Para la literatura
argentina el año 1963 comenzó con un éxito de
crítica y venta poco frecuente de una novela
editada el año anterior: Sobre héroes y tumbas, de
Ernesto Sábato. De un modo algo secreto, el libro
de Sábato fue uno de los fenómenos —por su
inesperada repercusión— que preparó el boom de la
literatura argentina, detectable unos años
después. Cuando todavía se hablaba de los
personajes de la novela de Sábato en los bares de
Corrientes, salió a la venta otra novela que
marcaría aún más a una generación de lectores y
escritores: Rayuela, de Julio Cortázar. Con
Rayuela ocurrieron algunas cosas nunca vistas
hasta entonces en la Argentina, pero sobre todo en
Buenos Aires. Si bien se habló mucho de los seres
de Sábato, de un modo que antes era sólo
patrimonio de las novelas francesas y
norteamericanas, los personajes de la segunda
novela de Cortázar se reprodujeron rápidamente en
la ciudad, como los conejitos de uno de sus
cuentos. La gente empezó a hablar como (y no de)
los múltiples personajes de Rayuela. Surgieron
sugestivas Magas, batallones de Oliveiras, y
algunos, más audaces, teóricos-Morellis. Esa
inserción de una novela en el habla debía,
inevitablemente, repercutir en la escritura.
Entonces vinieron las "rayuelitas", que también se
reprodujeron como los conejitos, invadiendo las
editoriales, primero, y luego, ay, las librerías.
El terremoto que
produjo Rayuela es el mayor de la década, pero el
golpe fue demasiado fuerte. Por este motivo, no
llegó a ser una buena influencia para los jóvenes
narradores de entonces, como ocurrió en la década
del 40 con Borges, la grandeza de cuya prosa sólo
dejó en pie a otros dos escritores tan grandes
como él: Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo
(amigos suyos, por otra parte). Pero el fenómeno
de Cortázar es distinto. Borges dio y sigue dando
un modelo de escritura, de los mayores del siglo,
y los jóvenes escritores de la década del 70
siguen aprendiendo de él.
Rayuela, fue, en
cambio, como ya se dijo, un golpe demasiado fuerte
e imprevisto, porque no daba un modelo de
escritura sino un modelo existencial. En 1963,
cercanas las épocas en que se reprodujeron,
tardíamente, las caves existencialistas de la
posguerra francesa, el texto de Cortázar aparecía
—más allá del análisis literario— como una
actualización del existencialismo, expresado con
una escritura que captaba y recreaba el habla
porteña.
Rayuela fue la primera
y hasta ahora la única novela argentina que
testimonia una forma de vida que los lectores
pueden trasladar a sus propias existencias. Lo que
fueron El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, o
Fiesta y Adiós a las armas, de Hemingway, para una
generación de los Estados Unidos, lo fue Rayuela
para una generación argentina. Con mucha justicia,
en esa época Cortázar señaló que él había tomado
"algo que estaba en el aire". No ocurrió lo mismo,
en 1973, con el Libro de Manuel Su visión de la
guerrilla urbana poco o nada tiene qué ver con la
visión que de ella tienen los argentinos, estén de
acuerdo con ella o no. No se trata de un juicio
crítico del texto sino un registro de la reacción
que produjo ;la novela, más allá de haber estado
en la lista de best-sellers.
EL ENGAÑOSO BOOM.
Sobre héroes y tumbas y Rayuela modificaron la
actitud de los lectores hacia la literatura
argentina. Se produjo un movimiento de
introspección: la narrativa nacional comenzó a
desplazar a los autores extranjeros. Y empezó la
búsqueda insaciable de nuevos escritores por parte
de las editoriales, lo que acarreó una especie de
catástrofe: la publicación indiscriminada de
textos. Por eso, el boom de la literatura nacional
deja un saldo de unos pocos nombres, de no muchos
más libros, algo también positivo, como todo
proceso de decantación, pero que en un momento
—entre 1965 y 1967— "infló" la narrativa
argentina. La revelación más perdurable de esa
época es Néstor Sánchez. Nosotros dos (1966),
Siberia Blues (1967) y El amhor, los orsinis y la
muerte (1969) conforman un mundo narrativo signado
por una tendencia experimental pero cuya escritura
da densa vida a los personajes. También en esa
época un conocido poeta se reveló como un narrador
excelente: Juan José Hernández. Su libro de
cuentos El inocente (1965), posteriormente, su
novela La ciudad de los sueños (1971) denotan su
predilección por una escritura minuciosa, que
recrea diversos estados.
