VIEYTES 375
UN MURO QUE SE DESVANECE
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Un nuevo concepto terapéutico ofrece esperanza a los miles de alienados, presos de su delirante defensa contra el pesimismo

"¿Sabías que van a juntar hombres y mujeres en el hospicio de Vieytes?
—¡No pueden! ¡Si son locos!
El diálogo es textual. Fue recogido en el hospital José T. Borda (familiarmente conocido como "Vieytes") y revela mejor que mil explicaciones las dos actitudes ante el tratamiento del enfermo mental que hoy se enfrentan en todas las dependencias del Instituto de Salud Mental.
Unos piensan que el loco es una subespecie dentro del género humano, que debe ser encerrado y curado antes de ser devuelto a la comunidad.
Los otros, entre quienes se encuentran las autoridades del hospital y el instituto, la cura del alienado sólo puede completarse a través de la socialización y la rehabilitación en la comunidad.
Un cambio tan radical no deja de hallar resistencias. Pero, como dijo el doctor Carlos Sisto, director interino del hospital: "Una revolución sin obstáculos ni opositores no sería una verdadera revolución".

La locura sale a la calle
Todos los días a las ocho de la mañana, un grupo de obreros y obreras espera un ómnibus en las puertas del edificio situado en Vieytes 375; otros llegan, solos o en grupos, y entran en silencio.
Nadie los mira con prevención ni hace el menor comentario, pasan inadvertidos.
Todos son "alienados", como dice el diagnóstico popular, pero ya debemos abandonar esta palabra, con sus connotaciones de "excluido" o "extranjeros", para adoptar el término más científico de "psicóticos", pues ellos también pertenecen a la sociedad.
La nueva imagen de los internados no tiene nada que ver con esa caricatura absurda que desde hace siglos se forjan los "normales", para tratar de diferenciar a los insanos.
Los que abandonan el hospital Borda a las 8 de la mañana son enfermos que van a trabajar en un Taller Protegido, de producción de material para hospitales, ubicado en las inmediaciones del parque Chacabuco. Allí actúan junto con personal sano, perfectamente integrados en una comunidad de labor.
Los que entran en Vieytes a esa temprana hora de la mañana, son pacientes del Hospital de Día o de los Consultorios Externos, que desde hace poco funcionan en Vieytes; allí reciben tratamiento y permanecen hasta las 18, momento en que retornarán libremente a sus hogares.
Son hombres y mujeres que viajan en los mismos colectivos que nosotros, que se nos cruzan en la calle... Antes hubieran estado encerrados entre altos muros; hoy, entre nuestros encuentros casuales, no podemos distinguirlos de la multitud de personas que nos rodea.
Los Talleres Protegidos y el Hospital de Día, por los que luchó durante más de diez años el doctor Jorge García Badaracco, son creaciones recientes. Ambas reflejan una misma idea: al "alienado" hay que "desalinearlo" cuanto antes, es decir, devolverlo a la vida de la familia, el trabajo y las diversiones.
Hasta hace poco las ideas imperantes eran muy distintas. El hospital (antes llamado Hospicio de las Mercedes) no tenía como finalidad curar al enfermo mental, sino aislarlo, librar a la sociedad del contacto con la locura.
Así como había cárceles para encerrar a la delincuencia, cementerios para circunscribir a la muerte, el hospital Neuropsiquiátrico servía para mantener a la locura amurallada y lejos de todos nosotros.
—Una comunidad numerosa necesita de un hospicio para creer que la locura está "allí adentro", mientras que "aquí afuera" se goza de la más perfecta normalidad — interpretó el psiquiatra Héctor Hugo Barrionuevo.
Durante mucho tiempo, la finalidad buscada por el personal médico del Hospicio de las Mercedes fue "controlar" al enfermo. Para ello se recurrió primitivamente al chaleco de fuerza y a la ducha fría; después a técnicas más modernas como el "electro-shock" y la aplicación de insulina, y por último a los psicofármacos, que permiten controlar sin violencia la excitación de los internados.
Pero ninguno de estos tratamientos contemplaba el problema fundamental: reincorporar al enfermo a la comunidad sana. Y ante la perspectiva de largo confinamiento, al enfermo no le quedaba otro remedio que asumir el rol de confinado, adaptarse a él en la medida de lo posible, y seguir un proceso aparentemente inevitable de progresivo deterioro.
De esa manera, los hechos parecían dar la razón a aquellos que pensaban que la locura no era un trastorno de conducta, sino una condena cuyo veredicto estaba escrito en el cerebro o en el sistema nervioso, cuando en realidad eran los mismos sostenedores de esta teoría los que imponían al loco su sentencia.

