Se inició hace quince años "por una casualidad". Desde
entonces impuso un estilo propio para anunciar cada
combate y un poco más tarde incorporó el —ahora—
infaltable smoking. Ante Siete Días contó algunas de sus
muchas anécdotas acumuladas al borde del ring
Es seguro que ningún aficionado al box se lo ha planteado,
pero es fácil suponer que los seguidores de los púgiles
más notorios que trepan al ring del Luna Park de Bs. As.
no podrían imaginar una pelea que no fuera precedida por
la presencia de un hombre de smoking, prominente nariz y
mirada ingenua. "Y en la úuuultima pelea de la nocheee. .
." es el slogan que ansiosos esperan escuchar. Desde hace
15 años, Norberto Fiorentino (40, un hijo) sabe que se
trata de un rito, algo que abre y cierra las veladas
deportivas en las que él oficia de maestro de ceremonias.
No ignora que las cosas "fueron sucediendo" y que lo que
hoy parece insustituible para que un combate se considere
tal tiene su propia historia de aportes personales y de
buenos, sabios consejos recibidos.
Cuando intenta explicar que su actividad es como cualquier
otra, la modestia no tiene sentido a medida que las
anécdotas surgen, que las evocaciones marcan, finalmente,
que Fiore —como cariñosamente abreviaron su apellido los
amigos— es el creador de un estilo y a la vez
administrador de su sobriedad.
Ese capital le sirvió para permanecer en un puesto bien
rentado, para no lamentar su decisión de dejar el
periodismo deportivo, para viajar por el mundo, para
transformarse en hombre de confianza de un importante
empresario y para sufrir "como todo hijo de vecino", del
otro lado de las sogas. Y aunque su suave, pausada voz
suele escucharse en off cuando el boxeo deja paso a
espectáculos como Holiday on Ice o el Circo de Moscú, sus
íntimos saben que Fiorentino vibra con el deporte de las
trompadas.
Es que luego de anunciar miles de peleas —en Buenos Aires
y en el interior del país— alcanzó una popularidad que la
televisión ayudó a difundir por todos los confines y que
se refleja en los saludos que el notorio anunciador recoge
por las calles.
Hace un par de semanas luego de pasar por el gimnasio
donde se entrenaban Horacio Saldaño y Víctor Galíndez, el
colaborador inmediato del match-maker Juan Carlos Tito
Lectoure recibió a Siete Días en su colorida oficina,
donde, por supuesto, no faltan los posters de los famosos:
Clay, Monzón y Joe Louis, entre otros. Lo primero que hizo
fue sorprenderse. "¿Soy nota?", se interrogó con asombro.
Después deshilvanó —casi reverencialmente— los datos que
componen los primeros pasos de su historia con el boxeo.
Una historia que —según él mismo asegura— surgió de
casualidad, cuando trabajaba como cronista deportivo en un
programa radial junto a Ricardo Arias y Alberto Hugo
Cando, entre otros. Por entonces, el anunciador del Luna
era el viejito Miguel Barra. Un día se enfermó.
Curiosamente, Fiorentino le había hecho un reportaje a
Lectoure una semana antes; el titular del estadio se
acordó de Fiore y le pidió que reemplazara a Barra.
—Me llamó a la mañana —evocó ante Siete Días—, y a la
noche me tiraron sobre el ring. Fue en marzo de 1959. Y a
la vez siguiente, me tocó anunciar nada menos que a un
campeón mundial: Don Jordán, que fue noqueado por Luis
Federico Thompson. Ahí empezó mi fama de mufa para los
extranjeros. Si yo anuncio, ganan los nuestros. O por lo
menos empatan.
—¿Quién le enseñó la fórmula de lo que debía decir sobre
el ring?
—Fue Barra, quien me explicó que debía anunciar pelea por
pelea, mencionar al juez, a los árbitros, leer las
tarjetas, todo
eso. Me dio un buen consejo: "Nunca te hagás el canchero y
subas sin un papelito con todos los datos, por más que te
sepás los nombres y el peso de cada uno de memoria". Y
tuvo razón: arriba uno puede asustarse de repente, la
gente grita cosas y uno está expuesto a quedar pagando. .
