Emilio Pettoruti
40 años contra viento y marea
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Dentro de unos días, el hombre canoso y elegante, de mediana estatura, descenderá del vaporcito en la rada de Capri (como viene haciéndolo desde hace diez años) del brazo de la solícita mujer madura, aún hermosa, que siempre lo acompaña. Por la tarde, se acodará en la mesa del café y mirará —una pulcra figura envuelta en una serena, casi altiva distinción— hacia el crepúsculo de verano sobre el mar. Al mismo tiempo, una ciudad donde es invierno, Buenos Aires, se conmoverá con uno de los acontecimientos artísticos del año; en la primera semana de julio, la galería Rubbers inaugurará una exposición de obras pintadas por ese hombre entre 1960 y 1962, y que Buenos Aires no conoce.
Sin embargo, la figura contemplativa y ascética es la del pintor argentino que goza de más empinada ubicación internacional: Emilio Pettoruti. No todas sus exposiciones fueron hechas bajo el signo de este prestigio: hace cuarenta años, el 13 de octubre de 1924, una multitud vociferante se enroscó en las salas de Wítcomb, amenazando destruir las pinturas "futuristas" que presentaba el recién llegado Pettoruti, becado en Europa durante once años por el gobierno de su provincia, Buenos Aires. Era una bofetada en el gusto de un público para el cual las majas cobrizas de Romero de Torres eran el ápice del modernismo. "Sólo en 1940 me animé a quitar los vidrios de mis cuadros; la gente los escupía", confesará el dolorido pintor.
Únicamente los jóvenes del movimiento Martin Fierro se acercaron a Pettoruti con simpatía. Córdova Iturburu, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Alberto Prebisch, Alejo González Garaño, rodearon y defendieron ("a veces a trompadas y bastonazos", recuerda Córdova) al artista que el año anterior, 1923, había sido recibido en la importantísima galería berlinesa Der Sturm. Allí, donde colgaban obras de Picasso, Kokoschka, Chagall, Klee, no desentonaban las del pintor argentino, que a partir de 1920 era invitado a tener su sala propia en las exposiciones colectivas italianas. Pero la Argentina le fue hostil y siguió siéndolo ininterrumpidamente hasta 1940, cuando la retrospectiva de Amigos del Arte, en Van Riel, lo consagró en el orden local. Consagración que ha eludido, sin embargo, el conceder nunca a Pettoruti una recompensa en el Salón Nacional.

El ejercicio de la soledad
Fuera de la intimidad familiar, sentirse solo en su patria fue un hábito para Pettoruti casi desde que nació, el 1Q de octubre de 1892, en La Plata, en la esquina de las calles 3 y 54. Es el mayor de los doce hijos —ocho varones y cuatro mujeres— de un matrimonio de nativos de Roma, a quienes la inmigración unió en la Argentina: José Pettoruti y Carolina Casaburi. Su padre era fabricante de cigarrillos e importador de vinos y aceites de Italia; cuando Emilio nació, lo bañó triunfalmente en vino y organizó ocho días de festejos.
"Desde chico fue serio y estudioso", dijo a PRIMERA PLANA su hermana Carolita, la protagonista de uno de los más memorables retratos ejecutados por Pettoruti en 1925, robado en 1958 del Museo Municipal "Eduardo Sívori" y no recuperado hasta ahora. Carolita recuerda que Emilio —frecuentador de las tertulias de Almafuerte— sólo se divertía dibujando; iba a una escuela italiana de La Plata y a la academia "Víctor Hugo", a estudiar francés. En arte fue autodidacto: el abuelo materno le regalaba colores, lápices y pinceles. A los once años, Emilio consumó su primera gran obra: un canasto azul con flores amarillas, pintado en una de las paredes de la casa del abuelo Casaburi.
"El canasto estaba todavía allí, hasta hace pocos años", informa Carolita. Era
un caserón de cuando Dardo Rocha fundó La Plata, en la diagonal 74, esquina 11. Si llegaban pintores para remozar las paredes, el abuelo se plantaba frente al canasto y exigía enérgicamente que fuera respetado: 'E la prima opera di un grande artista', rugía el viejo Casaburi, con ojos llameantes.
