Niños
Las madres también pueden aprender
Volver al índice
del sitio
La psicóloga observó atentamente al niño que jugaba junto a ella. La madre de la criatura declaraba que el parto había sido normal; pero la experta tenia alguna intuición acerca del origen de los trastornos de conducta que asediaban al chico. Este, mientras tanto, parecía entregarse a un dramático ritual: profiriendo pequeños gritos sofocados, se retorcía, convulsionado, entre los pliegues de una cortina del consultorio. Por fin cesó en su agitación y se reintegró, apaciblemente, a otras zonas de su diversión. Pero la psicóloga había comprendido, y en su memoria se iluminó el comentario de aquel otro niño que había declarado con simplicidad, una semana antes: "Un gran tajo y ya estoy afuera". En ambos casos las madres habían cancelado, con deliberación tal vez inconsciente, las dificultades de sus respectivos partos: esas dificultades, sin embargo, se habían grabado para siempre en la virgen memoria de sus hijos, porque la memoria fetal existe.
Un paso más debía cumplir la doctora Arminda Aberastury para rematar su teoría. Consultó a los obstétricos que habían atendido a ambas madres y confirmó que los relatos de éstas eran falsos, y que los hijos habían liberado en el juego las angustias de un nacimiento complicado (en el segundo caso se trataba, obviamente, de una cesárea). La comprobación surge límpida: la actitud, las emociones, las experiencias de las madres durante el embarazo y el parto influyen en la posterior conducta y formación de sus hijos. Esta premisa representa el derrumbe de ancestrales prejuicios, depositados en esa sabiduría popular que con tanta soltura dominan las parientas viejas. Puede también representar, no obstante, la formación de otros prejuicios y de otros tabúes, astutamente disfrazados de modernos conocimientos psicológicos.
Los especialistas favorecen ahora la creación de grupos de madres, donde mujeres de distintas edades y experiencias, desde primerizas hasta jefas de abundantes familias, pueden intercambiar opiniones, solidarizarse y, sobre todo, formar una conciencia de la realidad acerca del parto y del ulterior proceso educativo infantil. Así proceden, por ejemplo, la doctora Aberastury y el doctor Eduardo Salas, quienes psicoanalizan contemporáneamente a madres e hijos pues unas y otros son los dos términos de un único problema. Por ejemplo: si una madre, que está en una habitación contigua a la de su hijo, experimenta un estado especial de ansiedad o angustia, traza una cruz en un papel; en la pieza de al lado, el especialista hace lo mismo cuando la criatura se altera en el transcurso de su juego, o cambia bruscamente de actividad. El índice de coincidencias es abrumador.
El doctor Salas es un hombre joven y de buen humor, extravertido.
que sonríe casi siempre y ostenta una franqueza sin pausa. Opina que el concepto madre, aunque por supuesto no se ha alterado en la esencia, debe entenderse hoy dentro de otro contexto muy distinto del de sólo veinte años atrás. Los tabúes permanecen, dice, "porque un tabú no se rompe por un cambio de palabras"; pero el tabú psicológico "es más positivo, por más que siga teniendo una envoltura mágica". Para él, las madres de antes pecaban por exceso o por defecto en la crianza de los hijos: o la educación estricta y fría que solía denominarse "a la alemana", o bien la benevolencia excesiva.
Aunque no lo parezca, la educación tradicional de los argentinos tendía más al primer tipo, con un curioso matiz de sobreprotección llevada al extremo: el respeto parecía más importante que el amor, sin pensar que aquél es sólo una consecuencia natural de éste. Y es notorio el implacable lastre que arrastraban, también, los mimados y malcriados "nenes de mamá". A este cuadro, bastante sombrío, se agregaba la sujeción de la madre novel a las tradiciones familiares, a los consejos de las ancianas, a un inapelable bloque de supersticiones que envolvían a madre e hijo en un anillo mágico.
El doctor Salas no es, con todo, partidario de la eliminación total de la ansiedad o de la "mentira calmante". "Si no fuera por la ansiedad, no sabríamos todo lo que sabemos", afirma. Pero sí es necesario esclarecer las causas de la ansiedad, explicar detenidamente las circunstancias del embarazo y sus consecuencias naturales. "No debemos hablar de parto sin dolor, porque eso es inexacto, sino de parto psicoprofiláctico." No se ha cancelado el dolor en los nacimientos, sólo que ahora se lo utiliza en provecho de madre e hijo y eliminando los antiguos fantasmas.
Para Salas, es imprescindible que la madre desnude ante los demás todas sus fantasías, que se libere de sus complejos. Casi ninguna de ellas, por ejemplo, deja de pensar que su hijo nacerá monstruoso, y lo mejor es confesar esa obsesión, comentarla. En el proceso del nacimiento, todo debe ser claro, hasta el mutuo apoyo entre el partero y la parturienta. Las madres avezadas conocen el riesgo de callarse en las salas de parto, de devorar silenciosamente sus propias angustias. Para aflojar esa tensión, hay médicos que relatan a sus pacientes la fábula del entrenador futbolístico Adolfo Mogilevsky, de Atlanta, quien pide a los jugadores, antes de cada partido, que se desahoguen insultando a los dirigentes del club.
"La parturienta debe sentirse oída y querida —reflexiona el doctor Salas—. Muchas veces, no sé hasta qué punto actué" más como un terapeuta que como un oyente afectuoso." Su voluntad por comprender a la mujer en trance de alumbramiento lo lleva a suponer que "mientras el padre no sea un hombre exageradamente nervioso —en cuyo caso es preferible incitarlo a esperar el nacimiento en el café más próximo—, parece conveniente que presencie el parto. Su mujer se sentirá así más acompañada, y el niño nacerá ante dos padres."

