Habla el ministro Perriaux:
por qué tenemos pena de muerte?
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LA PENA DE MUERTE, UN CASTIGO QUE SE HABIA SUPRIMIDO EN LA ARGENTINA EN 1922, FUE REIMPLANTADA BAJO EL GOBIERNO DEL GENERAL JUAN CARLOS ONGANiA POR LEY Nº 18.701. LA SEMANA PASADA EL PRESIDENTE LEVINGSTON DEROGO ESA LEY Y LA REEMPLAZO CON UNA NUEVA, QUE AMPLIA LOS TERMINOS DE AQUELLA E INCLUYE REFORMAS QUE EL CODIGO NECESITABA. LAS RAZONES Y LAS NECESIDADES QUE HICIERON SURGIR ESA NUEVA LEY FUERON EXPUESTAS A "GENTE" POR EL MINISTRO DE JUSTICIA. UN DIALOGO LLANO, CLARIFICADOR.

Hace ya algo más de ocho meses y medio que el doctor Jaime Luis Enrique Perriaux es ministro de Justicia de la Nación. Cuenta con 51 años —nació en 1920 en Buenos Aires— y posee en su historial un puñado de valiosos antecedentes profesionales: discípulo de Hans Kelsen y de José Ortega y Gasset, transitó claustros memorables —La Sorbona, Michigan— y redactó, entre varios recordados trabajos, un singular ensayo sobre la función de las distintas generaciones en la historia argentina.
Desde la segunda semana del mes que corre Perriaux fue centro de buena parte de los comentarios de la opinión pública: es que su ministerio había puesto en manos del presidente Roberto Levingston un proyecto de ley promulgado el jueves 18 con el número 18.953, sobre la pena de muerte.
En busca del porqué de la nueva ley, de sus razones, de sus probables consecuencias, GENTE dialogó —la semana pasada— con el ministro de Justicia. Fue una charla donde estuvieron ausentes los formalismos y los argumentos radicalmente técnicos: Perriaux intentó, en lenguaje llano y hasta apasionado por momentos, fundamentar la medida. Fue mucho más allá en rigor.
He aquí la síntesis de la conversación:
GENTE. —Señor ministro: el anuncio relativo a la institución de la pena de muerte en la Argentina...
Dr. Perriaux. —interrumpo para aclarar un detalle. Ha incurrido usted en un error común, lamentablemente repetido en los últimos días. La pena de muerte no se acaba de instituir: ya está instituida mediante la Ley 18.701 dictada durante el gobierno del general Onganía. Lo que se acaba de hacer es algo distinto: se trabajó en la redacción de un cuerpo legal que supere las incongruencias que poseía la Ley anterior, consecuencias, seguramente, de la prisa con que se trabajó y las circunstancias bajo las cuales fue dictada.
G. —¿En qué consisten esas modificaciones?
P. —Hay varías, de distinto tenor. Por ejemplo, una que considero importante es la supresión, por medio de la nueva Ley, de la pena de muerte que se podría denominar "seca". Es decir: la 18.701 establecía para un determinado tipo de delitos la muerte lisa y llana, sin opciones; el juez debía limitarse a condenar al reo al castigo máximo, sin ninguna otra alternativa. La nueva ley atenúa en parte ese excesivo rigor, deja una "puerta abierta": pena de muerte "o" reclusión perpetua.
