Tango en Buenos Aires
Estoy tan cambiao, no sé más quien soy
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Tango
Músicos, cantores y público analizan la novedad más reciente vinculada a la evolución del dos por cuatro: su particular irrupción en numerosos locales nocturnos, con la esperanza de reeditar glorias pasadas

Convictos de haber amparado, desde fines del siglo pasado, las alegres trapisondas de los porteños en sus ratos de ocio, los reductos tangueros —después de varios años de piadoso destierro— amagan convertirse, nuevamente, en un escalón obligado de la noche capitalina. El resurgimiento de los locales nocturnos donde se puede escuchar o bailar el tango es un fenómeno que ya no sorprende: a los tradicionales Caño 14 y Cambalache (donde se abroquelan figuras tan mitológicas como las de Troilo y Tania) se agregó una ringlera de boliches y tanguerías que son el último grito de la moda en materia de ruido y de sanatas: dos neologismos que los argentinos del año 20 condensaban en una sola frase: tirar manteca al techo.
Pese a ser menos bullangueros, o pecaminosos, que los cabarets de antaño, los modernos antros tangueros logran encandilar todas las noches a cientos de parroquianos. Algunos de estos locales son simples cafés con escenario, que no soslayan las mesas de fórmica o el proletario "especial de lomito". Otros, más exclusivos, son una suerte de garçonniere aristocrática, con piso alfombrado y mullidos sillones de cuero. Todos, no obstante, están unidos por un común denominador: no se parecen en nada, es cierto, a las añejas academias o cafés para hombres solos que pulularon en Buenos Aires (bajo diversas formas y despareja suerte) hasta principios ce la década del 50. Para computar sinonimias o desemejanzas entre los sitios tangueros de ayer y de hoy, un redactor de SIETE DIAS hurgó en la memoria de nostalgiosos feligreses y recorrió, por espacio de una semana, los más característicos estaños en boga. El ejercicio, urdido a fuerza de trasnochadas más o menos fatigantes, bisbisea un final inesperado, que araña límites casi sociológicos: el periódico resurgimiento u ostracismo del tango —y por ende de sus boliches— suele estar ligado, según opinaron algunos de los informantes, al desarrollo o estancamiento de la clase media en la sociedad argentina. Esta tesis encierra, cuando menos, una solapada polémica: inferir que el tango no es la música de todo el pueblo, sino solamente de uno de sus sectores más gravitantes parece —más que una audacia— algo así como una soberana herejía, un crimen de lesa argentinidad.

EL TANGO: UN HAPPENING ORILLERO
Acodado en un rincón de la barra de El Viejo Almacén, atrincherado en la esquina sin ochava de Balcarce e Independencia, Rubén González Kosada (36, "contratista de obras y estudioso de las cosas de Buenos Aires", según su propia confesión) incurre en un anecdotario copioso, erudito, que trasciende los límites de lo meramente geográfico: "Todo el mundo sabe que los orígenes del tango son prostibularios por excelencia —supone G.K.—. Estuvo ligado desde un principio a los lenocinios castrenses y en este sentido alcanzó su máximo apogeo durante la guerra con el Paraguay: fue en esos reductos, con toda seguridad, donde se lo tocó por primera vez. Los burdeles son, entonces, las primeras tanguerías del Plata. En aquella época la ciudad era muy chica, y lugares como la Boca, plaza Lavalle y el Once formaban los aledaños, las orillas, donde pululaban las casas públicas y las academias de baile, que al principio fueron sitios exclusivos de negros, que poco a poco admitieron a los soldados blancos".
"Hay crónicas de esa época —continúa el documentado González Kosada, mientras diluye su tercer whisky con algunas moléculas de agua— que ponen los pelos de punta. Se cuenta que una noche, en el almacén de Machado, que quedaba en Solís y Estados Unidos, una patota linchó a dos músicos que ocasionalmente estaban tocando allí, porque no pudieron reproducir un tango que los patoteros habían oído, un rato antes, en el lenocinio de la china Carmen, situado a pocos metros del boliche. Hay algunos historiadores del tango que aseguran que fue precisamente en el almacén y alpargatería de Machado donde se lo bailó por primera vez; aunque a mí se me hace cuento que en una tienda de ramos generales, con despacho de bebidas, hubiera sitio y ambiente propicio para los danzarines. En fin, de cualquier forma, el tango y los boliches, con el tiempo, cambiaron mucho: ahora son para toda clase de público, antes eran sólo para los perdularios", dignifica G. K., interrumpiéndose solemnemente cuando Edmundo Rivero se aproxima al micrófono.