Las madres conversan
Todo este aluvión de ideas parece asumir una forma viva en las Barrancas de Belgrano, en Buenos Aires, cualquier día de la semana; concentradas allí, algunas madres jóvenes examinan y comparan entre sí el complejo proceso de dar a luz y de criar a un hijo sin ataduras interiores. Estar en grupo las hace sentirse mejor capacitadas que las otras madres para su misión: esa certidumbre deriva de su aptitud para comunicarse a fondo con los hijos, para cederles su afecto libremente. La señora Eva de Lew, por ejemplo (26 años, un hijo y otro más que llegará en agosto), tiene conciencia de que su actitud ante el problema es "totalmente opuesta" a la de su madre; piensa, sin temor a equivocarse, que "cuando se mantiene un horario inteligente, el bebé se despierta sólo para la comida".
Amamantar y alimentar es una preocupación que irrumpe en el mundo de la madre desde el primer día posterior al parto; el grupo de las Barrancas de Belgrano, integrado también por Gabriela H. de Parnés (25 años, un hijo de dos meses y otro de año y medio), y por Ana María de Sayas (27 años, un hijo de 5 meses), probablemente no es incluible en el sector de mujeres con prejuicios definido por el doctor Salas, aquellas que temen a un largo amamantamiento por el riesgo de perjudicar su gracia física. Para la señora de Lew, ese proceso debiera durar de 3 a 6 meses; para la de Pames, de 5 a 9 meses, "si puedo".
En la experiencia hay un dato casi prodigioso: las tres madres hablan con sus hijos como si fueran personas adultas, aunque no hayan sobrepasado el período de lactancia: un caso típico es el de la señora de Sayas, quien le comunicó a su hijo, de 20 días, que dormiría solo. Esa actitud, por supuesto, irrita a menudo a las tías ancianas y a las abuelas, temerosas de que "a la criatura se le quite la ingenuidad". No hay nada de eso, por cierto.
El mito de que los chicos vienen de París, o son traídos en el pico de una cigüeña, o germinan dentro de un repollo, ya no es cultivado más —las excepciones son escasísimas— por ninguna madre de la alta o media burguesía. Ahora, se les cuenta a los hermanitos mayores, detalladamente, cómo llegan al mundo los seres humanos. Esa limpia actitud no parece suficiente, por supuesto, para eliminar los celos habituales de las criaturas, pero por lo menos los induce a mirar el mundo sin tapujos ni curiosidades maliciosas.
Pero al chico debe introducírsele también una conciencia de que toda madre tiene su propio tiempo para vivir. En casa de la señora Judith M. de Blainstein (una pintora de 31 años, madre de un hijo de 2 y medio), otro de los grupos suele dialogar abiertamente sobre sus propios conflictos maternales. No sólo en la señora de Blainstein sino también en quienes están a su lado, Yolanda Israelit de Bellocopitt (32 años, 2 hijos) y Frida Friskier de Oubiña (36 años, 2 hijos), está arraigada la idea de que las madres de dedicación exclusiva comprometen su propia felicidad.
Las tres tienen conciencia de que hay demasiados ejemplos de maternidad sacrificada, de mujeres exageradamente protectoras que hasta duermen al lado de sus hijos. "Aunque son cada vez menos", reflexionan esperanzadas. Por cierto, el chico debe saber que hay todos los días un tiempo que es netamente de él, y que sus padres se lo dedican con auténtico placer y ganas. Pero la madre debe imponerles respeto por su libertad de ser adulto: la señora de Bellocopitt señala que "aunque sólo sea para tomar un café con las amigas, toda mujer necesita crear su propio hueco de tiempo".
Cada vez es menos misterioso el hecho de que las enfermedades infantiles tienen una relación honda con los actos de los padres. Hace un tiempo, la señora de Blainstein inauguraba una exposición de pintura y grabados; en la mañana del día elegido, su hija de 2 años y medio empezó a tener fiebre. Cuando llegó el médico y revisó a la criatura, le explicó a la señora de Blainstein que no debía inquietarse, que su mejor actitud era ir hacia el salón de exposiciones y preocuparse de que todo anduviese bien allí. La madre se quedó un rato más con la hija, jugó y, mientras lo hacía, le explicó hasta qué punto el arte era importante en su vida. Hacia el mediodía, no se lo la fiebre había desaparecido: también hasta el más ínfimo síntoma de enfermedad se había esfumado definitivamente.
Una experiencia casi idéntica tuvo la señora de Bellocopitt, diez días atrás. Su hijo de 2 años amaneció con 40 grados de temperatura, y el examen médico no reveló ningún síntoma de angina o gripe o de trastornos intestinales. Salvo por la fiebre altísima, el chico parecía normal, a menos que estuviese incubando alguna infección. La madre reflexionó que, por cuestiones de trabajo, su marido había permanecido escasísimas horas en la casa. Lo llamó por teléfono a la oficina y le explicó la cuestión. Cuando el padre llegó de regreso, a una hora desusadamente temprana, colmado de juguetes, la fiebre desapareció casi de inmediato.

