Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

The Beatles
Hace ocho años que abrieron las compuertas del delirio.
No conformes con revolucionar la música, crearon y destruyeron mitos, modas, hábitos, principios morales (o no). Agotaron los adjetivos de todos los idiomas, a favor o en contra, pero jamás cosecharon nada que tuviera que ver con la indiferencia. Es que son, simplemente Los Beatles.


Una total impunidad parece rodear cada uno de sus actos. Libertad que aprovechan para renegar de la popularidad, burlarse de la reina Isabel, conseguir todo lo que se proponen

Los monarcas indiscutidos de la música popular de la década del 60 parecen dispuestos a mantener el cetro durante —por lo menos— diez anos más. Es lo que permite adivinar el vasto aparato publicitario puesto en marcha por sus numerosos agentes diseminados por todo el mundo. Algunos mal pensados juzgan que el operativo comenzó cuando, poco después de su casamiento, se difundió insistentemente la versión de que Paul McCartney había muerto. No paró allí la cosa: un experto en lingüística de la Universidad de Miami y director del Laboratorio de Idiomas e Investigación de Lenguas Sajonas, profesor Henry Truby, dedicó una larga, paciente cantidad de meses a someter a un espectrógrafo de sonidos todos los discos de Los Beatles. Su conclusión fue tan detonante como polémica: dedujo que en lugar de cuatro eran seis las voces que se oían, y que las partes de Paul habían sido dobladas por tres personas. Ignoraba, tal vez, que Yoko Ono se divirtió mucho haciendo oír sus chillidos en alguno que otro tema de los últimos longplays, costumbre que ya es habitual en el productor George Martin. El tema dio lugar a una insólita desmentida: el propio McCartney interrumpió sus vacaciones en Escocia para convocar a una conferencia de prensa: "Juro solemnemente que no me morí en octubre
de 1966; además de ustedes -dijo a los periodistas- tengo otros dos testigos: mi esposa Linda y nuestra hija Mary".

LA ESCALADA
Pero, sin duda, el abanderado del grupo en materia propagandística fue John Lennon. Durante 1969 descerrajó sobre el mundo varios golpes espectaculares: abogó por la paz en Vietnam, la lucha antirracista, la defensa de los ideales de libertad sexual. También montó una radio pirata para propalar mensajes antibélicos —en tres idiomas— dirigidos a árabes e israelíes, y prestó una isla de su propiedad a los hippies para que, fuera del alcance de las leyes inglesas, pudieran "vivir su vida". En enero de este año volvió al ataque: en una importante galería de Londres expuso 14 litografías pergeñadas por él, sobre el tema "Yoko y el amor", muestra que fue clausurada por Scotland Yard tildándola de obscena, sin poder evitar que en un solo día 5 mil personas se agolparan en el salón para verlas. Y comprarlas: 20 copias fueron adquiridas por el equivalente de 400 mil pesos viejos.
Pero el brillante negocio no apaciguó las iras del beatle, quien despotricó contra "la endemoniada tendencia puritana de los ingleses". Su última hazaña fue cortarse la larga melena, iniciativa seguida por Yoko Ono poco después. Ambos se reunieron luego en la Black House, sede británica del movimiento en defensa de los negros, y en acto público cambiaron sus codiciadas guedejas por un blanco pantaloncito de boxeo perteneciente a Cassius Clay, que le entregó Richard X, líder de los grupos de color. El propósito es subastar las reliquias y donar el producido monetario a los pacifistas militantes. No todo fue diversión: muchos partidarios del cuarteto musical manifestaron por las calles londinenses con cartelones acusando a Lennon de traidor y burgués.
El último epíteto parece ingenuo. Porque acusar de burgués a uno de los más poderosos empresarios musicales del mundo parece superfluo. Contrariamente al axioma que sostiene que los artistas suelen ser pésimos comerciantes, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr han demostrado ser habilísimos vendedores de un producto: ellos mismos. Que han reproducido en discos, fotos, pelucas, films, reportajes, muñecos y un centenar de productos más. Lo que les ha permitido amasar una fortuna calculada en unos 25 millones de libras esterlinas; la mayoría de ellos invertidos en la organización The Apple, que se encarga de distribuir sus discos y, además, de apadrinar sucesos como el de la baladista Mary Hopkin, frecuentadora habitual de los primeros puestos en los hits parades mundiales.