Mientras los aires melancólicos y canyengues de Sur resuenan en la voz de Rivero, un público atento y heterogéneo sigue con atención los devaneos del gesticulante cantor. Colmado en su totalidad, con muy pocas mesas vacías, el ambiente escenográfico de El Viejo Almacén responde a una línea coherente con el edificio y el barrio en que está situado: enredaderas que trepan sobre el bar, faroles vetustos rescatados de algún cambalache de San Telmo y un montón de antiguallas de todo tipo simulan un retazo del pasado.
Feligreses de edad madura, estudiantes de pocos ingresos, mujeres de exquisito toilette, ejecutivos calafateados en inesperados smokings y jovencitos enfundados en democráticos pulóveres deliran de entusiasmo cuando la voz profunda de Rivero desgrana las últimas estrofas: "Aquí el hombre de Buenos Aires puede encontrar su rostro personal; ese que había perdido en tantos años de andar desorientado, alejado de la música y de la auténtica fisonomía porteña —explicó a SIETE DIAS Edmundo Rivero (56, cinco hijos) en un paréntesis de su actuación—. El público de este Almacén se aferra a los viejos temas: parece que los argentinos somos tristes y evocativos", una incursión sociológica que podría ejemplificar un curioso fenómeno detectado por algunos estudiosos del tango. Las nuevas generaciones de artistas de la canción popular de Buenos Aires —se pretende— encontrarían cierta resistencia para imponer su modalidad renovadora. Circunstancia fácil de observar en casi todas las tangue-rías que recorrió SIETE DIAS: desde la ambientación hasta el repertorio tanguero procuran revivir los aires de otras épocas, cuando el tango no admitía competencia en el gusto de los parroquianos.

MILONGA CON VARIACIONES
En un altillo de El Viejo Almacén —que oficia de camarín improvisado— hasta las tres sillas chuecas y desvencijadas parecen rescatadas de un tango bohemio, capaz de agigantar las dudosas virtudes de una existencia mistonga. Allí, en las últimas horas de una madrugada, SIETE DIAS convocó —a los efectos de un contrapunto improvisado, informal— a tres exitosos cancionistas para que hablaran sobre un tema que conocen a fondo: el auge de las nuevas tanguerías.
"Los años 40 marcan la época más floreciente del tango —enfatiza Roberto Rufino (49, tres hijos), una de las más duraderas voces de la música popular porteña—. En ese tiempo la gente seguía casi fanáticamente a sus ídolos y verdaderas multitudes llenaban los locales donde se tocaba tango; hoy, aunque parezca mentira, ocurre algo similar: muchos recorren hasta 100 kilómetros para oír y ver a grandes figuras como Troilo o Rivero. Es, en especial, gente madura la que compone el público de todos estos boliches del tango. Claro que ya no existen, como antes, los gigantescos bailes populares, poblados con parejas de todas las edades; durante 30 años canté en esas fabulosas milongas y, aunque todo parece resurgir, ahora estamos recluidos en un círculo más pequeño, pero igualmente valioso", se consuela Rufino.
Uno de los mozos del local interrumpe el contrapunto y arrima varias tazas de café, una de las cuales debe ser depositada en el suelo, pues la diminuta mesa desborda de guitarras, potes de cremas limpiadoras y un abracadabrante delirio de ceniceros completamente colmados. Un aire frío se cuela por debajo de la puerta que deja filtrar, también, el murmullo sincopado que proviene del escenario: un marco algo congelado, pero propicio para seguir hablando de milongas variaciones.
"Ocurre que los intérpretes de tango son muchos y los sitios para actuar muy pocos —explica Félix Aldao (32), ganador del concurso Palma de Oro, en los Estados Unidos—; además, el pueblo no viene a estas tanguerías. Los actúales boliches se han convertido en lugares exclusivos para una minoría, donde la copa cuesta 2 mil pesos. Es cierto, sí, que siempre están llenos —reconoce Aldao— pero falta el calor popular de antaño. Quizá precisamente por eso que decía Rufino —es decir, por la desaparición de los bailes populares—, los modernos reductos del tango son un refugio para jóvenes de 25 años para arriba, un sitio para gente más adulta. Es que el tango obliga a pensar, pues es una suerte de filosofía cantada", exagera Aldao.
No parece, sin embargo, faltarle razón: en una minuciosa prospectiva realizada en El Viejo Almacén por un redactor de SIETE DIAS se estableció que el 85 por ciento de los parroquianos acumulaba una edad superior a los 30 años; lo, cual no impedía, con todo, que el clima reinante fuera jovial y bullanguero por momentos.
