de salud". Pero lo que hace le importa, cree que "es preciso reeducar a estos chicos, desterrar muchas de sus costumbres negativas". Ser madre es lo que le gusta: "Podría criar muchos hijos — se franquea—. pero no soy capaz de aguantar un hombre al lado. Si encontrase uno a mi gusto, tendría que ser tan santo, tan absolutamente santo, que acabaría por desear que se fuera a un convento."
Para los chicos, Magdalena parece sin embargo una madre difícil de sustituir: tiene su propia pieza, pero cuando hace unas semanas se le añadieron dos nuevas hijas a la casa, una de 6 meses y otra de año y medio, debió trasladarse al cuarto de las niñas. Todas las noches, ahora, hay un sorteo para elegir a la que dormirá cerca de Magdalena.

¿Un tranvía vale la pena?
Las reglas de SOS son monacalmente simples: exigen que cada chiquillo permanezca al menos 4 años en su villa, para que la educación recibida resulte coherente; a la vez, no toleran contactos con los familiares reales que vayan más allá de una vez al mes. Más severamente, fijan edades tope para las madres (entre 23 y 40 años); reclaman que "sean solteras y no tengan niños propios o a su cuidado"; insisten, finalmente, en que "alienten fe religiosa".
La madre de Villa Luz, Angélica Wilches, de 37 años, sabía que además de esos requisitos, SOS reclamaba una entrega completa de sí misma. No era su primera experiencia de este tipo: está en la villa desde hace tres semanas, luego de haber sido enfermera samaritana de la Cruz Roja y asistente social de varios barrios de emergencia, en Buenos Aires; pero quizá la describa mejor el hecho de que se marchó de un convento cuando le faltaban ocho días para ordenarse, "porque descubrí algunas injusticias y no las quise pasar por alto".
Es algo nómade, y ella misma lo admite, sobre todo ahora "que estoy buscando mi camino", aunque a veces, cuando se acuesta, se queda reflexionando un rato de este modo: "Caray, estoy viviendo en un tranvía. ¿Es que vale la pena?", para decirse luego que sí, que sí vale. "Dios reconocerá allí arriba esto que estoy haciendo, aunque no lo hago sólo para que Él lo reconozca."
Ciertamente, extraña algunas cosas: el cine y el teatro, por ejemplo, y aunque no lo diga, se huele en el aire que esta maternidad es una forma de sacrificio para quien, como ella, escribe poemas, se deja regañar por el padre Gardella a causa de que no va a misa, y ha sido psicoanalizada muchas veces. Aunque quizá no completamente un sacrificio: cuidar chicos es también una manera de entrar en estado de gracia, sobre todo cuando se cree que "ser cristiana consiste más en hacer cosas que en quedarse de rodillas".
Los dos hogares están cambiando ahora: el padre Gardella y las autoridades de Oprovi tratarán de aliviar a las madres con una ayudante; por ahora, todas las tardes llegan hasta las villas algunas estudiantes de magisterio, enviadas por colegios católicos para ayudar a los chicos en sus deberes.
Sin embargo, para ser madre o ayudar a serlo no basta con querer: el año pasado, cuando las verdes villas empezaron a crecer, el padre Gardella pidió a los párrocos que anotasen a todas las postulantes que pareciesen idóneas. Llegaron 80, y fue necesario un largo proceso de selección hasta que las dos finalistas pasaron por el tamiz. Una de ellas, sin embargo, tuvo que ser reemplazada por Angélica a principios de mayo. "No tenía demasiados modales", es la explicación que se oyó dar.
Tampoco para la comisión de Oprovi la palabra beneficencia tiene un vetusto sentido: todas las semanas, en la sede de la calle Billinghurst al 1400, de Buenos Aires, el padre Gardella instruye a sus veinte miembros sobre un tema renuente: "El menor frente a la. sociedad." Es allí también donde la comisión planifica y ejecuta una vasta tarea que va desde la mera confección de ropas para los 15 hijos hasta la organización de rifas y canastas. Pero de una manera nueva, al menos en las intenciones: la más importante de las consignas es que ningún chico de las villas se sienta diferente de los chicos comunes, ni más protegido ni menos. Como si su hogar se pareciera a cualquier otro. Con la única diferencia de que su cama no está junto a una pared de ladrillo, o adobe, o cinc, o madera, sino dentro de un tranvía definitivamente quieto.
2 de junio de 1964
PRIMERA PLANA

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