Un nuevo concepto terapéutico ofrece esperanza a los miles
de alienados, presos de su delirante defensa contra el
pesimismo
"¿Sabías que van a juntar hombres y mujeres en el hospicio
de Vieytes?
—¡No pueden! ¡Si son locos!
El diálogo es textual. Fue recogido en el hospital José T.
Borda (familiarmente conocido como "Vieytes") y revela
mejor que mil explicaciones las dos actitudes ante el
tratamiento del enfermo mental que hoy se enfrentan en
todas las dependencias del Instituto de Salud Mental.
Unos piensan que el loco es una subespecie dentro del
género humano, que debe ser encerrado y curado antes de
ser devuelto a la comunidad.
Los otros, entre quienes se encuentran las autoridades del
hospital y el instituto, la cura del alienado sólo puede
completarse a través de la socialización y la
rehabilitación en la comunidad.
Un cambio tan radical no deja de hallar resistencias.
Pero, como dijo el doctor Carlos Sisto, director interino
del hospital: "Una revolución sin obstáculos ni opositores
no sería una verdadera revolución".
La locura sale a la calle
Todos los días a las ocho de la mañana, un grupo de
obreros y obreras espera un ómnibus en las puertas del
edificio situado en Vieytes 375; otros llegan, solos o en
grupos, y entran en silencio.
Nadie los mira con prevención ni hace el menor comentario,
pasan inadvertidos.
Todos son "alienados", como dice el diagnóstico popular,
pero ya debemos abandonar esta palabra, con sus
connotaciones de "excluido" o "extranjeros", para adoptar
el término más científico de "psicóticos", pues ellos
también pertenecen a la sociedad.
La nueva imagen de los internados no tiene nada que ver
con esa caricatura absurda que desde hace siglos se forjan
los "normales", para tratar de diferenciar a los insanos.
Los que abandonan el hospital Borda a las 8 de la mañana
son enfermos que van a trabajar en un Taller Protegido, de
producción de material para hospitales, ubicado en las
inmediaciones del parque Chacabuco. Allí actúan junto con
personal sano, perfectamente integrados en una comunidad
de labor.
Los que entran en Vieytes a esa temprana hora de la
mañana, son pacientes del Hospital de Día o de los
Consultorios Externos, que desde hace poco funcionan en
Vieytes; allí reciben tratamiento y permanecen hasta las
18, momento en que retornarán libremente a sus hogares.
Son hombres y mujeres que viajan en los mismos colectivos
que nosotros, que se nos cruzan en la calle... Antes
hubieran estado encerrados entre altos muros; hoy, entre
nuestros encuentros casuales, no podemos distinguirlos de
la multitud de personas que nos rodea.
Los Talleres Protegidos y el Hospital de Día, por los que
luchó durante más de diez años el doctor Jorge García
Badaracco, son creaciones recientes. Ambas reflejan una
misma idea: al "alienado" hay que "desalinearlo" cuanto
antes, es decir, devolverlo a la vida de la familia, el
trabajo y las diversiones.
Hasta hace poco las ideas imperantes eran muy distintas.
El hospital (antes llamado Hospicio de las Mercedes) no
tenía como finalidad curar al enfermo mental, sino
aislarlo, librar a la sociedad del contacto con la locura.
Así como había cárceles para encerrar a la delincuencia,
cementerios para circunscribir a la muerte, el hospital
Neuropsiquiátrico servía para mantener a la locura
amurallada y lejos de todos nosotros.
—Una comunidad numerosa necesita de un hospicio para creer
que la locura está "allí adentro", mientras que "aquí
afuera" se goza de la más perfecta normalidad — interpretó
el psiquiatra Héctor Hugo Barrionuevo.
Durante mucho tiempo, la finalidad buscada por el personal
médico del Hospicio de las Mercedes fue "controlar" al
enfermo. Para ello se recurrió primitivamente al chaleco
de fuerza y a la ducha fría; después a técnicas más
modernas como el "electro-shock" y la aplicación de
insulina, y por último a los psicofármacos, que permiten
controlar sin violencia la excitación de los internados.
Pero ninguno de estos tratamientos contemplaba el problema
fundamental: reincorporar al enfermo a la comunidad sana.