La nueva vida social
Mientras, dentro de tantas limitaciones, los internados lograban crear fragmentos de una desarticulada vida social. Los que no estaban encerrados, los que abandonaban la cama, delimitaban en el viejo edificio espacios que aún se respetan: la zona de reunión, donde siempre quedan las cenizas de algún fuego y montoncitos de yerba usada; el pasillo del campeonato de damas, el pequeño comercio atendido por uno de los menos enfermos.
También cumplían funciones en la vida del hospital: ayudar en la cocina, transportar tachos de comida, lavar las salas, hasta hacer de enfermeros. Todo esto entre los momentos de delirio, en que algunos lanzaban sus afiebrados discursos y los otros se encerraban en ese mutismo que mantiene a cada uno apartado, dentro de su metro cuadrado de soledad.
A través de algunas de sus actividades, reproducían formas de la comunidad normal, como los grupos de "mateadas", que les permitían entablar conversación, recobrando por un momento el pasado ya demasiado distante.
Esas formas sociales se mantienen vivas ahora, y constituyen el punto de partida para la tarea de rehabilitación y socialización iniciada en el hospicio.
Sin embargo, el largo período en que se aplicó a los internados un sistema de confinamiento y control, creó entre pacientes y médicos un muro de temores y recelos, Derrumbar ese muro fue la primera tarea a la que debieron dedicarse la dirección y el personal técnico del hospital Borda.

Triunfo en Navidad
El 25 de diciembre del año último, el servicio 18, a cargo del doctor Gálvez Bunge, presentaba un aspecto insólito: entremezclados alrededor de una mesa, los internados, los médicos, psiquiatras, psicólogas y familiares de los enfermos comían un asado. Durante la sobremesa, mientras un paciente robaba una tira de chinchulines calientes y se la pasaba desesperadamente de una mano a la otra para no quemarse, otro internado y un familiar sacaron bombo y guitarra y empezaron a hacer música: una zamba.
Al oírla, "Pajarito" (un esquizofrénico muy propenso a actuar su locura y convertirse en espectáculo) salió a zapatear y a hacer cabriolas en algo que trataba de asemejarse a una danza folklórica. Pero el comportamiento de un enfermo mental es imprevisible, y un segundo después "Pajarito" invitó solemnemente a bailar a una de las psicólogas...
Ella no dudó un instante, y con dispuesta sonrisa salió a la improvisada pista de baile. A la zamba siguieron chamamés, valses criollos, y también algo de música de moda; las parejas se multiplicaron, se sumaron los psiquiatras, los familiares, todo el mundo. Al aceptar la invitación de "Pajarito", la psicóloga no sólo contribuyó a la integración de médicos y pacientes, sino también de los internados con sus familiares, que alguna vez los habían enviado al hospicio, según creían, para siempre.
Desde entonces, las actividades destinadas a crear una comunidad terapéutica se multiplicaron a un ritmo asombroso. En el servicio 23, a cargo del doctor López de Gomara, se organizó este año un concurso de manchas, con un jurado de 15 críticos, entre los que estaban Clorindo Testa y Juan José Sebrelli.
Todo consistía en ayudar a los sanos a superar sus prejuicios contra los enfermos, y trasponer los muros de Vieytes sin resquemores. Al efecto se lanzaron volantes antes del concurso en distintas instituciones relacionadas con las artes visuales.
Durante la mañana del concurso, los internados pintaron una veintena de cuadros en el jardín del servicio 23, un verdadero parque creado y cuidado por ellos mismos. Las obras se expusieron luego en el Taller de Libre Expresión que funciona permanentemente en ese servicio.
El jurado resolvió premiar a todos los concursantes con útiles para la vida hospitalaria, pañuelos, medias, etc.
—Los cuadros no se usaron, como suele hacerse, con fines de diagnóstico —explicó el director del servicio, doctor López de Gomara—. El propósito era lograr que los internados desempeñaran realmente el rol de pintores, que sus obras fueran valoradas por un jurado entendido en arte y no sólo en psiquiatría. Nuestra función como médicos fue crear una situación todo lo socialmente normal como fuera posible.