En la época del boom
hubo dos personas claves que actuaron, se puede
decir, entre bambalinas: el editor Jorge Álvarez y
Francisco Paco Porrúa, este último asesor
literario de la Editorial Sudamericana. Ambos
sirvieron de enlace, en el sentido más profundo
del término, entre el escritor y el lector.
Álvarez editó en 1968 Nanina, de Germán García (en
ese entonces totalmente desconocido), una novela
que en unos pocos meses agotó cuatro ediciones. En
ese mismo año lanzó a otro desconocido por
entonces: Manuel Puig (ver recuadro página 36).
Aunque en el ambiente literario se supo que
Álvarez editó La traición de Rita Hayworth por un
hecho fortuito. En esa época se rumoreaba la
siguiente anécdota: un alto ejecutivo de
Sudamericana —donde iba a ser editada— pasó de
casualidad por el taller de la editorial y un
viejo linotipista le comentó que las mujeres que
trabajaban allí se ruborizaban al leer partes de
la novela; por supuesto, se trataba de escenas
eróticas. Entonces —ya impresa y todo— la novela
pasó a Álvarez. Luego Sudamericana editaría las
novelas posteriores de Puig e incluso se haría
cargo de reeditar La traición. Sin embargo, la
actividad literaria de Álvarez en esa época, a
través de sus Crónicas sobre diversos temas, que
en su mayoría integraban autores argentinos, y con
la publicación de los dos admirables volúmenes de
cuentos de Rodolfo Walsh: Los oficios terrestres y
Un kilo de oro, por ejemplo, le otorgan un lugar
especial en el boom.
Pero Francisco Porrúa
tuvo una inserción aún más profunda y abarcadora
en el proceso. No sólo fue el descubridor de
Cortázar, Puig, Néstor Sánchez, Juan José
Hernández, Haroldo Conti, Daniel Moyano, es decir,
con excepción de Walsh, de lo mejor que fue
surgiendo en esos años; también supo evaluar en
toda su grandeza a un escritor colombiano casi
desconocido en la Argentina y mal conocido en
América latina: Gabriel García Márquez. La
publicación, en 1967, de Cien años de soledad
conmovió a Buenos Aires: la ciudad del Sur
descubría a Latinoamérica y no podía salir de su
asombro. Ese mago increíble que es Gabo García
Márquez, se insertó en la Argentina como una cuña
de colores fulgurantes. Luego del éxito
impresionante de Cien años de soledad,
Sudamericana reeditó todos los libros anteriores
de García Márquez y próximamente lanzará su última
novela, reiteradamente anunciada: El otoño del
patriarca,
DECANTACION Y
RESURRECCION.
El boom argentino y el
boom de la novela latinoamericana en general
convergieron y también se desinflaron casi al
mismo tiempo. Un hecho curioso y refrescante: con
el tiempo, se dejó de hablar de boom, juntamente
con un aparente vacío en la producción de los
escritores. Pero lo que ha pasado, en realidad, es
que la década del 70 comenzó con una decantación.
Ya no se habla de movimientos o mafias, o lo que
fuere, sino de escritores. Puig ya se ha ganado su
lugar. Todos los otros narradores de valor, con
mayor o menor rapidez y repercusión, poseen una
gran cantidad de lectores, atentos a la
publicación de su próximo libro. Escritores del
interior, desde Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto
o Gerardo Pisarello, han roto definitivamente esa
habitual marginalidad en que perduran los que no
viven en Buenos Aires, salvo por épocas. Pero el
caso de justicia mayor que ha ocurrido en esta
década es el reconocimiento a uno de los mayores
narradores de la lengua: Adolfo Bioy Casares (ver
recuadro página 35). Falta todavía rescatar la
obra espléndida y única de Silvina Ocampo. Su
último libro de relatos, Los días de la noche
(1970), ya ha sorprendido a una nueva generación
de lectores y colegas, que no sospechaban la
grandeza de su obra narrativa.