Mundos que se tocan
Ya nadie duda de que la actitud de la madre ante su hijo condiciona poderosamente el mundo de la criatura, su destino ulterior. Más inesperada es la revelación de que ese condicionamiento empieza durante el embarazo. Es ya famosa la historia del psicoanalista italiano Servadio en USA: un cirujano de Nueva York llegó hasta su hotel para consultarle el extraño caso de una chiquilla de 8 años, a la que acababa de operar; ocurre que bajo los efectos de la anestesia, la niña ha delirado en español, un idioma que desconoce en absoluto. Cuando vuelve en sí y se le repite lo que ha dicho, no hay una sola de esas palabras que repercuta sobre ella.
Servadio optó entonces por interrogar a la madre. A través del diálogo, desentrañó que, durante la revolución mexicana, su marido había sido asesinado, dejándola encinta de 5 meses. Un sirviente la salva de los vejámenes y la muerte, ayudándola a huir a través de la frontera. Ya en Nueva York, volvió a casarse antes de dar a luz; para la niña, el padrastro fue en verdad su auténtico padre: ella no sabía nada de la azarosa historia de su nacimiento, pero durante la operación, mientras afrontaba un riesgo de muerte, identificó con su situación de ese momento el trance angustioso que había vivido en el vientre de su madre.
Las mujeres han empezado a tomar sólida conciencia de que su comportamiento decide, de algún modo, la felicidad de sus hijos. De todas las conversaciones que PRIMERA PLANA mantuvo con ellas, en grupos o aisladamente, se dedujo que hay una tensión, un esfuerzo auténtico y poderoso para comunicarse con los niños. Los tabúes tradicionales (el mito de la cigüeña, la pérdida de la ingenuidad, al drama de la atención constante a las criaturas) ya se han esfumado, pero no ventajosamente, porque ese lugar está ocupado ahora por otros tabúes de orden científico y psicológico. Las madres se afanan por leer todos los textos sobre educación infantil que caen en sus manos, y a veces no aciertan en la elección o confunden conceptos.
Dentro de ese proceso de aprendizaje, quizá el rasgo más positivo está en la formación de grupos maternos qua ceden a un profesional (un psicoanalista, un pediatra) la facultad de aconsejar; eso ha engendrado celos en las abuelas, y una oscura sensación de desplazamiento. Pero ha apareado una fenomenal ventaja; las madres han tomado ya la costumbre de decir siempre la verdad a sus hijos y de darles afecto sin retaceos. Los resultados parecen sorprendentes, porque los niños crecen con un sentido de la responsabilidad idéntico al del adulto. Sólo falta corroborar si esa limpia actitud derivará también en un mundo mejor.
Página 33 PRIMERA PLANA
04.08.1964

enlaces acerca de Arminda Aberastury y Eduardo Salas: https://es.wikipedia.org/wiki/Arminda_Aberastury / https://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-61840-2006-01-19.html, hay más en la web.
Datos familiares: Arminda Aberastury fue mujer de Enrique Pichón-Riviere, y Eduardo Salas fue hijo de José Salas Subirat, el traductor del Ulises de Joyce.

Ir Arriba

 


Madres

Madres
Psicoanalista Eduardo Salas