1.700 alienados a la mesa
Y a las 6 de la tarde del 4 de marzo se dio otro paso para formar una comunidad terapéutica en el hospital Borda: 1.700 internados se reunieron con los médicos y con sus invitados en un gran banquete. Ocuparon sus lugares sin distinción de jerarquías, el director del hospicio flanqueado por algunos de sus enfermos.
Los psicóticos recibieron la invitación con verdadera pasión y manifestaron su interés, como siempre, de las maneras más insólitas: en este caso lo hicieron a través de la fantasía, lanzando olas de rumores acerca de que al asado iban a concurrir "grandes personajes".
Una de las funciones más importantes de la enorme reunión fue dar a los internados un "lunes que viene", una esperanza, una impaciencia que llevara a contar los días y las horas que faltaban.
Antes de que pase mucho tiempo, estos "actos" dejarán de ser algo extraordinario para convertirse en una realización normal de la vida hospitalaria. Todas las semanas, cada servicio tendrá su asado criollo, con la tradicional rueda de asadores.

1968: alta en 180 días
Para el futuro las renovaciones serán aún más radicales. Hasta ahora el hospicio siempre estuvo superpoblado de enfermos y subpoblado de personal. Pero en los próximos meses el número de internados disminuirá de 3.500 a 2.000, y al mismo tiempo el personal aumentará de 600 a 1.000.
Se llegará así a la proporción de personal a enfermos que se encuentra en las mejores clínicas del mundo. Los débiles mentales y los alienados de difícil curación se enviarán a las colonias del interior, más adecuadas para un tratamiento prolongado.
Muchos ex internados ya son tratados en el Hospital de Día y el Consultorio Externo, a cargo del doctor Rodolfo Seruti, y duermen en sus casas.
Pronto se abrirá un Hospital de Noche, para los enfermos que trabajan afuera. Se construirán nuevas instalaciones y la piqueta caerá sobre los edificios más viejos.
La meta a alcanzar es difícil: 180 días como período medio de internación, y un año como máximo.
El director del hospital Borda, doctor Sisto, informó:
—Una de nuestras preocupaciones mayores será la reintegración gradual del enfermo en la sociedad. Hemos abierto un concurso para cubrir 12 vacantes de asistentes sociales, una de cuyas funciones será acompañar al enfermo en la vuelta a su seno familiar. Además, el Instituto de Salud Mental creará Hostales, donde los enfermos vivirán algún tiempo luego de salir del hospicio.
Aún hay una impenetrable línea de defensa de la demencia: enfermos que deambulan incansablemente, ancianos que pasaron su juventud encerrados entre los mismos muros, nombres que libran solos la inacabable batalla por llenar el tiempo inútil.
Y en los largos pabellones carentes de identidad, en medio del olor de los años, yacen enfermos que hace ya mucho se niegan a abandonar la cama, algunos congelados1 en rígidas poses protectoras, y un enorme "regalón" que se niega a comer si no es de manos de su enfermera.
Un mundo sin tarea.
A ese mundo aun no ha llegado la esperanza de los nuevos métodos. Para que puedan compartirla, se organizan los bailes, los asados, los Talleres Protegidos y los concursos de manchas, para que haya algo atractivo y cordial que los induzca a salir del cerco de púas de su locura, como primer paso en el largo camino de la curación.

Eduardo Masullo y Alfredo Moffatt
Revista Panorama
mayo de 1968

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