LA DECADA DEL 70. El
primer año de esta década no produjo novedades en
materia de narrativa. Simplemente, se prolongaban,
ya algo agónicos, los años 60. Algo similar
ocurrió en 1971. Pero en 1972 y 1973 las
revelaciones y las sorpresas se suceden, y no hay
signos de que se detengan. El año pasado apareció
La pérdida del reino, de José Bianco, que permitió
redescubrir a un escritor que no publicaba desde
mediados de la década del 40. Esta gran novela,
construida con una perfección admirable, encierra
un momento muy alto de la narrativa argentina y el
final de un silencio que ni los amigos de Bianco
podían explicarse. En julio pasado, por otra
parte, se han reeditado en un solo volumen su
relato Sombras suele vestir —incluido en la
Antología de la literatura fantástica, de Borges,
Bioy Casares y Silvina Ocampo— y su novela, corta
Las ratas.
Estos dos últimos años
también incluyen revelaciones; escritores que
publican por primera vez muy buenos textos y
agotan ediciones: El frasquito, de Luis Gusman,
Las tumbas de Ernesto Medina, Triste, solitario y
final, de Osvaldo Soriano, La casa rosa, de Hebe
Uhart y Sebregondi retrocede, de Osvaldo
Lamborghini, que aparecerá próximamente. La
narrativa argentina no necesita ya de la palabra
boom para construirse; su estado es el de una
incesante creación.
Marcelo Pichón Riviére
Recuadros
La invención de Bioy
Casares
Con Diario de la
guerra del cerdo (1969), Adolfo Bioy Casares salió
de la absurda marginalidad más bien olvido, en que
se encontraba hasta entonces. Cuando apareció esta
novela era casi imposible encontrar cualquiera de
sus libros anteriores. En 1940, con La invención
de Morel —una de las novelas fantásticas mayores
que se han escrito y de una belleza avasallante—,
Bioy Casares, a los 26 años, conoció una breve
fama. En pocos años se agotaron tres ediciones. En
1946 salió su segunda novela, también fantástica:
Plan de evasión, que no tuvo el éxito de la
primera, a pesar de ser también una obra mayor. En
esa época comenzó a ser relegado y las nuevas
generaciones de lectores y escritores lo
ignoraron, con la excepción de pequeños grupos de
iniciados dé Buenos Aires, París o cualquier otra
ciudad. Es curioso y conocido el mecanismo de esos
grupos: muchas veces, sin darse cuenta, cultivan
esa ignorancia general, se apoderan de ese
escritor y no lo difunden.
En 1966 yo era uno de
los tantos ¡lectores que desconocían totalmente la
obra de Bioy. Una vez, una amiga me habló de La
invención, de Mor el, pero no tomé en cuenta su
entusiasmo. Un día, sin embargo, buscando
curiosidades en una librería de viejo, encontré un
ejemplar de La invención. Lo compré sin mucha
convicción. A la noche tomé el libro y ya no pude
dejarlo hasta el final. Inmediatamente comencé a
buscar sus otros libros. Luego de una búsqueda
interminable, conseguí su tercera novela: El sueño
de los héroes (1954) y su volumen de cuentos El
lado de la sombra (1962). Puedo testimoniar el
asombro de los libreros al pedirles esas obras.
Poco tiempo después, en el semanario donde
trabajaba entonces, me aceptaron la idea de hacer
una nota de tapa sobre Bioy.
Me decepcionó la poca
repercusión de mi artículo. Iba silenciosamente a
las librerías a ver si, mágicamente, reaparecían
sus textos. A raíz de la nota lo conocí y luego
nos hicimos amigos. No hace mucho le comenté mi
alegría al ver que habían reeditado todos sus
libros y hablé también del éxito de Diario de la
guerra del cerdo. "No sé qué habrá pasado —le
dije—, pero finalmente te leen", y le hablé de
muchos amigos míos que lo estaban descubriendo. Él
sonrió y me señaló con la mano. Y dijo: "Y ahí
está el culpable". Yo insistía en que no era
cierto, que cuando salió mi primer artículo sobre
él no había pasado nada, pero él insistió y me
comentó, seguramente para insinuarme que no sólo a
mí me decía eso, que su editor francés, extrañado
—me temo que pertenece un poco al estilo-grupo-de
iniciados— le había preguntado qué pasaba con él
en la Argentina, que empezaba a ser tan conocido
como en Francia. Me describió ante él como un
David que luchó contra un Goliat, y que había
ganado. Le agradecí su generosidad pero no su
teoría, dicha con mucho humor (siempre que Bioy
habla de algo referente a él, por pudor, termina
recurriendo al humor), siguió sin convencerme.
