LIBROS
La palabra abierta de
Eduardo Galeano
Eduardo Galeano, 33,
uruguayo, ha ingresado definitivamente en la vida
cultural argentina. Director de la excelente
revista de ideas, literatura, testimonios, Crisis,
que en septiembre entra en su quinta entrega, con
20 mil ejemplares vendidos de la última, y autor
de Las venas abiertas de América latina, un vasto
ensayo sobre la opresión en el continente, y de
Vagamundo (1973), un prodigioso libro de cuentos
que alcanza una grandeza y una originalidad
inesperadas, Galeano ya no es un desconocido de
este lado del Río de la Plata.
En la otra margen del
río ya era conocido a los 20 años y en poco tiempo
su nombre era un símbolo en múltiples territorios;
él encarnaba — y ahora encarna aún más todavía—
una -nueva forma de concebir la militancia, el
periodismo y la literatura. Luego de dedicarse al
dibujo con el nombre de Hugues G. (publicó algunas
cosas en la ya legendaria Tía Vicenta), Galeano
fue, de 1960 a 1964, secretario de redacción de
Marcha. Luego fue director, durante dos años, del
periódico Época.
Mientras su profesión
de periodista se desarrollaba sin interrupciones,
escribió una novela y un libro de cuentos, que
ahora relega al olvido. A mediados de la década
pasada comenzó su tarea como periodista
independiente y ambulante. En 1964 ya había
viajado a la Unión Soviética y a China, para
indagar las discrepancias entre ambos países, por
entonces poco conocidas y hasta negadas. En 1967
fue formalmente dado por muerto, mientras
realizaba en Guatemala una investigación. En 1971,
en la selva de Venezuela, el paludismo casi salda
sus cuentas con la muerte. Pero ahora, en Buenos
Aires, Eduardo Galeano enciende un cigarrillo y
comienza a hablar tranquilamente de su vida y de
sus cosas, y es difícil imaginar que en una sola,
breve existencia, Galeano haya podido hacer tantas
cosas, tan diversas pero de una enorme coherencia.
Sus viajes, sus
entrevistas —entre las que se encuentra una al
comandante Ernesto Che Guevara—, sus
investigaciones, tienen una cristalización
admirable en Las venas abiertas de América latina.
Sus vivencias más personales, pero igualmente
abarca-doras, encuentran en Vagamundo el principio
de un camino originalísimo, rico en registros y en
técnicas, donde Galeano surge como un gran
narrador y como un renovador de la escritura
coloquial y de las formas de aprehender, en toda
su complejidad, los múltiples seres y paisajes de
América latina. Estos dos libros, especialmente,
pero también su actividad como director de Crisis,
son las cartas que Galeano tiene en la mano. Y son
suficientes para muchas partidas, muchas batallas
a ganar. A continuación su diálogo con Panorama.
—¿Cuando comenzó a
escribir? ¿Cómo fue llegando a su estilo, el de
Vagamundo?
—En 1962 publiqué una
novela, Los días siguientes. Es muy mala, muy
pavesiana. Pero al menos era pavesiana. Antes
escribía unos cuentos influido por Faulkner, y
nadie entendía nada. Era una novela melancólica,
de estilo prestado. Lo único bueno era que tenía
algo de Montevideo, tenía algo de neblina. En 1967
salió un libro de cuentos, escritos entre las
cuatro y las siete de la mañana, una vez terminado
el trabajo periodístico. Fueron hechos por una
necesidad de escribir, de decir algunas cosas.
Entre 1966 y 1970 trabajé en Las venas abiertas de
América latina. Después de recoger muchos datos de
sociólogos, historiadores, y otros especialistas,
escribí el libro en 90 noches, con mucho café.
Intenté trasmitir todas las formas del despojo que
sufrió América latina, como una suerte de novela o
de aventura. Quería hacer un libro útil. Después
de eso volví a la narrativa, que creo que es mi
vocación.
—Entonces escribió
Vagamundo.
—Sí. En este último
libro están mis vivencias, dándoles una dimensión
íntima, con un estilo tan denso como los temas que
trata. Si se puede hablar de una técnica en estos
cuentos, es el de la reducción. Un cuento de una
página, como "Mujer que dijo chau", lo reescribí
doce veces. Creo que todavía es un libro cobarde
en relación a lo que quiero hacer. Pero es la
primera vez que siento que estoy en un camino. Por
fin me encuentro libre de las vacas sagradas.
Augusto Céspedes me dijo una vez que "una mujer
hermosa es como una espada; se la puede ver aunque
esté en la vaina". Eso busco en las palabras: la
espada desnuda. Una tensión que está por debajo de
las palabras. Lo fundamental era que las palabras
tuvieran electricidad, que el libro no pueda ser
leído impunemente. No fue una cosa que me propuse
en forma consciente, sino que se fue dando.
Respeto al lector y respeto al tema. No quiero dar
un plato hecho sino algo desencadenante. En un
tono a veces dicho como al oído; otras veces,
violento. Quiero rescatar la dignidad de la
palabra. Estoy harto de la literatura florida. Yo
no creo que el lenguaje de Latinoamérica sea el
barroquismo. Pienso que nuestros temas son
continuamente tergiversados. Creo que a ellos
debemos también devolverles la dignidad.
