Es una adolescente hermosa, una apariencia de ángel
que flota sobre el suelo. Cuando dibuja, Renata trasporta
una zona de poesía pero también la malicia y hasta la
maldad. Exposiciones, un libro, un divulgado afiche, están
construyendo su fama, que tiene todavía los mejores años
por delante
Tres semanas atrás, cuando el centro de Buenos Aires
amaneció tapizado con enormes afiches violeta y blanco que
anunciaban otra versión de Romeo y Julieta —la que
finalmente pondrá el 12 de septiembre Oscar Aráiz en el
San Martín—, una caravana de jóvenes de variado tipo y
aspecto comenzó a desfilar por la oficina de prensa del
teatro. Sus presentaciones variaban con sus argumentos,
pero todos concluían en lo mismo: necesitaban, (es era
imprescindible, conseguir uno. No podían admitir perderlo,
verlo sucumbir en pocos días bajo el engrudo y dimensiones
de otro afiche.
Paseándose de incógnita, entre ellos, escuchando los
comentarios o bien recorriendo las calles de la ciudad y
reencontrándose con sus trazos multiplicados una y otra
vez, Renata Schussheim hierve de satisfacción. Y de miedo.
Acostumbrada a las más diversas pruebas de adhesión, esta
vez advierte haber alcanzado un alto grado de comunicación
masiva, una responsabilidad que súbita, incalculadamente,
la descoloca frente a esa retraída candidez que es su
manera de ser. No se asusta, pero le brillan los ojos, se
le arquean los cachetes y se le escapan sonrisitas
misteriosas. Renata no sabe disimular. Nunca lo supo y es
difícil, que llegue a saberlo: pertenece a esa familia de
creadores dominados por sus personajes interiores, a la de
esas personas condenadas a desnudarse en cada gesto.
ARTISTA ADOLESCENTE
Desde que entró a los 12 años en la Academia Augusto
Bolognini —"el Bellas Artes"— hasta que se animó a exponer
por primera vez a los 16 en El Laberinto, Renata tuvo
suficiente tiempo como para tomar unas cuantas decisiones
de fondo. La fundamental: que como los yesos y los modelos
"al natural" le parecían algo estático y no le decían
absolutamente nada, todas las líneas de sus lápices
pasarían a través de las bocas de su fantasía. "Mi
imaginación: eso era lo único a lo que debía ser fiel
cuando me sentaba a trabajar", reconoce hoy. Entonces sólo
admitía los consejos de Alonso (Carlos), a quien llevaba
los dibujos para que se los corrigiera y diera
indicaciones. "Yo no tenía ninguna línea definida, era más
bien incoherente", recuerda. La primera muestra
("terminada de un tirón, presionada por la fecha") debió
llamarse Autorretratos: eran muchachas, siempre la misma,
acosadas por hombrecitos y mujercitas con alas y
estiletes. Qué significaban no lo sabe. Pero sí que en
plena explosión del pop-art, sus imágenes simples,
ingenuas hasta la obsesiva reducción del trazo, fueron
tildadas de antiguas por sus colegas afiliados a las
vanguardias de moda. Con todo, a muchos les hicieron
recordar los dibujos y las palabras dichas hace más de 70
años por otro pérfido, sobrenatural ilustrador amante de
los retratos a plumín. Se quejó Aubrey Beardsley: "¡Qué
poco se comprende la importancia de la línea! Es el
sentimiento de armonía el que coloca a los viejos maestros
en una posición de ventaja con los modernos, quienes creen
que la armonía del color es la única que vale la pena
obtener".
Aubrey Beardsley es uno de "los papacitos" reconocidos de
Renata. El otro: El Bosco. Entre las sutilezas del primero
frente a la época victoriana que le tocó en suerte y la
lujuria y el realismo del segundo, Renata comienza a
buscar una personalidad propia en un tiempo signado por la
confusión general. Con humildad, haga lo que haga, a
partir de entonces siempre se dibuja a sí misma.
Al año siguiente, en Vignes, su temática reaparece en una
serie de dibujos sin nombres, más elaborados: mujeres
sentadas entre ramilletes de rosas, mujeres con velos y
paisajes alucinantes en los pechos. Advertidas de los
prodigios de Renata, numerosas personas se acercan e
invaden su siguiente muestra en Lirolay. Le preguntan las
connotaciones secretas —que no son ningún secreto —de sus
expresiones, se identifican con sus fantasías e
invariablemente la mayoría termina confesándola soñar
cosas parecidas. "Al colgar esos cuadros me estaba
colgando yo", recalca. Más que de una metáfora se trata de
una actitud real: todos los dibujos aludían directamente a
ella. "Me parecía mucho más comprometido que pintar
naturalezas muertas o colores vivos."
Quizá por eso —por el lento desgaste que origina el exceso
de autenticidad—, después no le queda otro camino que
dejar de exponer por un tiempo. Sin embargo, para cerrar
ese ciclo hay que dar nuevamente marcha atrás y remontarse
hasta una tarde del 67 en que Renata estaba muy aburrida e
hizo Griselda adolescente, una "seriecita" (serie de
dibujos) reveladora. En 20 minutos, como un chorro de
sangre que salta de una vena apretada, completó 32
instantáneas de una niña: es su cierre de una época muy
reprimida ("muy tapada", dice ella) que archivará junto
con las pinceladas gruesas y burdas.