Pero en todos los años que llevo de periodista al
menos puedo decir que nunca pertenecí a ningún
grupo de iniciados. Cuando admiro a un escritor
hago todo lo posible para trasmitir mi entusiasmo,
pero para mí sigue siendo un misterio el
redescubrimiento de Bioy por parte de la gente
joven. Pienso que, tal vez, la explicación es
sencilla: en la Argentina ha acabado una época en
que los escritores podían ser ignorados. Una
tendencia general ha roto una injusticia
particular. En septiembre próximo saldrá su última
novela, en la que retoma lo fantástico. Una noche
del año pasado, durante una hora, me contó con
detalles el argumento. Fue la mayor lección del
arte de narrar que conocí. Hubiera querido que
estuvieran algunos amigos que sé que lo admiran
tanto como yo. De todos modos, pronto estará el
Puig: Tres libros memorables
Su nombre apareció
súbitamente en la segunda mitad del año 1968.
Manuel Puig produjo, en ese entonces, adhesión y
desconcierto. Su primera novela, La traición de
Rita Hayworth (Jorge Álvarez, 1968) trajo a las
letras argentinas nuevos aires que 110 fueron
respirables de inmediato. Sin el menor estrépito,
sin ningún aparato logístico de teorías ni de
justificaciones, con el minucioso ascetismo de un
herbario, esta primera novela acercó las voces más
desplazadas: el habla de la clase media, en un
raro equilibrio que elude el sarcasmo —de Los
premios, de Julio Cortázar, por ejemplo— sin
descartar una leve ironía crítica. Hoy, de algún
modo acostumbrados a la existencia de una
literatura que lleva su sello, parece desvanecerse
en el agua regia del hábito su radical
originalidad que sin duda es persistente. Después
de escuchar hasta el cansancio alegatos acerca de
una renovación voluntarista de ¡las letras, la
aparición casi silenciosa de La traición (es
notorio el desinterés de Manuel Puig por la
formulación teórica y su apego por los detalles de
la vida concreta) suele eclipsar la audacia que
yace en esa novela, una narración directa
compuesta, si así puede decirse, por los mismos
personajes, a través de sus conversaciones, sus
cartas, sus diarios íntimos.
Su segunda obra, hasta
el momento la de más éxito, Boquitas pintadas, es
un folletín cuya inserción en la literatura
"seria" abrió el camino a una mayor difusión de la
primera. Por otra parte, ese género popular y
nostálgico fue dado vuelta como un guante por obra
de la visión despiadada del autor y permitió que
en él aparecieran el dolor y la tragedia más
veraz, sin oscurecer el deleite que produce la
evocación —minuciosa, pintoresca— de la década del
'40. Acaso ese aspecto, el menos esencial, de
reconstrucción histórica, favoreció la enorme
difusión de Boquitas.
Pero Puig, poco amigo
de abstracciones, lo es más de los actos de
audacia callada. Durante los primeros meses de
1973 comenzó a difundirse su tercer libro, The
Buenos Aires Affair. Después de más de dos años de
trabajo, una obra tanto de continuación como de
ruptura volvió a demostrar que Puig no basa su
éxito en la repetición de una fórmula. Una
variante de Boquitas pintadas habría inquietado
menos a sus lectores, pero en The Buenos Aires...
Puig emprende una nueva saga, que si bien tiene
hilos tendidos hacia las dos precedentes, teje con
ellos un nuevo tapiz. En esta tercera novela puede
vislumbrarse, entre otras sorpresas, la aventura
de la constitución de un nuevo estilo.
El autor ofrece, acaso
.irónicamente, una novela policial. Curiosamente,
tampoco es una policial típica. Resulta anómala
dentro del género que tiene prescripciones casi
rituales.
En cambio Puig urde
una novela "criminar', una policial inversa, en la
que la trama diseña un encubrimiento más que una
revelación. Tampoco escatima una atenta
"descripción activa" de los avatares de la culpa,
verdadero primer motor de la carrera ciega de Leo,
su personaje central. Toda su obra (pero acaso en
mayor medida The Buenos Aires...) encierra a sus
personajes en una fría, geométrica fatalidad: el
irónico, a menudo humorístico Puig, es un trágico
en un mundo que encadena las salidas. También por
eso se lo lee.
Revista Panorama
2/8/1973
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