Solamente puede
explicarse el premio como un acto de solidaridad
revolucionaria. El Canciller cubano Raúl Roa, el
periodista argentino Rodolfo Walsh y el
antropólogo mexicano Ricardo Pozas olvidaron el
término "desierto" al otorgar el último galardón
de Casa de las Américas, en la rama testimonial.
De los veinte aspirantes, La Guerrilla Tupamara
abordaba un tema seductor, la aparición del
movimiento más ordenado e inteligente desde que
Fidel Castro decidiera "exportar la Revolución".
Pero ese hecho no justifica los mil dólares
distintivos.
El libro, de algún
modo hay que llamarlo, alberga una sucesión de
inquietantes reportajes —ya publicados en el
semanario Marcha—, unidos por un hilo débil,
carentes de una columna vertebral. Uno de los más
logrados, quizás el que provoque mayor revulsión
—una entrevista con nueve jesuitas—, no se incluía
en el ejemplar que compitió en La Habana.
"Me enteré del
concurso con poco tiempo de anticipación —se
excusa la autora—; no sabía cómo intervenir hasta
que unos amigos me aconsejaron el envío de varios
reportajes. Entonces, los ordené y les añadí un
capítulo especial sobre el Operativo Pando, la
única parte inédita de todo el libro". Madre de
dos hijos (18 y 23), rubia sospechosa, engendró un
catálogo que intenta radicalizar a quien lo hojee;
pero de la Gilio a Franz Fanón hay un abismo
escandaloso. Más bien, la obra es a la
organización lo que un folleto del Gobierno al
turismo. El MLN, a siete años de su nacimiento, no
merecía tanta pobreza argumental, tanta ausencia
de prospectiva.
Si uno debe formar su
opinión sobre los Tupamaros en base al material
publicado, ésta será ambigua, difusa. La primera y
escueta información de Antonio Mercader y Jorge de
Vera (Tupamaros: Estrategia y Acción) no superada
por Tupamaros: la única vanguardia, un panfleto de
Carlos Núñez, ni por la apresurada investigación
de los argentinos Carlos Aznares y Jaime Cañas
(Tupamaros: ¿Fracaso del Che?). Las 195 páginas
garabateadas por María Esther Gilio no salvan la
falta; su culpa es doble: desde hace años, ella
puede alternar con todos los miembros del
movimiento detenidos, empresa imposible para el
resto de los reporteros.
TOMA DE CONCIENCIA
La Guerrilla Tupamara,
título que nada tiene que ver con el contenido,
apunta a un costado sentimental, deambula entre el
fervor político, la tibieza literaria y la
ferocidad periodística. Está lejos de la minucia y
prolijidad narrativa de A Sangre Fría (Truman
Capote) o de la frescura salvaje del Diario del
Che; apenas se advierten algunos ramalazos de
Oscar Lewis, a quien la autora le reconoce
paternidad. La ternura, el estupor, la rabia o la
compasión ganan al lector, adormecen el
razonamiento. Esos débiles méritos no son
suficientes, sin embargo, en una compilación de
antiguallas que pretenden tener vigencia
revolucionaria.
Pero sería injusto
castigar a la Gilio: hay que respetar su toma de
conciencia. De la abogada casada con abogado
millonario habitante de rico barrio montevideano,
creadora de Protagonistas y Sobrevivientes
—charlas con Ringo Bonavena, Isabel Sarli y Aníbal
Troilo—, ya no quedan huellas; ahora, suele
ponerse el mismo abrigo todos los días para
visitar a sus defendidos, jugarse en la denuncia
de las torturas, o volar al Nordeste brasileño
para detallar las penurias de los famélicos.
Aun así, admitiendo la
improvisación de sus pininos, no se justifica el
Premio de Casa de las Américas. Las revoluciones
no se hacen con amigos ni con sentimientos; claro,
tampoco con palabras. Falta saber si los
tupamaros, que conocían esa regla de oro, ahora la
recuerdan.
ROBERTO GARCIA
5/1/71 • PRIMERA PLANA
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