El nieto parece haber heredado esta energía, que le permitió transitar por la dolorosa etapa de 1924 y por los ulteriores años de postergación sin abdicar de sus principios. "De mí podrán decir lo que quieran —afirmó una vez, pero algún día tendrán que arrodillarse ante mis cuadros; lo peor que puede pasarles a mis adversarios es que yo siga pintando" (los adversarios del pintor son, según definición de uno de sus amigos, "todos los demás"). La imagen de este Pettoruti férreo, implacable y hasta arrogante, acusado de hierática frialdad por "todos los demás", se contradice con la que de él diseñan sus íntimos: un hombre afable, demasiado sensible, volcado en una generosidad sin pausa hacia quienes siente afecto (rifó secretamente uno de sus cuadros para contribuir a financiar el viaje de estudio a Europa de su alumno Alejandro Vainstein).
"Lo que ocurre es que Petto es tan complejo como cualquiera de nosotros —explicó Córdova Iturburu (62 años, crítico de arte y poeta) la semana última a PRIMERA PLANA—. Para entenderlo hay que pensar en lo que significó su entrada, en 1924, en un medio perezosamente conservador, que hasta reprochaba a Fernando Fader que sus paisajes no fueran fotográficos y a Thibón de Libián, que sus colores no fuesen reales."
Frente a la irrupción del fenómeno Pettoruti, los críticos de la prensa seria de Buenos Aires se mantuvieron dentro de una calculada ambigüedad; pero las publicaciones más populares —en especial Páginas de Columba— se burlaron del artista. Sus propios colegas, además, hicieron en Van Riel, bajo seudónimo, la exposición del inexistente grupo La Chacota, dedicada a parodiar al execrado "futurista", a quien invitaron a participar. Pettoruti envió dos cuadros pequeños, que resplandecían entre la turba de remedos; tanto, que alguien los robó y nunca volvieron a hallarse. Sin embargo, previamente, el pintor había realizado su propio auto de fe, al destruir muchas de las obras que envió desde Europa a su familia y que ésta, a escondidas, reconstruyó como pudo.
Junto al tumulto de la muestra de Witcomb, terminó de anudarse una gran amistad que Pettoruti había iniciado en Italia: la que lo unió al increíble astrólogo, vidente, inventor, matemático y también pintor, Xul Solar. Fue en 1918, bajo la telaraña de cristal de la galería Vittorio Emanuele, en Milán, cuando Pettoruti vio avanzar hacia él a su desconocido compatriota.
Al rato, ambos caminaban del brazo por las calles de Milán, y poco después se reunían para coser juntos las bolsas de arpillera destinadas a las trincheras del Piave. Una manera de ganarse la vida en la Italia asediada por la guerra.
No sólo con Solar mantenía Pettoruti una afectuosa vinculación: en Florencia. en el insólito decorado del café Delle Giubbe Rosse, alumbrado en velas v atendido por camareros de calzón corto y peluca, había frecuentado al epígono del futurismo, Marinetti, y a los pintores de ese movimiento: Boccioni, Balla. Carrá. En París, por donde Pettoruti cruzó al regresar a Buenos Aires, en 1924. había surgido la amistad con el español Juan Gris y el italiano Gino Severini; además allí entabló restallantes diálogos con el creador de los ballets rusos. Serguei Diaghilev, empeñado en demostrarle al pintor argentino que era cubista, etiqueta que rechazó siempre: "Yo no conocí el cubismo hasta que pasé por París; y Juan Gris reconocía que algunos de sus cuadros derivaban de mis pinturas."

De exilio en exilio
A partir de 1930, apaciblemente instalado en el despacho de director del Museo de Bellas Artes de su ciudad natal, Emilio Pettoruti pudo estructurar su más notoria serie de temas: los arlequines músicos, las copas, los soles. Su técnica es la de un encarnizado perfeccionista, empeñado en ordenar el aparente caos del mundo, mediante esquemas en los que se equilibran sensualidad e inteligencia; su modalidad es la de un análisis cuidadoso de volúmenes desplegados en planos que se entrecruzan armoniosamente. Y para confusión de quienes lo acusaron de no saber pintar "clásico", en rincones de sus obras suelen aparecer timbres, barajas o cigarrillos, pintados con una minuciosa técnica flamenca, de realismo casi inverosímil. Los cuadros nacen de infinitos dibujos previos, trazados en papeles diminutos por sus manos vigorosas.