Y ante la perspectiva de largo confinamiento, al enfermo
no le quedaba otro remedio que asumir el rol de confinado,
adaptarse a él en la medida de lo posible, y seguir un
proceso aparentemente inevitable de progresivo deterioro.
De esa manera, los hechos parecían dar la razón a aquellos
que pensaban que la locura no era un trastorno de
conducta, sino una condena cuyo veredicto estaba escrito
en el cerebro o en el sistema nervioso, cuando en realidad
eran los mismos sostenedores de esta teoría los que
imponían al loco su sentencia.
La nueva vida social
Mientras, dentro de tantas limitaciones, los internados
lograban crear fragmentos de una desarticulada vida
social. Los que no estaban encerrados, los que abandonaban
la cama, delimitaban en el viejo edificio espacios que aún
se respetan: la zona de reunión, donde siempre quedan las
cenizas de algún fuego y montoncitos de yerba usada; el
pasillo del campeonato de damas, el pequeño comercio
atendido por uno de los menos enfermos.
También cumplían funciones en la vida del hospital: ayudar
en la cocina, transportar tachos de comida, lavar las
salas, hasta hacer de enfermeros. Todo esto entre los
momentos de delirio, en que algunos lanzaban sus
afiebrados discursos y los otros se encerraban en ese
mutismo que mantiene a cada uno apartado, dentro de su
metro cuadrado de soledad.
A través de algunas de sus actividades, reproducían formas
de la comunidad normal, como los grupos de "mateadas", que
les permitían entablar conversación, recobrando por un
momento el pasado ya demasiado distante.
Esas formas sociales se mantienen vivas ahora, y
constituyen el punto de partida para la tarea de
rehabilitación y socialización iniciada en el hospicio.
Sin embargo, el largo período en que se aplicó a los
internados un sistema de confinamiento y control, creó
entre pacientes y médicos un muro de temores y recelos,
Derrumbar ese muro fue la primera tarea a la que debieron
dedicarse la dirección y el personal técnico del hospital
Borda.
Triunfo en Navidad
El 25 de diciembre del año último, el servicio 18, a cargo
del doctor Gálvez Bunge, presentaba un aspecto insólito:
entremezclados alrededor de una mesa, los internados, los
médicos, psiquiatras, psicólogas y familiares de los
enfermos comían un asado. Durante la sobremesa, mientras
un paciente robaba una tira de chinchulines calientes y se
la pasaba desesperadamente de una mano a la otra para no
quemarse, otro internado y un familiar sacaron bombo y
guitarra y empezaron a hacer música: una zamba.
Al oírla, "Pajarito" (un esquizofrénico muy propenso a
actuar su locura y convertirse en espectáculo) salió a
zapatear y a hacer cabriolas en algo que trataba de
asemejarse a una danza folklórica. Pero el comportamiento
de un enfermo mental es imprevisible, y un segundo después
"Pajarito" invitó solemnemente a bailar a una de las
psicólogas...
Ella no dudó un instante, y con dispuesta sonrisa salió a
la improvisada pista de baile. A la zamba siguieron
chamamés, valses criollos, y también algo de música de
moda; las parejas se multiplicaron, se sumaron los
psiquiatras, los familiares, todo el mundo. Al aceptar la
invitación de "Pajarito", la psicóloga no sólo contribuyó
a la integración de médicos y pacientes, sino también de
los internados con sus familiares, que alguna vez los
habían enviado al hospicio, según creían, para siempre.
Desde entonces, las actividades destinadas a crear una
comunidad terapéutica se multiplicaron a un ritmo
asombroso. En el servicio 23, a cargo del doctor López de
Gomara, se organizó este año un concurso de manchas, con
un jurado de 15 críticos, entre los que estaban Clorindo
Testa y Juan José Sebrelli.
Todo consistía en ayudar a los sanos a superar sus
prejuicios contra los enfermos, y trasponer los muros de
Vieytes sin resquemores. Al efecto se lanzaron volantes
antes del concurso en distintas instituciones relacionadas
con las artes visuales.
