Hay que verla tres
veces para gozarla mejor. Son tantas las
sorpresas, tan originales las ideas, tan veloces
algunos datos de humor, que una parte del público
transitará, sin pausa, de la carcajada al
desconcierto. En su segundo film con los Beatles,
el joven director americano Richard Lester ha
procurado alejarse aún más que en Yeah, Yeah,
Yeah! de los moldes convencionales.
Lo que cuenta es casi
nada. En una ceremonia de fanáticos hindúes (con
la que el film comienza directamente) se advierte
qué el sacrificio final no podrá realizarse hasta
rescatar el anillo monstruoso que la víctima debe
usar en su último minuto. Por motivos nunca
aclarados —aunque se sabe que su apelativo
responde a una pasión por tales alhajas—, el
anillo está en un dedo de Ringo, el baterista de
los Beatles. Los fanáticos interrumpen la
ceremonia, consultan la agenda de vuelos de la
BOAC (British Overseas Airtransport), van a
Londres y comienzan la lucha por el anillo, que
ocupa una hora y media del relato, sin otra
interrupción que la lucha paralela que, con
idéntico objetivo, emprenden dos
enloquecidos hombres
de ciencia británicos. En una casa, en una
taberna, en un subsuelo, en los Alpes, en un campo
abierto, en las Bahamas, en el cuartel de Scotland
Yard, en el propio palacio de Buckingham, los
cuatro Beatles aparecen continuamente acechados
por sus perseguidores, y continuamente protegidos
por una dama joven, hasta un final insólito.
En esta peripecia no
hay otra regla que la libre imaginación, con un
espíritu juvenil que procura desobedecer todas las
limitaciones y que consagra los más desopilantes
disparates como recursos legítimos. Un tigre
amenaza a Ringo y alguien advierte que para
calmarlo sólo hay que cantar el movimiento final
de la Novena .Sinfonía de Beethoven (opus 125).
Una piedra de esmeril puede deshacerse hasta el
polvo cuando con ella se intenta cortar el anillo
maldito. Un buzón de correos esconde a un
delincuente que se aferra desde dentro a la mano
del anillo. En una superficie interminable de
hielo se abre un agujero, y de allí emerge un
nadador que pregunta solemnemente por dónde debe
tomar para llegar al puerto de Dover. Tras
infinitas peripecias ciudadanas, los Beatles
deciden que el único
sitio tranquilo para
grabar una canción es el campo desierto,
adecuadamente vigilado por el ejército; y por un
túnel subterráneo, los fanáticos emprenden el
único de los ataques posibles a ese cuidado
bastión enemigo. Un centenar de estas ideas
alimentan la anécdota, a veces para crear
situaciones, a veces para el chiste lunático, como
el letrero final que dedica el film a la memoria
de Elias Howe (un inventor americano, 1819-1867,
nacido en Spencer, Massachusetts), que en 1846
patentó la primera máquina de coser.
El espíritu de esa
invención es el de Loquibambia. (1940), aquella
gran farra que Hollywood adaptó de una exitosa
otra teatral (Hellzapoppin’), proponiendo cambios
incesantes de acción, lugar y tiempo. En manos de
Richard Lester, la invención está respaldada por
una fingida seriedad para elaborar disfraces,
sistemas de ataque y de defensa, alusiones
modernas que llegan hasta James Bond y el Rayo
Laser, solemnes preparativos militares. Pero no
pierde un segundo en vueltas previas. Cada
secuencia comienza siempre en el centro de la
atención, culmina explosivamente y es sucedida de
inmediato por otra, que obliga a olvidarla,
despreocupándose, a menudo, de la lógica y de la
mera probabilidad. Prodigiosamente, ese frenesí
contrasta con algunos toques de la flema inglesa,
para la cual un chiste nunca es tan gracioso como
una irónica observación lateral. El aire
despreocupado y superior con que los Beatles, su
defensora y el inspector de Scotland Yard afrontan
feroces maniobras criminales, es el dato
humorístico más constante de toda la narración.
Hay otra virtud más
rigurosamente cinematográfica. Después de
dominadas todas las técnicas, a un grado tal que
la fotografía en color asombra por sus efectos
(sus esfumados, sus imágenes deliberadamente
alejadas del foco, sus rápidos recorridos de
cámara), Richard Lester ha resuelto reírse de todo
convencionalismo en la narración y en la
descripción. Mantiene íntegras las canciones, y
nadie podrá quejarse de que no le dejen escuchar
debidamente a los Beatles; pero, en cambio,
fragmenta sin cesar las imágenes respectivas,
concediendo apenas segundos en la toma a cada uno
de los cuatro intérpretes (para lo cual se prestan
admirablemente los
contracantos y
réplicas). En algunos de los números, y más
notoriamente en She’s Got a Ticket to Ride (con
ambiente alpino) la fragmentación llega a la
incorporación fantástica de tomas disímiles que
saltan, en segundos, de los resbalones por la
nieve a la acumulación de los cuatro Beatles sobre
un improbable piano en plena alta montaña, sin
contar con las imágenes volcadas de costado o los
relámpagos de color.
Esa variedad incesante
da al film un nervio peculiarísimo, como un
equivalente visual a la fantasía de la música.
Quienes apreciaron a Lester por Running, Jumping
and Standing Still (once minutos de humor
lunático, con Peter Sellers, que se exhibió
fugazmente en un festival montevideano del SODRE)
saben que el director ha manejado ese estilo desde
1959. No lo inventó para los Beatles ni lo derivó
de ninguna “nueva ola” francesa: lo cultivó
durante años y consiguió aplicarlo, con milagrosa
armonía, al conjunto musical que más lo necesitaba
para sus apariciones cinematográficas. En esa
coincidencia hay un toque de genio.
Página 53 - PRIMERA
PLANA
4 de enero de 1966
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