. Pero la fórmula en sí, lo que yo digo, fue idea mía,
porque quise imponer una modalidad. Y así inventé eso de
"en este rincón" y lo de la "última pelea", estirando las
vocales. A la gente le gustó, y aun ahora yo me doy cuenta
que subo al ring y todos lo esperan. Es como si le diera
mayor suspenso e importancia a la velada. Incluso, hay
mucha gente que me ve por la calle y me saluda: "Chau,
última pelea".
—¿Qué le grita el público? ¿alguna vez lo confunde?
—Gritan de todo, ¡cada cosa! Pero nunca me equivoqué. Es
un orgullo que tengo. Fíjese que todo el mundo sabe que yo
soy hincha de San Lorenzo de Almagro. Bueno, hace algunos
años, durante una muy mala campaña, los jugadores hicieron
una peregrinación a Luján para prometer algún sacrificio
si mejoraba la suerte del equipo. Dos días después, hubo
una pelea importante. Subí a cumplir mi rol, y en ese
momento, desde la tribuna, alguien me grita: "Che, Fiore,
¿vos también fuiste a Luján?", Me abataté, pero salvé la
situación leyendo el papelito, que si no
"LA CUMPARSITA ME HACE LLORAR"
Fiorentino se jacta de ser un verdadero hombre-orquesta
para la empresa Luna Park. Ex empleado de la Bolsa de
Cereales y ex cronista deportivo, no dejó pasar ninguna
oportunidad para recalcar la felicidad que le depara su
oficio.
—Es que el boxeo me lo dio todo —señaló—, y hasta me
permitió recorrer el mundo, acompañando a nuestros mejores
pugilistas. Estuve en el 64 en Nueva Orleans, cuando Goyo
Peralta enfrentó a Willie Pastrano, y después acompañé a
La Cruz contra Curtis Cookes, a Bonavena contra Jimmie
Ellis y frente a Cassius Clay, a Accavallo cuando venció a
Takayama por el título de Tokio, y muchas otras peleas
más.
—¿Cuál fue su noche más inolvidable como anunciador?
—La de Tokio, cuando Horacio Accavallo se consagró campeón
mundial de los moscas. ¡Qué noche! Anuncié la pelea para
las radios argentinas y después estuve en el rincón de
Horacio. Luego de la pelea, en el hotel nos esperaban con
un rudimentario cartel que decía: "Bienvenidos". Los mozos
del hotel nos habían preparado whisky y unos bocaditos.
Entramos a las tres de la mañana y estuvimos festejando
hasta el amanecer. De pronto, apareció un señor pelado al
que todos conocíamos y dijo: "Si ustedes son argentinos me
tienen que dejar participar de la fiesta". Era Eduardo
Falú, que venía de actuar en un teatro en el interior del
Japón. Tocó el Himno Nacional y después se sentó en el
suelo, descalzo, y arremetió con La Cumparsita. Desde
entonces, qué se yo, ese tango me hace llorar
LA INTIMIDAD DEL ANUNCIADOR
—¿Tiene un determinado cachet como anunciador?
—No, es parte de mi función. Yo tengo una remuneración
fija.
—¿Cómo prepara su garganta, antes de subir al ring?
—No la preparo. Tengo suerte porque jamás me fallaron las
cuerdas vocales. Nunca estuve afónico.
—¿Y cómo vive las peleas? ¿Como simple espectador?
—No, yo las vivo intensamente. Ocurre que conozco lo que
en nuestra jerga llamamos la "cocina", es decir, todos los
preparativos, los pormenores y demás detalles que hay
detrás de cada combate.
—¿Cómo hace usted para mantenerse neutral en las
presentaciones y no poner mayor énfasis en uno u otro
púgil?
—No sé sí será mí temperamento, pero yo subo al ring y me
olvido de todo. Ahí no existen favoritismos.
—¿Y en qué piensa, cuando sube? ¿Qué siente cuando lo
aplauden a usted?
—No, no, no, yo eso no lo escucho. Lo único que pienso es
que la gente me ve con simpatía. Yo estoy ahí y miro a
todo el mundo, y es como si no viera a nadie. Ahora, en
el interior del país es distinto. Allí si la gente me
conoce y me quiere de otro modo, quizá porque me han visto
mucho por televisión.
—¿La gente lo reconoce por la calle? ¿Le piden autógrafos?
—Mire, a mí me pasa cada cosa por la calle. Una
barbaridad. Y eso, claro, a uno lo halaga y lo divierte.