Durante la mañana del concurso, los internados pintaron
una veintena de cuadros en el jardín del servicio 23, un
verdadero parque creado y cuidado por ellos mismos. Las
obras se expusieron luego en el Taller de Libre Expresión
que funciona permanentemente en ese servicio.
El jurado resolvió premiar a todos los concursantes con
útiles para la vida hospitalaria, pañuelos, medias, etc.
—Los cuadros no se usaron, como suele hacerse, con fines
de diagnóstico —explicó el director del servicio, doctor
López de Gomara—. El propósito era lograr que los
internados desempeñaran realmente el rol de pintores, que
sus obras fueran valoradas por un jurado entendido en arte
y no sólo en psiquiatría. Nuestra función como médicos fue
crear una situación todo lo socialmente normal como fuera
posible.
1.700 alienados a la mesa
Y a las 6 de la tarde del 4 de marzo se dio otro paso para
formar una comunidad terapéutica en el hospital Borda:
1.700 internados se reunieron con los médicos y con sus
invitados en un gran banquete. Ocuparon sus lugares sin
distinción de jerarquías, el director del hospicio
flanqueado por algunos de sus enfermos.
Los psicóticos recibieron la invitación con verdadera
pasión y manifestaron su interés, como siempre, de las
maneras más insólitas: en este caso lo hicieron a través
de la fantasía, lanzando olas de rumores acerca de que al
asado iban a concurrir "grandes personajes".
Una de las funciones más importantes de la enorme reunión
fue dar a los internados un "lunes que viene", una
esperanza, una impaciencia que llevara a contar los días y
las horas que faltaban.
Antes de que pase mucho tiempo, estos "actos" dejarán de
ser algo extraordinario para convertirse en una
realización normal de la vida hospitalaria. Todas las
semanas, cada servicio tendrá su asado criollo, con la
tradicional rueda de asadores.
1968: alta en 180 días
Para el futuro las renovaciones serán aún más radicales.
Hasta ahora el hospicio siempre estuvo superpoblado de
enfermos y subpoblado de personal. Pero en los próximos
meses el número de internados disminuirá de 3.500 a 2.000,
y al mismo tiempo el personal aumentará de 600 a 1.000.
Se llegará así a la proporción de personal a enfermos que
se encuentra en las mejores clínicas del mundo. Los
débiles mentales y los alienados de difícil curación se
enviarán a las colonias del interior, más adecuadas para
un tratamiento prolongado.
Muchos ex internados ya son tratados en el Hospital de Día
y el Consultorio Externo, a cargo del doctor Rodolfo
Seruti, y duermen en sus casas.
Pronto se abrirá un Hospital de Noche, para los enfermos
que trabajan afuera. Se construirán nuevas instalaciones y
la piqueta caerá sobre los edificios más viejos.
La meta a alcanzar es difícil: 180 días como período medio
de internación, y un año como máximo.
El director del hospital Borda, doctor Sisto, informó:
—Una de nuestras preocupaciones mayores será la
reintegración gradual del enfermo en la sociedad. Hemos
abierto un concurso para cubrir 12 vacantes de asistentes
sociales, una de cuyas funciones será acompañar al enfermo
en la vuelta a su seno familiar. Además, el Instituto de
Salud Mental creará Hostales, donde los enfermos vivirán
algún tiempo luego de salir del hospicio.
Aún hay una impenetrable línea de defensa de la demencia:
enfermos que deambulan incansablemente, ancianos que
pasaron su juventud encerrados entre los mismos muros,
nombres que libran solos la inacabable batalla por llenar
el tiempo inútil.
Y en los largos pabellones carentes de identidad, en medio
del olor de los años, yacen enfermos que hace ya mucho se
niegan a abandonar la cama, algunos congelados1 en rígidas
poses protectoras, y un enorme "regalón" que se niega a
comer si no es de manos de su enfermera.
Un mundo sin tarea.
A ese mundo aun no ha llegado la esperanza de los nuevos
métodos. Para que puedan compartirla, se organizan los
bailes, los asados, los Talleres Protegidos y los
concursos de manchas, para que haya algo atractivo y
cordial que los induzca a salir del cerco de púas de su
locura, como primer paso en el largo camino de la
curación.
Eduardo Masullo y Alfredo Moffatt
Revista Panorama
mayo de 1968
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