Marcelo Pichón Riviére
La pajarita de papel
Al promediar el mes de
agosto la editorial Losada celebró sus treinta y
cinco años, hecho singularmente destacable en la
industria argentina del libro. Desde sus primeros
volúmenes, entre los que se destacan Los
conquistadores, de André Malraux, Los niños
terribles, de Jean Cocteau, La agonía del
cristianismo, de Miguel de Unamuno, Las aventaras
de Tom Sawyer, de Mark Twain —que casi todos los
niños leyeron—, su catálogo ha superado los tres
mil títulos.
La quiebra, durante la
Guerra Civil, devastó la industria editorial
española, que emigró a la Argentina. En
consecuencia, durante la década del 40 y del 50
las ediciones nacionales pasaron a la cabeza en la
impresión de libros en idioma castellano. De este
auge, uno de los principales autores —que incluyen
a Sudamericana, Emecé y otras, nacidas poco
después— fue Gonzalo Losada, secundado por
Guillermo de Torre y el pintor y artista gráfico
italiano Attilio Rossi. Por otra parte, alrededor
de la editorial se nuclearon intelectuales como
Pedro Henríquez Ureña, Francisco Romero, Jiménez
de Asúa y Amado Alonso.
Losada reúne un
amplísimo catálogo de no menos de 48 colecciones,
que sigue abarcando a tono con los tiempos, el
arte, la ciencia y la filosofía.
POESIA
La ternura como
gobierno
Los consejos de la
Celestina, por Damodara Gupta. Monte Ávila
editores, Barcelona, 1973, 88 páginas.
Mientras que el poder
sea el resultado de sectores económicos en pugna,
el amor podrá ser empleado como herramienta o
mercancía para acceder hasta la cúpula gobernante.
Aquí se habla del amor particular de las
cortesanas, tal como se entendía en el Japón del
siglo XI, del cual quedan los valiosos testimonios
de sus Diarios personales, o los poemas cortesanos
de ciertas Damas de la Edad Media provenzal.
En la India, en el
siglo VIII, nació el que iba a ser el autor del
Kuttanimatan, célebre poema conocido también por
el nombre de Los consejos de la Celestina que, en
algunos aspectos, cumple un papel semejante al
arquetípico personaje anónimo de la literatura
española. Pero si en los españoles el cuadro de
costumbres se da ásperamente y con un trasfondo
casto, pues la misma aspereza es un signo de
pudor, en los hindúes de la lánguida escritura
clásica en sánscrito de este poema traducido por
primera vez al castellano por Fernando Tola —el
profesor peruano a quien se deben varios trabajos
sobre textos que rescatan los fundamentos orales y
escritos de aquella nación—, todo es distinto. Las
imágenes costumbristas sólo aproximan los objetos
—en este caso los amantes, los cuerpos de los
amantes— y de este aproximarse nace la
sensualidad: "Cuando haga el amor contigo, / no
dejes que te toque tus partes secretas; / no te
alteres; / si te besa, mueve el rostro; / si te
abraza, / has de contraer el cuerpo y ponerte
rígida". Tal vez resulte necesario comparar el
ejemplo occidental don el que ofrece Oriente: en
éste, un estado atemporal, no sujeto a un siglo
preciso, hace su aparición con un amor de infantes
sin edad justa.
En el poema de
Occidente se trasparenta siempre la Edad Media,
pero no una Edad Media cualquiera sino bien
española, en que el amor cortesano es una fuerza
más, un elemento más entre los muchos naturales.
"Mientras yo estaba
sentada en aquel columpio, / hecho de lianas, / el
muy taimado, / con el pretexto de mecerme, / con
sus manos me tomó por la cintura, y me embriagó de
amor." Aquí existe un juego picaresco, un algo de
acercar las pieles humanas como un ensayo de
adolescentes. Respecto del idioma, según René
Daumal, en los griegos y los hindúes antiguos
había, además del preciso arte de la poesía y sus
leyes, una creencia: las palabras y las cosas se
unen de acuerdo a dictados eternos. Es revelador
recordar lo que decía Bhartrihari —comienzos del
siglo V—: dos suertes de lenguaje imperan sobre el
pensamiento. Una está hecha de palabras-gérmenes,
que son ideales, inalterables exhalaciones del
espíritu universal. La segunda está compuesta de
palabras-sonoras, sometidas a las leyes naturales
de la gramática y el uso. Entre los dos conceptos
se aman los amantes de este largo y mágico poema,
habitantes de una selva construida de suavidad y
filosofía. M A B
NOVELAS
Los círculos
concéntricos
Tirapiedras, por
Daniel Ortiz. Siglo XXI, Buenos Aires, 1973, 100
páginas.