Fíjese lo que me ocurrió el otro día: yo iba con el coche
por Ayacucho, para tomar Corrientes; en eso me pasa un
taxímetrero y me cierra alevosamente. Me enojé, como buen
porteño, y me puse a perseguirlo, para decirle lo que
pensaba de él. Lo alcancé en Corrientes y Callao. Entonces
me le puse a la par, cuando nos detuvo el semáforo, y el
tipo va y me dice: "Che, Fiore, anunciando peleas sos un
fenómeno, pero manejando... ¡una batata!". Me mató. Me
tuve que reír y seguir camino.
—¿Nunca se equivocó al anunciar una pelea, confundir los
nombres o los pesos, por ejemplo?
—Por suerte, jamás me ocurrió. Es que yo me concentro
mucho. Pienso que hay demasiada gente pendiente del
espectáculo, que ha pagado su entrada, y merece respeto y
calidad. Es cierto que muchos amigos me cargan y me
quieren hacer equivocar. Pero no lo han logrado todavía.
Es como un desafío. Me hacen señas, burlas, me dicen
cosas, bromas, qué sé yo. Pero yo tengo una cara de
piedra, ahí arriba. . .
—¿Es cierto que presentarse de smoking fue una idea suya,
para elevar la calidad de los espectáculos?
—Bueno, no exactamente. En realidad, lo que ocurrió fue
que en 1964 —hasta entonces me presentaba de traje o de
saco y corbata— fuimos a ver la pelea de Peralta con
Willie Pastrano, en Nueva Orleans. Y estábamos con Tito
Lectoure en la platea, cuando sube el anunciador con
smoking y zapatos de charol, con una pinta descomunal.
Estaba increíble, quedaba fenómeno. Tito, entonces, me
codeó y me dijo: "Che, qué buena idea". A nuestro regreso,
justo estaba la pelea de Accavallo con Eugenio Hurtado.
Entonces, debuté con smoking.
—¿Y no lo cargaron sus amigos?
—No, a todos les gustó. Tanto es así que desde entonces se
hizo costumbre. Y la empresa me hizo hacer el equipo: dos
smokings, zapatos, camisas, moñitos, todo.
CADA BOXEADOR UN MODO DE SER
Es inevitable, mientras se está con Fiorentino, que el
teléfono lo requiera cada dos minutos, que los utileros
del estadio lo consulten y aun que los púgiles que se
entrenan en el gimnasio le pidan opiniones sobre estilos y
pálpitos. Es que N.F. sabe —según los protagonistas y los
aficionados— mucho de boxeo. Por otra parte, este hombre
intuitivo y formal, que jamás gesticula más de lo
necesario, que economiza emociones y trata de destacarse
por su formalidad, se ha ganado una justa fama como
psicólogo de púgiles, como gran conocedor de estilos y
como hombre que jamás se equivoca en sus pálpitos. "Si Fiore dice
que un boxeador gana —afirmaron algunos muchachos del
gimnasio, consultados por Siete Días—, póngale la firma y
juéguese hasta las medias; Fiore no se equivoca".
—No es tan así —minimizó Fiorentino—; la fama la tengo,
sí, pero reconozco que una vez la pifié con todo: cuando
jugué una cena a que Chucho Hernández le ganaba a
Accavallo. Chucho me parecía excepcional. Pero Horacio le
dio una paliza.
—¿Y cuál fue la pelea que le emocionó más?
—Cuando Nicolino Locche le ganó a Morocho Hernández,
después de haber ido al piso. ¡Qué campeón! Es que, ¿sabe
lo que pasa? Nicolino es el grande entre los grandes.
Cuando sube al cuadrilátero, aun hoy que está retirado,
pone la piel de gallina. Uno siente que está en una
caldera; el estadio hierve.
—¿Y con Monzón, qué ocurre?
—Es distinto. La gente lo mira con mayor respeto. Carlos
es muy serio. Se concentra una barbaridad. La gente
simplemente lo aplaude.
—¿Y cómo definiría la recepción del público hacia otros
ídolos boxísticos?
—Bueno, ahí lo tiene a Saldaño, que es como Locche. La
gente lo saluda con euforia, con los brazos en alto. A
Ringo Bonavena, en cambio, lo aplauden y lo silban,
algunos se ríen de sólo verlo. Ringo es muy nervioso; yo
siempre tengo que decirle que se quede quieto, porque
cuando digo "en este rincón" nunca lo emboco porque está
en cualquier lado. Con Accavallo, la gente expresaba
cariño; en fin, cada boxeador impone su característica, y
el público le responde de igual modo.