En la década del 30, Pettoruti conoció a la que seria su mujer, la poetisa chilena María Rosa González (del grupo de Pablo Neruda, Salvador Reyes, Ángel Cruchaga Santa María). Sus amigos la presentan como lo compañera perfecta del hombre que se casó con ella en 1942. al abordar el medio siglo; sus enemigos la dibujan corrosivamente, en cambio, como el instrumento que, por detrás del pintor, mueve los hilos filosos de la política artística, tiende celadas a los rivales y gana las preferencias de los marchands. Probablemente, la verdad esté en la afirmación de que Pettoruti no necesita de tramoyas semejantes: su calidad es equiparada por la crítica internacional, con la de Kandinsky, Malevitch, Mondrian, Pevsner y Arp, entre los pioneros del arte abstracto, con quienes comparte las grandes muestras internacionales.
No obstante, la hostilidad argentina jamás cesó de apretar sus mallas en torno del artista, desde los ámbitos particulares hasta los oficiales. En 1947, el gobernador de Buenos Aires, Domingo Mercante, dio por terminadas las funciones de Pettoruti al frente del museo platense. El exilio burocrático benefició a quienes, desde entonces, pudieron recibir las enseñanzas del maestro en su taller de la calle Charcas, en la Capital Federal, abierto aquel mismo año: Oscar Capristo, Vicente Forte, Michelle Marx, Mónica Soler-Vicéns (hijastra de Pettoruti), Alejandro Vainstein, entre los más notorios. Poco después, en 1948, mientras Peuser ofrecía una retrospectiva del artista, el ministro de Educación. Oscar Ivanissevich, interrumpía personalmente la labor de los jurados del Salón Nacional para exigirles que rechazaran el envío de "ese paranoico de Pettoruti".
El medio local, finalmente, resultó estrecho para quien se sentía llamado a rendir más; para quien, desde la cumbre de la sesentena. recordaba una profecía que formuló en la década del 30: "Mis obras de valor, si es que valen, las crearé entre los 50 y los 60 años." París —que tan sólo vio pasar al Pettoruti joven— será el escenario natural de este desafío entre un pintor venido del extremo sur de América y el centro plástico de la cultura occidental.
Después de una muestra en la galena milanesa Del Milione, Pettoruti se instala en París, el 11 de setiembre de 1953. Allí recibirá la confirmación de su vaticinio y la definitiva dimensión internacional: en 1956 conquista el Premio Continental Guggenheim de las Américas.
Fue el toque de atención: en 1962, la Argentina decide por fin valorarlo. El Museo de Bellas Artes, en Buenos Aires, alberga la muestra de homenaje nacional al pintor, y la Academia de Bellas Artes lo aclama en su sede. Pero el hombre que medita en Capri frente al crepúsculo marino (el mismo ocaso transfigurado en la pintura que le valió el premio Guggenheim) no cesa de luchar un instante.
No hay ningún secreto en esta vitalidad sin fisuras. Sus discípulos más fervorosos, Alejandro Vainstein (45 años, nacido en Rusia, soltero) y Mónica Soler-Vicéns, coinciden en señalar la perfecta economía, la pulcritud exacta con que Pettoruti administra sus horas. Alguno de "los demás" podrá argumentar tal vez, que esa minuciosa administración se erige en la tacañería que se reprocha al pintor, lo mismo que su trato severo y algo distante. "Pero es que debe defender su tiempo", explica Soler-Vicéns (35 años, hija del primer matrimonio de María Rosa González con un acaudalado médico chileno).