Más pragmática que sus compañeros de elenco, la melodiosa Graciela Susana (18, casada, revelación de 1970 del Festival del Tango de La Falda) supone que, de todos modos, "el público que va a escuchar a Rivero, a Rufino o a Goyeneche representa, al margen de la edad, al conjunto de los sectores sociales de Argentina. Como el tango es un fenómeno permanente, la gente se identifica con él: lo cual significa que sigue siendo una música popular", supone Graciela Susana, templando su guitarra y adelantando algunos de los trozos que formarán su repertorio de esa noche.
A pesar de todo, hay quienes no aceptan que las tanguerías, como fenómeno social masivo, sigan aún en vigencia . En verdad, hubo una época en que el cabaret —pues no existían locales que presentaran shows de variedades, como los que actualmente cobijan al tango— era un hito obligado de la noche porteña: hoy pareciera que se va a escuchar el dos por cuatro de la misma manera que se recala en un teatro o en un cine. Antes, es cierto, los espectáculos tangueros eran un acontecimiento especial, vividos por toda la ciudad. Memorables son las veladas protagonizadas por el mitológico pianista Enrique Delfino en el foyer del cine Opera: a esos recitales concurría una muchedumbre compacta, que jamás dejaba de deleitarse con las excentricidades del popular Delfy.
"El cabaret alcanza su máxima difusión en el país coincidentemente con la promulgación dé la Ley Sáenz Peña y la ascensión a la presidencia de don Hipólito Yrigoyen —politiza Benigno Costa Viale (59, cinco hijos), acaudalado parroquiano del suntuoso Michelangelo—. El tango —agrega— es la música de la clase media argentina, adoptada por los otros sectores como puro acto reflejo." Parte de lo afirmado por C.V. parece verdad. Antes, los cafés para hombres solos (como el famoso Iglesias, de Corrientes al 1500) eran la antesala, o el colofón, de escapadas prostibularias; lo mismo que renombrados salones de baile como el de Hansen o el Armenonville: ni a unos ni a otros concurría el pueblo. Fueron la radio y el cine, en manos de la incipiente clase media de la Argentina, quienes divulgaron el tango en forma masiva.
Sin remontarse a épocas tan remotas —o tan polémicas—, uno de los cotizados artistas del show de Michelangelo, el cantor Raúl Lavié (33, tres hijos) insiste en trazar un paralelo entre lo que va de ayer a hoy: "Yo debuté en un cabaret céntrico que se llamaba Maipú Pigalle y que cerró sus puertas allá por el año 1957; entonces, los clientes eran muy diferentes a los que ahora vienen a este sitio: se trataba, por lo general, de viejos noctámbulos, habitués consuetudinarios, que no faltaban un solo día a la milonga. Eran siempre los mismos, noche tras noche, hombres solos o en grupo: jamás, desde luego, se veía una familia".
Cosa que no ocurre, por cierto, en las catacumbas de Michelangelo, donde la consumición mínima trepa a los 2.800 nacionales per cápita. Claro que el gasto se justifica: el recinto, blanco como un Pueblito de Andalucía y umbroso como una catedral gótica (estilos que mezcla sabiamente), es uno de los más sofisticados reductos de la noche porteña, aunque no se dedica exclusivamente —claro está— a presentar espectáculos fangueros y suele mezclar —en un mismo show— a Raúl Lavié con Joan Manuel Serrat.
Más modesto, pero con un caudaloso sabor a tango, resulta el casi único cabaret porteño: Chantecler, heredero de un nombre mítico, íntimamente ligado a Juan D'Arienzo y su orquesta durante la década del 40. Atrincherado en Corrientes al 600, no escapa a la tentación, sin embargo, de presentar un espectáculo variado donde el tango se prodiga en dosis alopáticas. Alberto Castillo (56, dos hijos) es allí una de las más firmes atracciones. Después de descerrajar algunos parlamentos antológicos ("Yo soy el tipo de la juventud perpetua", "Mi personalidad es abierta, como el bandoneón"), el verborrágico cantor de los cien barrios porteños (mote con el cual alcanzó la fama) devana una sobria andanada de precisiones históricas: "En el 40 el tango era popular y se lo bailaba en todos lados, pero el cabaret era tan caro como ahora. En 1950, cuando empezó la decadencia del tango, también desaparecieron los auténticos boliches donde se lo podía bailar o escuchar. Desde hace unos 3 años parece haber un resurgimiento, aunque no como danza popular", se ensombrece Castillo.