G. —La tendencia actual de la jurisprudencia parece indicar que la muerte es un castigo destinado a desaparecer.
P. —Decididamente es así. Hay una fuerte inclinación en los legisladores a oponerse a la pena máxima. Pero lo cierto es que varios países la conservan: Francia, España, bastantes estados de los EE. UU. Además, es necesario distinguir dos aspectos en que se desdobla. Una cosa es la pena de muerte que está destinada a castigar la delincuencia común y otra, absolutamente distinta, es la que se refiere al nuevo tipo de delincuentes que están surgiendo en todo el mundo: se trata de hombres y mujeres embarcados en una guerra tenaz, de índole muy diferente de la que tienen las guerras tradicionales. Esta gente, en busca de sus metas, no vacila en cometer actos gravísimos: robo a mano armada, extorsión, secuestro y asesinato. Creo que sobre esto no pueden existir dudas. Sus características son casi la contracara del delincuente común: se trata de muchachos y muchachas cuyas edades oscilan entre los 20 y los 28 años, bien educados, comúnmente universitarios y, en algunos casos, miembros de familias destacadas. El riesgo de una rebelión en cuyas filas militan hombres y mujeres así es fácilmente estimable: nuestra sociedad corre grave peligro. Estamos frente a una guerra. Estamos en guerra.
G. —Si no entiendo mal: ¿la pena de muerte no se aplicaría a delincuentes comunes?
P. —En efecto. Ello no ocurriría prácticamente en ningún caso. Y si hubiere algún caso dudoso, estoy convencido de que el juez que intervenga, en el convencimiento de que está frente a un delincuente común, se inclinaría sin vacilaciones hacia la pena alternativa de reclusión perpetua.
G. —¿Por qué se decidió volcar la legislación penal tendiente a combatir el terrorismo al Código Penal?
P. —Ese fue precisamente el primer problema que se presentó. ¿Había que volcar esas medidas al Código? ¿O hacer una ley especial? Yo creí siempre que una buena legislación debe estar contenida en un Código: la unidad de un cuerpo así facilita la tarea de la Justicia, permite un equilibrio y hasta una prudencia mayor. Es el criterio que se ha impuesto.
G.—Recién habló usted de "guerra". ¿Podría ampliar la explicación?
P. —Creo que allí está el meollo de todo el asunto. Y es el que dije hace un rato: estamos en guerra. Salvador de Madariaga en un trabajo reciente definió con justeza la situación: hay una "guerra nueva". Todo Occidente está envuelto en ella, aun las naciones de mayor desarrollo y de gran riqueza, como es el caso de Canadá. ¿Cuál es el enemigo? Pues no es del todo difícil identificarlo: son los "Frentes de Liberación" o "Ejércitos Populares" o "Ejércitos de Liberación". Las denominaciones, es fácil comprobarlo, varían muy poco de país en país. Ante la agresión desembozada de estos grupos terroristas que, como ya dije, no vacilan en efectuar cualquier tipo de delito, los Estados deben responder con medidas. No es fácil adoptarlas, claro: la guerra que nos ocupa se desarrolla de manera confusa, cruel y muchas veces extraña. Pero nuestro orden, que responde a lo que se denomina Estado de Derecho, debe defenderse. ¿Cómo lo hace? Nosotros no podemos utilizar la impunidad represiva de los regímenes totalitarios, es decir, implantar un terror que no repare en que caigan culpables e inocentes en una misma bolsa. Una de las maneras de defensa del Estado de Derecho es, justamente, ésta: ir perfeccionando las "figuras" de los delitos que consuman los terroristas —algunos de características muy originales — y agregar ciertas agravantes. Con esas armas, luchar. Hay, al respecto, una opinión muy justa y acertada del gran jurista Sebastián Soler; dice más o menos lo siguiente: "No hay que creer de ninguna manera que el Estado de Derecho debe quedar indefenso ante sus enemigos. Puede, y debe, encontrar los medios para su defensa." Es lo que estamos haciendo.
G. —Lo de "guerra", ¿no podría sonar a exageración?
P. —Es casi suicida disminuir la importancia del enemigo. Quien esté medianamente informado de la situación actual conoce, sin duda, su gravedad. Por otro lado parece, desgraciadamente, no haber ninguna posibilidad de conciliación o diálogo con los terroristas: es gente de propósitos sólidos y firmes, empeñada en destruir para acabar con el estado actual de cosas e implantar otro radicalmente distinto.
