Caravanas de peregrinos, que llegan de todos los puntos de
la República, rinden culto a un gigantesco peñasco que,
por su forma, recuerda el perfil de un rostro de larga
cabellera. La cita es el Viernes Santo y el Sábado de
Gloria. Ancestrales fetichismos, creencias paganas y
sentimientos religiosos se confunden en esta veneración
La costumbre agrega, año a año, nuevas cruces al peñón.
Nadie sabe el porqué de ese rito que ya es leyenda
-Va a hacer frió esta noche en el páramo!
—¡Y qué le va a hacer, compañero!
Eran dos vendedores ambulantes, instalados con sus
baratijas en el desierto septentrional de la provincia de
La Rioja. Era Jueves Santo y sus tareas llenaban el
silencio, en medio de un paisaje desolado al pie de un
morro de regular altura y al borde de un extenso lago
seco. Esperaban: al día siguiente, nutridas caravanas de
peregrinos llegarían para —el Viernes Santo y el sábado de
Gloria— rendirle culto a un gigantesco peñasco: El Señor
de la Piedra.
Visto de costado, el peñón semeja el perfil de un rostro,
con larga cabellera, ondulada, mansa, que los paisanos
bautizaron hace muchísimos años con el místico nombre. La
creencia popular —fecunda en sentimientos religiosos,
mezclados con fetichismos y paganismos— tejió alrededor de
la curiosa formación montañosa un sinnúmero de leyendas.
Así, se cree que la mole brotó al paso de un pastor que
estaba a punto de sucumbir por la sed y entonces creó una
vertiente, aunque de ella no quedan rastros. Para otros,
la responsabilidad le toca a fuerzas milagrosas que la
depositaron allí. Para los menos, la opinión suena a
delirio: la roca habría sido esculpida por un artista de
dotes sobrenaturales que, tosca pero hábilmente, reflejó
en la piedra el perfil de Jesucristo.
La real historia nadie la conoce. Sólo se sabe que está
allí desde tiempos inmemoriales y que desde siempre atrae
a miles y miles de peregrinos que acuden a rendir culto a
algo que no saben exactamente qué significa. Pero que
existe, está ahí.
—Venimos al Señor de la Piedra desde hace añares —explicó
un hombre que había ido con toda su familia, en
camioneta—. Antes venia con mi padre y hacíamos el camino
desde Aimogasta a caballo o a lomo de burro. Se tardaba un
día entero en venir. Ahora, con el coche, vengo en una
hora. Lo que sí debemos seguir haciendo, como entonces, es
traernos algunas ramas secas para hacer fuego. Usté
comprenda: hay que preparar el mate y soportar el frío de
la noche. Acá no crece nada...
Aimogasta es la localidad más próxima, cabecera del
departamento de Arauco. Pero ¡a gente viene de mucho más
lejos. Los ómnibus, camiones, camionetas y automóviles
tienen patentes de Córdoba, San Juan, Catamarca y hasta de
Mendoza y Salta.
—¿Y usted no va a clavar un crucifijo en la piedra?
—preguntó una chiquilina. Infructuosamente, intentaba
introducir un clavo en la roca a martillazo limpio.
—¿Y para qué?
—Porque el que fija una cruz tiene la certeza de que va a
volver a este lugar.
La costumbre —todavía novedosa— agrega año a año cruces al
peñón. Nadie sabe por qué se clavan cruces: un veterano
vendedor explicó que años atrás un viejecito clavó la
primera. Aunque murió al poco tiempo y nunca más volvió,
se cuenta que ahí comenzó la leyenda.
Sí, en cambio, es sorprendente la cantidad de velas que
arden alrededor de la piedra y cuyas llamas la gente
mantiene vivas protegiéndolas del viento con pullos y
ponchos. El principal motivo de la peregrinación es el de
encender una vela junto al peñón por cada persona que
concurre y esperar una o dos horas hasta que se consuma.
Claro: quizá el humo de las velas limpie los pecados; pero
también es cierto que ennegrece las paredes de la roca y
que los chorros de sebo desprenden su olor particular y
tornan resbaladizo el caminar.
El paganismo de esta costumbre es cíclico: sólo una vez al
año el Señor de la Piedra recibe un torrente de
peregrinos. El resto del año permanece olvidado: el rostro
de Jesucristo no tiene abrigo, entonces, para el frío y el
viento.
Además, hay problemas difíciles de solucionar. Por
ejemplo, la falta de letrinas y de agua potable. Claro que
el gran drama lo constituyó desde siempre la gran cantidad
de borrachos que pueblan los alrededores del Señor de la
Piedra yacentes entre las piedras horas y días enteros. La
policía tuvo que prohibir el expendio de vino y hasta se
construyó un calabozo de cañas en el cual se arrojaba a
los beodos hasta que recuperasen sus sentidos. Pero...
hecha la ley, hecha la trampa: ahora el vino se vende
envasado en botellas de gaseosas.
El colorido de la fiesta está asegurado en cuanto a lo que
a sentir nativo se refiere: lo telúrico rige los sabrosos
locros que se puede comer en cualquier puesto. También hay
viboreros que con su engaño dialéctico se hacen su agosto
en pleno mes de abril, yuyos contra males como el amor,
patay de elaboración casera (una especie de pan hecho con
el fruto del algarrobo, muy dulzón) y una variada gama de
recuerdillos.
El Viernes Santo es el día de mayor actividad en el Señor
de la Piedra. Centenares de vehículos acuden al lugar,
muchos peregrinos llegan e caballo y los más fanáticos
caminan los diez kilómetros que separan al peñón de la
ruta más próxima. Incluso, algunos de ellos se arrastraban
de rodillas los últimos centenares de metros para llegar
bastante malheridos y sangrantes al pie del Señor de la
Piedra, según cuentan los veteranos vendedores ambulantes.
Evidentemente, los tiempos cambian: ahora llegan
caminando, pero como Dios manda.
Aunque la peregrinación es de origen pagano, poco a poco
se asimiló esta festividad a la Pascua cristiana. Ahora,
inclusive, una cruz corona la piedra. Lo cierto es que los
promeseros creen y confían sin reparos en la extraña roca.
Para ellos, cualquiera sea su nombre, la peregrinación es
el acontecimiento más importante del año y acaso de toda
su vida.
Revista Semana Gráfica
16.04.1971
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