—¿Alguna vez le tiraron objetos desde las tribunas?
—¿Alguna vez? ¡Siempre! Viven tirándome de todo. Si
juntara las monedas que me han tirado en mi vida, ya sería
millonario. Cuando las finales para los Juegos Olímpicos
de Tokio, en el 64, me tiraron un monedazo que me hizo
sangrar un ojo y terminé como si el boxeador hubiera sido
yo y me hubieran dado una paliza. Por eso, cada vez que me
vea que leo las tarjetas poniéndomelas bien cerca de los
ojos, es porque el clima está caldeado y yo me estoy
cuidando.
—¿Y usted qué hace?
—Y, me las aguanto. Pienso que son inadaptados que nunca
faltan. Pero ocurren cosas graciosas. Una vez vi a un tipo
cuando me tiraba un puñado de monedas. Lo vi bien.
Entonces bajé como una tromba para encararlo y darle su
merecido. ¿Y sabe quién era? Víctor Bó, un amigo. "¿Cómo
me hacés esto?", le dije. "La pelea fue un robo", me
contestó.
—¿Mucha gente lo cree "culpable" de los fallos?
—Y, claro. A veces bajo y el público me grita:
"estafador", "ladrón", como si yo tuviera algo que ver.
Pero esas cosas me resbalan. De todos modos, también gané:
una vez me tiraron un encendedor. Entonces me lo guardé.
Otra vez, en Mar del Plata, después de un fallo discutido
en una pelea entre La Cruz y Cachazú me tiraron algo duro
y pesado que casi me revienta la espalda. ¿Sabe qué era?
No lo va a creer: una canilla de bronce.
LAS COSAS GRANDES DEL BOXEO
—¿Le piden que adelante el fallo, antes de leerlo por el
micrófono?
—Claro, sucede durante todo el trayecto hacia el ring.
Resulta que las tarjetas me las entrega el inspector
municipal, después de chequearlas. Entonces, mientras voy
hacia el ring, todo el mundo me pregunta, y
arriba también. Pero jamás les digo, si no todo perdería
interés, suspenso y seriedad.
—¿Alguna vez recibió tarjetas equivocadas?
—No, nunca, pero sí me he llevado sorpresas por no leerlas
antes de anunciar el fallo. Cuando Accavallo defendió su
título contra Alacrán Torres, yo supuse que Horacio había
ganado por unanimidad. Sin embargo, al leer la segunda
tarjeta, el jurado Orfila había fallado en favor de
Torres. Me quise morir. Le juro que pelé la tercera
tarjeta sudando, como si jugara al truco. Por suerte, fue
favorable a Horacio.
—¿Cómo decide usted el orden con que lee las tarjetas?
—Lo decido según el clima del público. Si puedo, creo
suspenso. Pero si veo que todos están calentitos y puede
haber bronca, leo rápido, de modo que en seguida se sepa
quién ganó.
—¿Cuál es la anécdota más linda que recuerda?
—Sin dada, cuando Monzón le ganó el título a Benvenutti,
en Roma. Estábamos en el camarín, esperando la iniciación,
y Carlos empezó a saltar para entrar en calor. Alfredo
Capece, que es jefe de boleterías del Luna y estaba con
nosotros, empezó de puro nervioso a golpear las paredes
despiadadamente. Entonces, al rato, aparece el manager de
Benvenutti y pregunta: "Ma, qui fá que butta il muro?". Y
Capece, rápido, muy serio, le respondió: "Monzón". El tano
se agarró la cabeza, y se fue diciendo: "Mamma mía, mamma
mía".
—¿Hasta cuándo piensa seguir anunciando peleas?
—Hasta que me echen, hasta que me muera. Qué sé yo, esto
ya es parte de mi vida. Como decía el inolvidable maestro
que fue Félix Daniel Frascara: el boxeo es el único
deporte en el que se empieza a las trompadas y termina a
los abrazos. ¡Cómo no amar esta actividad!
Revista Siete Días Ilustrados
09.12.1974
Ir Arriba
|
|
Norberto Fiorentino
Norberto Fiorentino en el Luna Park
Monzón, Fiorentino, Locche y Griffith |
|
|
|