G. —¿Y a qué atribuye usted el auge de posturas de ese tipo?
P. —Se fundamenta en un sinfín de complejas razones. Analizar a fondo el recrudecimiento del terrorismo —que insisto, es hoy día un problema mundial— exigiría mucho espacio y mucho tiempo. Pero puedo hablar sobre los ítem principales. Se aprovecha el entusiasmo y la natural rebeldía de los jóvenes. Se utilizan argumentos muchas veces justificados y razonables para agrupar a los futuros actores. Se actúa amparándose en el tradicional "juego libre" que permiten los sistemas democráticos. Es bien claro que movimientos de este tipo no florecen en China ni en Rusia: la rigidez totalitaria acabaría rápidamente con ellos. Hay recientes, clarísimos ejemplos de ello.
G. —¿La nueva ley es el remedio?
P. —En realidad, no se podría afirmar eso. De ninguna manera. Jamás en la historia un Código Penal o una Ley han servido, solos, para eliminar totalmente la delincuencia. La eficacia de las legislaciones siempre es relativa. Pero no pueden existir vacilaciones con respecto a una certeza: ayudan en medida mayor o menor; y constituyen un deber ineludible del Estado. ¿Qué es lo que no ocurriría si hubiera "piedra libre'?
G. —Y el remedio integral, ¿cuál es?
P. —Hay que buscar la raíz misma, que es ideológica. Es un hecho preocupante y doloroso que una parte de la juventud argentina se haya lanzado a la "escalada" subversiva. Habría que mostrarles con claridad de qué lado está la justicia. Con hechos concretos. Es un hecho que hace un siglo, el 90 % de la población mundial estaba deficientemente alimentada. El orden actual, como ningún otro, ha permitido superar la pobreza y la miseria que tanto parecen preocupar a los muchachos embarcados en el terrorismo. Cada vez hay menos ricos y es mayor la tendencia a la nivelación social. ¿Se justifica una rebelión tan drástica? Es necesario luchar con ideas, mostrar las verdades: ellas son las que gobiernan, las que mandan, en definitiva.
G. —Volviendo a la ley sobre la pena de muerte: ¿cómo fue recibida en los ambientes jurídicos?
P. —No poseemos encuestas que provean un resultado exacto para conocer la impresión que causó. Pero hemos hecho estimaciones y recogido opiniones de varios especialistas. Creo que no son desfavorables. El nuevo texto constituye un progreso respecto de la legislación represiva anterior: son más claras sus "figuras", más sopesada la posibilidad de efectuar una condena drástica.
G. —Y la gente común, la opinión pública: ¿cuál sería su opinión?
P. —Esa opinión depende en alto grado de la información con que el pueblo cuente. Pensamos que si se le informa bien aprobará la búsqueda que emprendemos por medio de la nueva Ley. ¿Qué búsqueda? La de un delicado equilibrio entre dos aspectos. Primero: atenuar la pena "seca", como ya expliqué antes. Y segundo: mejorar el instrumento legal, incluso —cuando es necesario— hacerlo más severo. Afinarlo, pulirlo.
G. —La nueva ley no se refiere únicamente" al terrorismo. ..
P. —No. Y es bueno aclarar ese punto: se incluyen reformas cuya necesidad está fuera de toda discusión. Se refieren, por ejemplo, a derrumbes, quiebras fraudulentas y apología del crimen en sus aspectos más importantes.
G. —Una pregunta última, doctor. ¿Qué actitud desearía usted en el hombre de la calle frente a la nueva Ley?
P. —Es una pregunta interesante. Pero simple de responder: comprensión. No hay sectores estancos ni debe haberlos en el Estado de Derecho. Entender, pues, que las medidas de defensa que se adoptan están muy lejos de responder a actitudes apresuradas o caprichosas. Son, concretamente, una necesidad.
ALEJANDRO SAEZ GERMAIN
Fotos: Humberto Speranza
Revista Gente y la Actualidad
25.03.1971

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Ministro Perriaux
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