TODO COMENZO EN LIVERPOOL
Sobre la historia de estos cuatro trovadores convertidos en mito, capaces de conseguir todo lo que existe sobre la Tierra con sólo proponérselo, se han volcado océanos de tinta y papel. Pocos ignoran ya que hacia 1955, dos adolescentes (John y Paul) recorrían las silenciosas calles de Liverpool, bordeadas de casas de ladrillos sin revocar, sin poder ingresar en ningún conjunto musical como era su intención. Hasta que finalmente se engancharon en The Quarrymen. En otro ángulo de la ciudad, sin conocerlos, George Harrison punteaba su guitarra eléctrica en The Rebels. Ringo, por otra parte, batía los parches de su batería en The Hurricanes. El aprendizaje duró varios años y el estilo de los tres conjuntos abrevaba en las mismas fuentes: Pat Boone, Bob Dylan, Elvis Presley, con fuertes dosis de rock and roll y twist.
La filosofía de rebeldía entre mística y pasiva que apuntalaba el movimiento beat de los EE. UU. incidió fuertemente en la música de esa época y preparó, una generación después, el advenimiento de los hippies. En la cresta de esta ola navegaban Lennon y McCartney cuando encontraron a Harrison y resolvieron formar los Silver Beatles, que obtuvieron un discreto suceso en una taberna portuaria, The Cavern, y un éxito bastante más caluroso en el club nocturno Indra, de Hamburgo, Alemania. Hasta que, en 1961, se incorporó al conjunto Richard Starkey —que eligió llamarse Ringo Starr —, denominándose desde entonces The Beatles. La amalgama coincidió con un delirio que se derramó sobre Europa y el mundo, arrasando con modas, costumbres, criterios éticos que hasta entonces parecían inamovibles. Los módicos estremecimientos que provocaba Paul Anka en alguna de sus admiradoras se trasformó en colosal histeria colectiva ante cada presentación pública de Los Beatles.
Los autores del cataclismo, sin embargo, ejercían sobre el escenario una especie de ritual sereno, angelical, contenido, que contrastaba con los arrebatos de sus sus enfervorizadas fans de todas las edades. Otro hecho casual contribuyó a empinar a los cuatro flequilludos de Liverpool: la política de protección a la música local practicada por el gobierno británico. Si algo le faltaba al grupo, lo encontró cuando un amigo común —y luego su representante— Brian Epstein resolvió presentarlos a una grabadora. Tuvieron la suerte de toparse con el visionario George Martin, desde entonces productor y arreglador de todos sus discos. El resto es una historia tan reciente como conocida.

CABALLEROS DE SU MAJESTAD
El éxito de Los Beatles no sólo reportaba buenos dividendos a sus cuatro integrantes: también al gobierno inglés, que se beneficiaba con los jugosos impuestos que les retenía y las libras que acumulaba por derechos de exportación. Será por eso que el primer ministro laborista Harold Wilson recomendó a la reina ordenarlos caballeros. Ceremonia que se concretó en 1967, para desesperación de no pocos lores que optaron por devolver sus títulos "para no ser confundidos con esos cirujas", protestaron. A esa protesta se sumó, no hace mucho, el propio Lennon, quien devolvió la medalla que acreditaba su título, "disconforme con la política británica de apoyo a los EE. UU. en Vietnam, y con la poca venta de nuestro último disco simple. Lo siento por mi tía, que no tendrá más la medalla sobre su televisor".
Su incursión por el cine, claro, también debía ser brillante. Es cierto que en Yeah, Yeah, Yeah! y Help! detrás de las cámaras estaba nada menos que el director Richard Lester. Pero tan cierto como eso es que John, Paul, George y Ringo mostraron en el set la misma soltura que en el escenario o la sala de grabación. Después del fracaso del film televisivo Viaje mágico y misterioso, volvieron a la cumbre con el dibujo animado El submarino amarillo, al que aportaron algo más que la caricatura de sus cuerpos: también la música de fondo y algunas ideas. Fue suficiente para que el film fuera uno de los mejores proyectados en la Argentina durante 1969.
Como saben que nada les está negado, se permiten probar todo: drogas, filosofía hinduista, vestimentas hippies, comprar y vender negocios, acciones, propiedades, manejar la Bolsa a su antojo. Una virtual impunidad rodea cada uno de sus actos y hasta se permiten renegar de la popularidad: hace años que rechazan ofertas para volver a presentarse en público. "Grabando podemos hacer la música que realmente queremos y además nos comunicamos con mucha más gente", es la obstinada respuesta. Y cuando todo el mundo cree que ya ha llegado el momento de dormirse sobre los laureles, ellos deciden que los 8 años anteriores fueron de prueba y que ahora, consolidados en un estilo, se preocuparán por explotarlo.
Pero no por eso abandonarán su objetivo principal: divertirse. Como lo demuestran en su último longplay editado en la Argentina en un tema dedicado a la reina Isabel II, que dice: "Su Majestad es una mujer muy simpática pero no tiene muchas cosas para decir; muy simpática pero cambia todos los días de opinión. Yo quiero decirle que la quiero mucho y que un día voy a casarme con ella. Tengo el vientre lleno de vino y voy a casarme con ella, yeah, yeah". Claro que después enviaron un disco dedicado a la reina, aclarando luego a la prensa, con un guiño malicioso: "En el fondo, los cuatro somos terriblemente monárquicos".
Revista Siete Días Ilustrados
9/3/1970


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