|
Revista Siete Días Ilustrados
28.12.1970
1971
Hora de buenos augurios: frases hechas y lugares comunes ensamblan
una colosal urdimbre, a tal punto que nadie queda fuera de la
obligación de prodigar o retribuir un cumplido. Es que las Fiestas
son propicias para que cada ser humano apele a la esperanza y la
enarbole con racional descreimiento o con intuitiva perseverancia.
En uno u otro caso, puede suponerse que un módico aliento de
sinceridad avala esa sonrisa que se ofrenda, esa palabra, ese
apretón de manos. Más vale, pues, aferrarse a la certidumbre de
que los lugares comunes, las frases hechas, constituyen el más
protegido —¿quizás el último?— refugio del amor; o por lo menos el
resabio estereotipado del afecto entre los hombres.
Cualquiera sea su procedencia, el deseo de un feliz año nuevo debe
entonces computarse como posibilidad cierta de que los problemas
que agobian a la Civilización pueden ser resueltos en beneficio de
sus protagonistas. Y por eso, en tanto subsistan los mecanismos
que permitan trasmitir el deseo de buenaventura, y se tejan las
filigranas de la cortesía, esa palabra vale tanto como una
promesa, ese apretón de manos es una respuesta solidaria, ese beso
tiene humedad de esperanza. Ninguna cualidad del ánimo es más
dinámica que la ilusión.
En la Argentina, en donde está por concluir el año más violento
del siglo, parece indispensable una convocatoria al sentido común,
la puesta en vigencia de una actitud reflexiva. Que 1971 defina el
camino a emprender para hallar una verdadera aproximación a la
felicidad; o siquiera el despegue de tanta penuria, de tanto odio
embozado, de tanto rencor a la deriva. Si el deseo de paz es
inherente a la condición humana, el masivo intercambio de buenos
augurios —frases hechas, qué importa— debe suponer un compromiso,
el de la aceptación del riesgo que impone todo intento de
superación.
Sólo así el viejo slogan —¡Feliz Año Nuevo!— puede renacer de la
hoguera para restituirse en saludo de fe. Es lo que realmente
importa.
NORBERTO FIRPO
|
|