"Con las primeras luces del día — narra Córdova Iturburu—, Petto llega a su taller, una habitación tan limpia que parece que nadie trabaja en ella. Ni una mancha en el linóleo del piso ni en las inmaculadas paredes; ni un exceso de color en las paletas de caoba pulida. Allí, al compás de la música, que ama, trabaja horas enteras."
En el vasto departamento que compró en la rué Mabillon de París, pleno corazón de Saint-Germain-des-Prés, Pettoruti recibe hoy la visita de muchos argentinos y de pintores que acuden de todas partes; sin embargo, no tiene alumnos. Ni la notoriedad (el ministerio de Cultura de Francia suele organizar visitas guiadas a su atelier) ni la fortuna (ninguno de sus cuadros actuales se cotiza en menos de 10.000 dólares) distraen al pintor de su tarea primordial. Con la puntual elegancia de siempre ("era impecable, a pesar de que sus trajes provenían de Los 49 auténticos", memora un amigo de los tiempos difíciles), sigue pintando tal como se lo enseñaron sus amados cuatrocentistas en la bulliciosa Florencia del futurismo. "A su lado, uno siente que él está pintando para siempre", asegura Vainstein.
Pettoruti —que en 1914 acuñó por primera vez el término 'abstracto' para referirse a la pintura, y de quien Ricardo Güiraldes escribió una fervorosa monografía en 1924— hizo llegar a PRIMERA PLANA, desde París, por intermedio de su representante en Buenos Aires, algunas reflexiones sobre su arte: "La degradación del gusto —dices— turba hoy las mejores conciencias; es el gesto del pintor lo que inflama a sus críticos, como si la pintura fuese cuestión de gesto. ¿Técnica, calidad? Se han vuelto tan raras que se las toma por anacronismos. Se nos dice con frecuencia que el pintor nace, pero raramente se dice que también se hace, merced a una disciplina que consume muchos años. De ahí la escasez de Pintores; y si lo escribo con mayúscula es para diferenciarlos de los que pasan reclamándose el mismo título. Pasan; y con tanta rapidez que, por lo menos aquí, ya comenzamos a perderlos de vista."
Si de toda vida se desprende una lección, de la de Emilio Pettoruti surge también una norma que parece obligatoria para un artista: no ceder, sobrevivir a la indiferencia y al repudio, saber con qué fuerzas se cuenta y hasta dónde el prójimo es sincero. En resumen, la tenacidad como única aliada del talento.
Hay cien personas dispuestas a denostar a Pettoruti ("con algunos colegas argentinos se trata con dolorosa cortesía", ironizó un marchand), y otras tantas dispuestas a ensalzarlo. Pero unas y otras se unirán cuando, por encima de la anécdota, se juzgue su posición creadora y la obra que desde allí ha destilado a través de media centuria.
Contra quienes lo acusan de escapista y de haber huido de la realidad de su país, se alza la certidumbre de que la pintura es la única manera de vivir conocida por Pettoruti, y que no modificar esa manera le ha costado, inclusive, el destierro. Vivir para pintar es la negación misma del escapismo; cuando el artista deja la Argentina, a los 60 años, no parte a la conquista de Europa sino a la de su propio país. Parte en busca de un clima que sistemáticamente se le negó; desde lejos continuará sirviendo a su tierra, abriéndole los ojos, señalándole caminos. La semana pasada, Pettoruti envió desde París, a su hermano Oscar, uno de sus arlequines músicos, titulado El morocho maula. Nombre argentino para una imagen de validez universal; y es ese idioma universal el que Pettoruti habla desde niño.
Lo fundamental es que este platense cargado de gloria no posa de estatua, ni de exquisito, ni de iluminado. En él bulle, ante todo, una pasión velada por el sentido de la mesura; pero pasión al fin. Hizo falta mucha pasión para desafiar al Buenos Aires de 1924, para arrostrar las bromas y el desprecio, para refugiarse en la calma de un taller y enseñar, para lanzarse a la aventura a las puertas de la vejez. Dentro de quince días, a dos cuadras de donde Pettoruti fue silbado y vituperado, en la misma calle Florida, esa pasión volverá a centellear con su ardor armonioso.
23 de Junio de 1964
PRIMERA PLANA

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