La mala conciencia de
un australiano
COLIN MacINNES:
"Ciudad de ébano", Seix Barral, Barcelona,
1963. 282 páginas,
.175 pesos.
El viernes 13 de enero
de 1788, una flotilla británica comandada por el
comodoro Arthur Phillip, desembarcó cerca de
Botany Bay a 568 penados varones, 191 mujeres de
la misma condición y 13 niños. El primer año
murieron 115 personas. Los demás exterminaron a
indígenas, abrieron tierras vírgenes y fundaron la
colonia blanca de Australia.
El gusto por las
letras y las bellas artes no apareció, entre
ellos, sino tardíamente. La literatura australiana
se redujo, por largo tiempo, a manuales técnicos y
a tratados de edificación moral. Después mostraron
esa megalomanía de los "pionners" que vincula a
los australianos con los habitantes de Texas.
Hasta principios del siglo actual, en esa
arrogante democracia de gigantes buenos, en la que
eran obligatorios el optimismo y la sencillez, el
canguro se sintió más cómodo que el intelectual.
Sin embargo, ya existe
una literatura australiana digna de interés. Nada,
sino la excesiva prudencia de los editores,
justifica la ignorancia del público internacional
sobre Brennan o Slessor, sobre los poemas
demoníacos de Hope y los cuentos sensitivos de
Vanee Palmer, sobre las novelas de Henry
Richardson, Christina Stead, Helen Simpson y
Patrick White; este último, en particular, que es
uno de los grandes novelistas de lengua inglesa.
Recientemente se
conoció en versión francesa "Un été australien",
de Colin MacInnes, y los círculos literarios de
París lo acogieron con entusiasmo. En todo caso,
conviene señalar que este autor salió de Australia
hace mucho tiempo, y que ya había llamado la
atención con dos novelas de ambiente londinense:
"Principiantes" y "Ciudad de ébano", ya difundidas
en español por la alerta casa española Seix
Barral. Colin MacInnes, 50 años, cabellos blancos
y tez cobriza, es un gigante al que puede verse
cada noche en Saint-Germain-des-Prés, tocado de
boina y con impermeable, aunque resplandezca el
Sol. Entre tanto, en su patria de adopción, sus
acciones literarias siguen en ascenso: el "London
Magazine" acaba de incluirlo entre los doce
mejores novelistas de lengua inglesa.
Defensa por el cinismo
"Ciudad de ébano" es
una rápida incursión por los bajos fondos de
Londres habitados por hombres de color.
Un ingenioso diálogo
del primer capítulo expone todo el problema. Un
funcionario colonial recuerda a otro que "miles de
ellos han llegado aquí en los últimos años,
procedentes de áfrica y del Caribe". "Nos han
proporcionado algo que no teníamos: un problema
racial." La respuesta es que tal vez fueron los
ingleses quienes, desembarcando en aquellos
países, crearon ese problema.
El primero se
escandaliza ingeniosamente: "Mi querido... ¿Será
posible que me encuentre realmente en presencia de
un liberal?" Su interlocutor confiesa que "en
estos tiempos monolíticos", no hay posición más
cómoda. Entonces sobreviene el ataque dialéctico:
"Un liberal es la persona que siente una
irresponsable simpatía por lo que él llama pueblos
oprimidos, pero que "lo mismo que el más acérrimo
reaccionario, lo pasa estupendamente viviendo de
ellos como un parásito". El otro, para defenderse,
apela también al buen humor y aun al cinismo:
"Reconozco que soy uno de esos ingleses de clase
media, inútiles, pero duros de pelar, que
necesitan de todo un imperio, aunque esté en
crisis, para vivir. Confieso que si desaparecieran
los últimos vestigios del imperio, sería tan
miserable como un coolie".
MacInnes no intenta
probar nada, sino apenas expresar su leve mala
conciencia: él no es racista, se sentiría muy
desdichado si tuviera que admitirlo, pero casi
todos los reproches de sus compatriotas contra la
minoría negra de Londres parecen fundados en la
verdad. Ellos traen la corrupción, el vicio, que
como siempre vienen acompañados por la dulzura de
vivir. Se alternan como relatores un blanco y un
negro. La superioridad del blanco, si puede
hablarse así, consiste en que rechaza —al menos en
teoría— el concepto mismo de superioridad. El
negro, ingenuo, fanfarrón, está seguro de que sus
valores son los más sólidos y que su raza
prevalecerá.