Como si sus palabras necesitaran una confirmación, apenas un reducido puñado de parejas se arrastra por la pista de baile, a pesar de las tentadoras propuestas de una buena parte de las 30 coperas acodadas en el mostrador o distribuidas estratégicamente por la sala. Lo cual no parece turbar las costumbres sedentarias de los —presumiblemente— ejecutivos o turistas que atiborran el amplio, pero despojado recinto.
Es Alberto Echagüe (dos hijos, se niega a confesar la edad), eterno cantor de D'Arienzo, quien encuentra una comparación gastronómica para explicar la ausencia de amplios sectores populares en los actuales antros tangueros: "Mirá —tutea Echagüe—, para venir a estos sitios hace falta tener mucha guita. ¿Vos te gastarías 10 mil mangos en una sola noche para invitar a tu señora? No, viejo, lo más seguro es que te comprés un pollo y que te lo morfés con un buen vino en compañía de la patrona".
Cuando baja del escenario del Chantecler, una tarima circular, elevada del piso y cubierta con deslustrado parquet, Armando Laborde (47, dos hijos) asegura a SIETE DIAS: "Antes, los boliches del tango, los cafés y especialmente el cabaret eran esencialmente distintos a los de ahora. A escuchar o bailar tango en los sitios nocturnos sólo iba la gente del ambiente. En esa época, cuando alguien nos decía que a los night clubs de Nueva York concurrían familias enteras, nosotros nos moríamos de risa. Cómo habrán cambiado los tiempos que ahora, cuando sube Marrone al escenario del Chantecler, la primera frase que dice es la siguiente: 'Voy a degenerar un poco este cabaret, porque parece una iglesia'. Si es para no creerlo", se sorprende Laborde.
En tanto que la orquesta de D'Arienzo sigue marcando el ritmo de un tango orillero, los bailarines Gloria (24) y Eduardo (34) ejecutan una serie de piruetas que podrían volver timorato al más audaz de los aspirantes a bailarín: "Como profesionales tenemos la obligación de perfeccionar nuestro arte —se justifican—; suponer lo contrario es como pedir a un corredor que corra para atrás o a un cantor como Marino que cante mal: algo sencillamente imposible".

EL TANGO: VICTIMA DE LOS MONOPOLIOS
En La Yumba, un lugar de Bolívar y Chile, donde la copa no supera los 500 nacionales, Osvaldo Pugliese (65) capitanea, enfundado en su traje de color ala de cuervo, a su nutrida orquesta de 13 músicos. Este boliche es —probablemente— el que más se parece a los viejos mausoleos del tango que se llamaron El Nacional o el Marzotto: las mesas son de fórmica, sin mantel, el ambiente es ruidoso, los atuendos modestos y el sándwich de lomito está siempre a punto, tentador y humeante. "La juventud argentina no baila el tango —se encrespa don Osvaldo— porque hubo una ruptura histórica de 20 años, durante los cuales los muchachos del pueblo no pudieron concurrir a lugares de diversión baratos. Por otra parte, los medios de difusión, los entretenimientos, cayeron en manos privadas, interesadas, que de una u otra manera responden a los propósitos antinacionales de los distintos gobiernos que hemos tenido. La música —decreta Pugliese— debe ser para el pueblo y tiene que estar a su alcance. Por eso, el actual auge de las tanguerías y del tango alcanzarán su máximo apogeo cuando se levanten en su defensa las masas trabajadoras, que no están supeditadas a los monopolios extranjeros. Entonces si que el tango tendrá un contenido más rico que en la década del 40 —amenaza—. Por ahora no hay suficientes fuentes de trabajo, pues los altos impuestos impiden a los clubes realizar bailes con frecuencia. Por eso, también, los espectáculos son diferentes a los de otros tiempos: en un café como El Nacional, por ejemplo, una orquesta tocaba 7 horas seguidas, desde el mediodía hasta la noche; la taza de café costaba 20 centavos y cualquiera se la podía pagar. Con la carestía el tango fue perdiendo espectadores- y únicamente lo mantuvo la clase media hasta 1959. Después, bueno, sufrió todas las crisis que afectaron a la pequeña burguesía en el país". Don Osvaldo se calla y trepa al palco junto con sus músicos. Se sienta al piano. Hace una seña con la cabeza y los bandoneones frasean los primeros compases de recuerdo. Cuando terminan, alguien, desde el fondo, sin poder contenerse, grita dos veces seguidas: "¡Al Colón! ¡Al Colón!"; un vocinglero entusiasmo por don Osvaldo que a los banqueros de Wall Street les sería difícil compartir.
