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Tapas de revista
Revista Siete Días Ilustrados

Revista Siete Días Ilustrados
30-12-1974
Tapa: Silvia Perez

Un año difícil
Es posible que muchos colegas, en la Argentina, coincidan conmigo en esto: 1974 ha sido un año especialmente difícil para el ejercicio de nuestra profesión. Y no porque hayamos carecido de fuentes en donde cosechar noticias y desbrozar infundios, ni tampoco porque encontráramos mayores obstáculos (excepto los impuestos por "razones de seguridad") para responder a las necesidades de los lectores. Por lo contrario, la prensa escrita supo ratificar, ante el país y el mundo, su capacidad para reflejar los hechos sin distorsionarlos y su actitud adulta para interpretarlos sin incurrir en panfletarismo. Quienes hojeamos a diario publicaciones extranjeras sabemos que no es ésa una virtud frecuente, que el goce de la libre difusión de ideas y noticias suele ser retaceado o negado, ya que resulta poco grato a regímenes vocacionalmente totalitarios. Nada casualmente el derecho de saber qué pasa, y por qué, es uno de los signos tutelares de la dignidad de hombres y gobiernos.
Las dificultades que acarreó 1974 derivan, a mi entender, del clima de intemperancia que reinó en el país, en abrupto crescendo a lo largo del año. Bien pronto, las expectativas acuñadas el 12 de octubre de 1973 —día de la tercera asunción presidencial de Juan Perón— aparejaron enfrentamientos entre sectores que aparecían comprendidos bajo la aureola del oficialismo. El propio Perón debió reconocer públicamente que el país asistía a una paradoja política: los enemigos de más temer medraban en los cuadros de su movimiento y no en las filas opositoras. Esas discordias (que precipitaron la clausura de varios periódicos empeñados en ventilar disidencias y en servir a la causa de "la patria socialista"), más la evidencia de que las energías de Perón amenguaban, marcaron a fuego los primeros seis meses del año. Los periodistas que soñábamos con la idea de proyectar la imagen de una Argentina en paz, reencontrada en torno de su líder, descubrimos que ésa era, simplemente, una ilusión prematura.
O quizá tardía, ya que diecinueve días después de una ruda arenga pronunciada en Plaza de Mayo, Perón dejaba de ser —el 1º de julio— el mayor polo magnético de la política nacional, para convertirse en un símbolo al que necesariamente habrían de recurrir sus discípulos y sobre todo quienes desde el poder debían restañar la sensación de enorme desasosiego que trasuntó el ánimo popular. Los periodistas fuimos testigos de esa congoja, y —tanto o más importante— dimos traslado al país de la voluntad de respetar las instituciones y la continuidad democrática, una consigna taxativamente expresada desde todos los flancos representativos.
Los segundos seis meses permitieron integrar el retrato definitivo de Isabel Perón, de cuyo vigor y tenacidad los argentinos teníamos escasas referencias. En mí opinión, esas cualidades —en el contexto de una conducción orientada hacia la "revolución en paz"— fueron las mejor apreciadas a nivel masivo: ahora se sabe que la presidente está dotada de los atributos que el mando reclama y que podrá incurrir en errores, difícilmente en flaquezas.
Pruebas de este temperamento son su disposición para apresurar una nueva legislación laboral (plausible instrumento que ya rige en la Argentina) y sus precisas instrucciones para profundizar las líneas de comercio exterior (una pragmática demostración de soberanía). En otro plano, el de las reivindicaciones espirituales, se inscriben la orden de retorno de los restos de Eva Perón (un Operativo concebido con sensible recato) y su cotidiana serenidad para infundir confianza a un pueblo azorado por los desbordes terroristas.
Este es el otro gran frente de tormenta que debimos cubrir los periodistas, alguna vez reprochados de magnificar la desgracia. No era cierto: más sensato hubiera sido reconocer que el recrudecimiento de la violencia, durante la segunda mitad del 74, ofendió y abochornó a quienes seguimos creyendo en el debate civilizado, a quienes renegamos de la barbarie como vehículo para imponer un destino nacional; esto es, a la mayoría de los argentinos. En noviembre, las Fuerzas Armadas y la Iglesia produjeron explícitos documentos en este sentido.
La violencia indujo al editor de un diario a confesar su miedo en una columna de primera página, en tanto otros optaban por esquivar el tema para no resultar deprimentes o parecer enrolados en la truculencia o el sensacionalismo, géneros que la prensa argentina no cultiva. La mesura el estilo que prefirió Siete Días— e inclusive el silencio no implicaron desconocimiento de la gravedad de la situación, ni tampoco sometimiento a la burda creencia de que la difusión de estas vergüenzas exacerbaría al terrorismo. Antes, la prudencia debe computarse como una muestra de extrema sensibilidad por tanta furia suelta.
Más de un periodista argentino despedirá el 74 agobiado por tanto trajín y tantas crispaciones, y abordará la máquina de escribir para desahogar su esperanza de un año nuevo sin luto ni emboscadas, sin argentinos que deban huir de otros argentinos, sin réprobos ni elegidos, sin los fragores que sustentan el rencor y nutren la venganza.
Más de un periodista argentino recibirá el 75 anhelando que sea, por fin, el año de la reconciliación nacional. Estaré con ellos, solidario, a la hora de este brindis.
NORBERTO FIRPO

 

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