"Empujando con el pie
una piedra inmensa que clavaría una idea, una vaga
noción de futuro asombrado, las viejas secas, las
grandes palabras mezquinas con que rodeábamos
algunos trozos de realidad", escribe Ortiz. Su
novela, que tiende un puente entre la memoria y el
lenguaje en el que la memoria se inserta y a la
vez se despega, está narrada con una singular
tensión.
El pasado, lo
presuntamente vivido por el personaje narrador, se
erige y luego se disuelve, a partir de "Punto
muerto", la tercera parte del libro, en un rocío
verbal.
En un principio,
Tirapiedras aboceta un vértigo de historias y se
parece —irónicamente finge serlo, cuando el
propósito es otro— a una novela autobiográfica, a
una típica novela "de formación", en la que un
muchacho cuenta— para comprenderlos, para
apropiárselos— los avatares de su vida, o de la
iniciación de su vida, en un pueblo de 25 mil
habitantes. "Diecisiete años y un gusto
decididamente aburrido en la boca mientras
resuelvo el problema de qué hacer con mis huesos",
dice.
La vasta memoria
parece reinar y los envolventes, enlazados
períodos de la prosa de Daniel Ortiz la cubren con
una membrana verbal minuciosa, detallada como la
visión de un naturalista que ha preferido los
hombres a los insectos.
Y es en ese carácter
exasperado de la mirada en donde, encubierta, yace
—y se verá cada vez mejor a medida que la
narración progrese —la sustancia crítica que
carcome como un ácido la confianza en la
narración, como fiel depositaría de los hechos
contados.
Visiblemente, Daniel
Ortiz ha optado por discriminar ,la escritura de
los hechos que son referidos. Tirapiedras,
deliberadamente, diverge de la misma
"autobiografía" que propone. Descree de la
identidad de los actos y de la experiencia vivida.
En esta novela, escribir es otra cosa que crear
réplicas de los hechos y de los seres; escribir se
separa gradualmente de los temas y de los motivos,
para intentar ser un acto definido, una actividad
singular de los hombres que reconoce la
impropiedad de alucinar la existencia. Tirapiedras
es un acto de discriminación, un acto positivo y a
la vez una crítica de los hábitos novelísticos
pero con los mismos instrumentos, por así decir,
con que se desarrolla la literatura sujeta
convencionalmente a la experiencia vivida.
Ardua, construida con
una precisión musical —los temas dominantes, el
sol y los espejos, puntúan el relato—, Tirapiedras
mantiene las características de una novela
biográfica, fisura-da por su propia
descomposición. Más que contar una Vida, narra la
tensión entre el acto de contar una experiencia y
esa experiencia, que no termina de desaparecer. +
J. di P.
POLICIALES
Los oasis y el
infierno
¡Maten a ese hippie!,
por Charles Runyon, Granica, Buenos Aires, 1973.
199 páginas.
La violencia real en
un país feroz inspiró un género, la novela
policial negra, que, en Cosecha Roja, de Dashiel
Hammet, encontró su punto de partida y a la vez
una de sus culminaciones. Estados Unidos, el país
en cuestión, sólo ha variado las formas
secundarias, accesorias, del terror y de la
descomposición. Ya El hombre enterrado, del
admirable Ross Macc Donald, había diseñado un
retrato actual y a la vez una alegoría de esa
sociedad en prolongada quiebra moral. Vasto
descifrador de la violencia encubierta, Macc
Donald permanece como la estrella fija de ese
género a veces marginado, a veces exaltado.
La atractiva historia
contada por Charles Runyon, seguramente menos
envolvente y desnudadora que la saga de Lew
Archer, emerge como otro punto visible en esa
constelación (no muy numerosa, entre tantos
escritores de reparto que invaden los kioscos, y
que no deben confundirse con aquellos que elevan
este género popular a denuncia). ¡Maten a ese
hippie! se sumerge en la dividida sociedad
norteamericana, desgarrada entre la posesión de
objetos —y de personas consideradas como tales— y
el ineficaz repudio de esa estructura por obra y
gracia del desapego, de la desalentada liberación
sólo interior de sus víctimas más sensibles en el
país, los hippies, que propagaron un rechazo ciego
e impotente del sistema, que, por otra parte,
puede tolerarlo hasta cierto punto, ya que no lo
amenaza radicalmente.
La maestría de Runyon,
en su eficacísimo relato, le permite no solamente
atraer y fascinar a la manera clásica, por medio
de la acción más exasperada, sino también
desgarrar al lector describiendo un medio
mezquino, degradado y vacío, contrapuesto a las
ilusiones de libertad de una pareja que escapa e
intenta consolidar un amor que las circunstancias
y el poder y la ferocidad vuelven imposible.
Sin duda, Runyon es
capaz de recrear los oasis hippies y los infiernos
burgueses por igual. Trágica —y la tragedia se
dibuja en la hostilidad de una nación que no
ofrece otras perspectivas que el conformismo o una
rebeldía ciega, por ahora— esta novela policial
diseña los trazos feroces de la represión, que
produce el crimen, que acorrala, y que también,
impunemente, asesina. + j. di p.
PANORAMA, SEPTIEMBRE
6, 1973
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