También otro pope del tango, Aníbal Troilo (56), añora un pasado de cortes y quebradas: "Los nuevos boliches son sitios reducidos, donde el parroquiano no tiene otro remedio que dedicarse a escuchar. Los bailes populares, la gran cantidad de gente, el ruido de los pies sobre la pista, marcando el compás, eran cosas que beneficiaban al intérprete y enriquecían el repertorio tanguero. Ahora todo es diferente, sólo el público es igual: cariñoso, efervescente, muy apegado a sus ídolos", apenas se alegra Pichuco Troilo, engarzando en su mano izquierda el enésimo, interminable vaso de whisky. Lo cual no le impide ser la máxima estrella de Caño 14, uno de los más destacados locales de tango que acapara —invariablemente— los favores de los más fanáticos feligreses.
Allí, acalambrado en la barra, dando la espalda al escenario y acordando su voz con los compases arrugados por el bandoneón de Troilo, Roberto Goyeneche (45) secreteó a SIETE DIAS: "Sí, es verdad, los lugares donde se hace tango son muy escasos. Por esa razón —se compadece el exitoso Polaco— muchos cantores y músicos del género se ven obligados a recalar en alguna cantina, donde comparten la atención del público entre un plato de ravioles a la boloñesa o un besugo a la vasca. Ahí, viejo, no se puede cantar: si a un coso se le sube el vino a la cabeza es capaz de tirarte un cacho de provolone en medio de una estrofa. No hay nada que hacerle, el tango es para escucharlo o bailarlo, no para comerlo", digiere Goyeneche.
Más atentos o menos pantagruélicos son los contertulios que desembarcan en Malena al Sur: una de las tanguerías más exclusivas de la city que apenas puede albergar a 60 personas, circunstancia que la convierte en algo así como un club privado. En ese boliche todo es delicado y cuidadosamente elegido: desde los mullidos sillones (que le dan un aspecto de living íntimo, familiar) hasta el espectáculo presidido por Lucio Demare, uno de los músicos más cotizados del tango y regente del boliche.
Cuando suelta su bandoneón, instrumento que alterna con el piano, Leopoldo Federico (44, dos hijos), estrella que suele recalar en la tentadora Malena al Sur, exhibe una melancólica panoplia de recuerdos: "Antes, ir a escuchar tangos era casi una obligación para el porteño, un rito parecido al de frecuentar todos los domingos la casa de la vieja —maternizó Federico—. Uno entraba en un café o en una confitería y únicamente se escuchaba la orquesta: había silencio y sólo se conversaba en los intervalos. Ahora el show mató al tango como espectáculo exclusivo. Además, ya no ocurre como antes que a los cafés como el Marzotto o El Nacional iban los empleados con sus novias, los obreros después de las fábricas o las amas de casa que salían de compras al centro. Hoy en día son lugares para turistas; no hay más que ver algunos de esos sitios: en un momento dado están vacíos y sobran las mesas; de pronto se detiene un micro en la puerta y 80 japoneses se abalanzan sobre el escenario parloteando en nipón con la azafata que los guía", traduce Federico, añorando, quizás, la época en que fue primer bandoneón de Horacio Salgán y en que su tango Cabulero hacía las delicias de los fanáticos. Un clan más o menos menguado en el presente y que en otros tiempos saturaba los límites de decenas de cafés cantantes, poblados por un inevitable somatén de cuchilleros: La Marina, de Suárez y Necochea —atendido por camareras—; El Estribo, de Entre Ríos al 700, y La Buseca, de Avellaneda —que agregaba un reñidero y mesas de monte criollo a su palco orillero—, integraban una mitología copiosa que torna memorioso al nostálgico Alfredo Carlino (38, dos hijos), un poeta amigo de músicos y embanderado con la música porteña: "En Corrientes, desde Maipú hasta Montevideo, estaba plagado de tanguerías: allí el café costaba 70 centavos y el té un mango. Lo más caro que se podía tomar era un copetín; al whisky nadie se le animaba. Saber bailar bien el tango era, entonces, un símbolo de status y una artimaña para encandilar mujeres: igual a lo que sucede ahora con el auto o las pilchas elegantes y costosas", añora Carlino.
Como él, como todos los que de una u otra manera integran la farándula del tango, es posible que dentro de unos años haya una generación de nostálgicos que recuerden —con insistencia de organito machacón— una nueva geografía de nombres. También ellos, probablemente, tendrán razón.
LUIS LAPLACETTE
Revista Siete Días Ilustrados
31.05.1971

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