—Al terminar Griselda y empezar a mostrarla, todo el mundo
quería hacer cosas con esos dibujos. Egle Martin quería
hacer algo y se lo mostró a Piazzolla. Piazzolla quería
también hacer algo y se lo llevó a Oscar Aráiz, que
intentó trasformarlos en un espectáculo. Y Griselda
deambuló por los proyectos de casi todos mis amigas hasta
que uno me sugirió publicarlos en forma de libro. Al
principio no me animaba, me resistía, porque entregarlos a
un editor significaba "terminarlos", cerrar
definitivamente mi adolescencia. Un día, por fin, me
atreví a escribir: "Griselda se despide de Renata, Renata
le dice adiós".
Así termina el libro, que se editó en 1969.
RENATA SEGUN RENATA
Griselda estaba en imprenta cuando otro amigo tuvo otra
idea que se acopló a Renata y modificó su biografía. Le
regaló uno de esos enormes (70 por 40 cm) álbumes de
dibujo utilizados en publicidad para bocetar y le sugirió
llevar en él una especie de diario íntimo. Ella lo tomó
con un cuaderno de colegio donde todo está permitido y
comenzó a llenarlo volcando mágicamente, no
sistemáticamente, todas las cosas que le ocurrían y se le
ocurrían. Paisajes de cuentos infantiles donde seres
pequeñitos revolotean alrededor de personajes mayores, a
la manera de Gulliver en el país de los enanos, campean
entre escenas tiernas donde el solo contacto entre dos
seres está representado como cortocircuitos
policromáticos. Con mujeres-plantas, rostros ocultos
detrás de anteojeras de opalina, grandes retratos desdimensionados y otras creaciones, el álbum se fue llenando
y alteró su sentido primitivo: es que Renata no se
desprendía de él, lo llevaba consigo a todas partes y
terminó convirtiéndolo propiamente en una Exposición
ambulante. Por cierto, esta comunicación directa —previa a
los posters de Romeo y Julieta— la gratificó de una manera
diferente a las exposiciones: Renata pudo estar más cerca
de las reacciones que desencadenaban sus dibujos.
—Cuando saqué oficialmente por primera vez el álbum y lo
llevé al Bar-Bar-O fue genial. Lo vieron Poni Micharvegas,
la mujer, Noé y otros. Pasaban las hojas en un silencio
absoluto, sepulcral, sólo interrumpido cada tanto por los
estirados "yeees, yees" de Poni. Me impresionó muchísimo,
pero era una sensación distinta, nada que ver con las
histerias que se corren en las inauguraciones. Después,
cuando lo vieron Sergio Renán, Walter Vidarte y otros más
en el Canal 7, casi lo hacen salir al aire. No sé cómo,
pero se corrió la bolilla y creo que a esta altura ya lo
debe haber visto más gente que la que asiste habitualmente
a una sala de exposiciones.
Si los que han recorrido las páginas de Exposición
ambulante debieran buscar a Renata parentescos más
cercanos que Beardsley o El Bosco no dudarían en señalar
que sus dibujos viven de la misma savia que recorre los
dibujos de Jalí —un bombero de La Plata que asomó varias
veces en la calle Florida— y de las criaturas que pergeña
Gandini, la ex corneta de la Porteña Jazz Band—. Es sabido
también que el personaje masculino de sus retratos es
Víctor Laplace —el actor de Un día en la muerte de Joe
Egg—, compañero de Renata desde hace un par de años.
Investigando entre líneas pueden llegar a descubrirse
otras cosas, hasta los estados de ánimo de la dibujante,
mensajes en clave. Ella no lo niega: "A veces le doy muy
duro al pobre Víctor. Le clavo flechas o lo inundo de
caricias, lo estrangulo en trazos que originalmente
intentaban ser abrazos. Pero debe aceptarlo: ése es mi
lenguaje", se disculpa Renata.
—Yo soy muy posesiva, cuando no puedo retener a alguna
persona, la aplasto en el papel y hago con ella lo que
quiero. Es una sensación bárbara.
Esto último lo confesó mientras recorría la sastrería del
teatro San Martín probándose cualquiera de los 36 trajes
de Romeo y Julieta, también diseñados por ella. "¿No son
un toque entre pop y renacentista?", acertó a preguntar
una de las costureras señalando los colores del vestuario.
Era de noche y Renata añoraba volver a su casa en
Bel-grano para ponerse a trabajar. En la cocina, frente a
un ventana que no da a ninguna parte pero donde se deja
envolver por los adagios de Albinoni, suele sumergirse por
largas horas, a veces hasta la primeras luces, en sus
filigranas, en ese estado que ella llama plenitud y que
recién ahora empieza a paladear verdaderamente. Es que, a
punto de cumplir los 21, Renata Schussheim se sabe una
dibujante más o menos consagrada y es capaz de tomar
distancia sobre su obra para analizarla con buena
perspectiva. Desde luego, aún la asusta descubrirse dueña
de una línea.
J. C. K.
Revista Semana Gráfica
04.09.1970
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