Una película
Las tres jornadas de Woodstock

WOODSTOCK: documental con la participación de Joan Baez. Arlo Guthrie, Santana; Jimmy Hendrix; Joe Cocker; The Ten Years After; Crosby, Stills y Nash, etc. En tecnicolor y pana-visión. Origen: EE.UU. (1969). Dirección: Michael Wadleigh.
Woodstock
"Iban a venir 50 mil y vinieron un millón", exagera un poblador de Woodstock en el comienzo del film. En realidad las cifras correctas fueran estas: los organizadores esperaban 200 mil concurrentes y se encontraron con casi medio millón. Acaso nunca en la historia se hayan juntado en un mismo lugar, en una misma manifestación tantos jóvenes como los que convergieron en Woodstock un poblado del estado de Nueva York desde el 14 al 17 de agosto de 1969. La idea perteneció a Mige Land, John Roberts. Artie Kronfeld y Joel Rosenman, cuatro muchachos de entre 24 y 26 años, que decidieron lanzar un festival monstruo de música beat bajo una consigna definitoria: Tres días de paz, música y amor. Por supuesto, para ellos y para los más prevenidos comerciantes de la zona aquellos serían también tres días de suculentas ganancias.
Bastó que Woodstock se pusiera en marcha (desparramado en el generoso terreno cedido en alquiler por el hacendado Max Yasgur, que aparece brevemente en el film) para que, más allá de un festival gigante, se convirtiera en un fenómeno sin precedentes, en un catalizador sociológico de insospechadas posibilidades. Nadie esperó seguramente semejante cantidad de concurrentes, semejante comunión de deseos; tampoco Michael Wadleigh, un camarógrafo de 28 años que llegó hasta el lugar con un equipo de gente y media docena de cámaras de 16 mm. dispuesto a documentar, a la manera de noticiero, las cosas que allí ocurrieran. Cuando los tres días pasaron, el festival no sólo se había convertido en un detonante que excedía largamente una simple ubicación en la historia de la música popular contemporánea; además Wadleigh tenía filmadas 120 horas de película de las cuales no iba a salir un simple noticiero.

MAS ACA DE LOS SONIDOS
Lo cierto es que, posiblemente porque sus intenciones previas eran modestas, porque no lo guiaba una intención de investigación motivacional o porque él mismo no alcanzó a comprender las claves secretas del fenómeno, la película de Michael Wadleigh es antes que nada un testimonio documental que no penetra la realidad que ilustra y que si bien descubre una situación no intenta desentrañarla. Es seguro que Woodstock (el film) entrará en cualquier antología de documentales musicales; es cierto que la destreza con que han sido registrados los números musicales —y la inteligencia con que han sido armados, con un montaje paralelo que amplía insospechadamente la parcializada visión del 16 mm.— opera directamente sobre los sentidos del espectador, lo comunican irremisiblemente con los intérpretes de turno, produciendo un abordaje múltiple y exhaustivo, no sólo de las canciones sino también de los mínimos gestos, de los secretos signos, de los más definitorios significantes a través de los cuales estallan los significados de las canciones. Es cierto, además, que la estructura con que ha sido armada la película, los ordenamientos que rigen a la música y a los reportajes, la carga de significados que lleva la fotografía y los prodigiosos registros y orígenes que alcanza el sonido (un protagonista en sí mismo) convierten a Woodstock en un film notoriamente sensorial, que —por su morfología, por su ausencia de guión o de progresión prefijada establece su comunicación primor-dialmente a través de los sentidos, no para embriagarlos, seducirlos o alterarlos (como suele ocurrir con films de argumento) sino porque es la clave única en que debe ser leído, el código por el que transita y sin el cual no puede ser descifrado.
Pero pese a eso —o justamente por ello— Woodstock no penetra ninguna de las motivaciones que producen de pronto un fenómeno semejante, una concentración hasta tal punto plagada de claves develadoras. Y no es que no las haya; antes bien parecería que ni Wadleigh ni ninguno de los componentes de su equipo las hubiera advertido o hubiera sido lo suficientemente lúcido para sumergirse en ellas. Así se pierden los hilos dejados por los tímidos e inconsistentes reportajes con que el film aborda a algunos de los organizadores y varios de los participantes. A través de ellos hubiera sido posible descubrir el trasfondo de soledad y desorientación que agarrota a la generación representada por ese medio millón de adolescentes norteamericanos: hubiese sido factible desentrañar las claves de la dolorosa ruptura con un mundo hiperdesarrollado y la orfandad frente a un futuro que crece virgen (y acaso deforme) por la falta de una postura de sus protagonistas frente a él.
Hasta donde el film puede leerse sociológicamente parece lícito advertir que Woodstock fue menos una concentración musical que una huida de la sociedad; menos tres días de paz, música y amor que tres jornadas de una desesperada necesidad de encontrarse y afirmarse, de marcar una presencia y una angustia. Vírgenes, puros y atenaceados por un entorno sombrío ese medio millón de chicas y muchachos estaban allí para que alguien les indicara algún camino: por eso —el film no alcanza a ocultarlo— podían ser moldeados por intérpretes, autoridades y organizadores, por eso podían ser manejados con un micrófono ya sea para moldear sus conciencias o para hacerlos corear absurdas consignas antilluvia. Si Woodstock les dejó un recuerdo imborrable es porque pudieron frecuentarse entre ellos, pese a todo, pero no porque nadie les haya dado algún afecto o alguna respuesta. En la misma semana que el film se estrenaba en Buenos Aires, en Lobos (provincia de Buenos Aires) se intentaba una versión argentina de la experiencia: acaso los planteos sociológicos puedan transvasarse también.
Entretanto el film de Michael Wadleigh resulta un documental valioso, aunque en su excesiva duración (madre de algunas reiteraciones) aceche una contra importante.
Revista Extra
10-1970

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