Cuando ya no crea en
nada, entonces será realmente un ser maduro,
parece comentar escépticamente Colin MacInnes.
Novelas
A veces fracasan las
huelgas de ladrones
DANTE SIERRA: "Huelgas
de ladrones; ediciones Freeland Buenos Aires,
1963; 278 páginas, 280 pesos.
Hace un década, Dante
Sierra (47 años) lanzó Con el huso del mundo están
hilando, su primera novela, al amparo de una
profusa campaña publicitaria en los trenes
subterráneos de Buenos Aires. Hubo menos ruido en
torno de Huelga de ladrones, pero las nueces son
esta vez mejores. En el intervalo entre un título
y otro, Sierra proporcionó tema para el film
argentino de más éxito, La cigarra no es un bicho,
realizado por Daniel Tinayre sobre adaptación de
Eduardo Borrás.
En Huelga, el hombre
de publicidad que alienta en Sierra lo hace
incurrir en inesperados tecnicismos: Los
anunciadores de bebidas gaseosas utilizan el tono
azul, color frío que causa dentera, o bien Para
las cárceles, el gris plomo: sutil homenaje al
metal que da las balas y la metralla.
Como ocurre en toda
novela de Sierra, la anécdota es original:
cansados de padecer arrestos y apremios, los
ladrones resuelven declararse en huelga. De la
noche a la mañana no hay más robos, secuestros,
violaciones ni crímenes. La consecuencia es un
inmediato descalabro social: Si no tenemos
policías, ¿para quién van a ser los bastones? —
reflexiona un personaje de Sierra —. Y si no hay
miedo ni ladrones ni policías, ¿quién compra cajas
fuertes? Pero la cordura termina por reinstalarse
en el convulsionado mundo, mientras los jueces y
guardiacárceles respiran otra vez con calma.
Para desembocar en un
final simbólico —un viejo delincuente inicia a un
chiquillo en los tejemanejes del robo—, Sierra
amontona en las primeras cien páginas una serie
alucinante de delitos, desde la prostitución y la
sodomía hasta las estafas y la falsa mendicidad.
Esa vertiginosa enciclopedia escandalizará
seguramente al lector. Sierra es ya un experto en
aguijonearlo por cualquier medio.
Ensayos
Dios y su negación:
Combate para hombres
MICHELE FEDERICO
SCIACCA: "Existencia de Dios y ateísmo";
Ediciones Troquel,
Buenos Aires,1963; 280 páginas, 220 pesos.
Desde que el hombre es
hombre, es decir desde que reflexionó sobre sí
mismo y su situación, una intuición, a veces vaga
o imperfectamente conceptualizada, lo acompañó en
su devenir: la intuición de Dios. De algo que lo
trasciende y lo explica como la misteriosa clave
de un inmenso y fantástico puzzle. Junto con la
intuición de Dios (o lo Infinitamente
Trascendente, o el Creador, o el Buen Padre),
recibida posiblemente en ese primer acto de
reflexión humana, el hombre encontró la negación
dialéctica de esa idea: el ateísmo. Contra lo que
una escolástica excesivamente estática podría
suponer, la negación atea ha permitido al hombre
afinar mejor su concepción natural de Dios. Por
otra parte, la fe (sobrenatural —esto es, recibida
por revelación—, o natural —estructurada mediante
la razón—) siempre se ha visto acompañada por su
propia negación, de igual manera que Don Quijote
resulta irremediablemente incompleto sin Sancho
Panza.
Michele Sciacca, uno
de los "grandes" del pensamiento católico laico
del siglo XX junto con Gabriel Marcel, Louis
Lavelle y Xavier Zubiri, está enrolado dentro de
un neoplatonismo de tinte agustiniano. Discípulo
del célebre Rosmini (uno de los pocos filósofos
que Italia dio al mundo en el siglo pasado),
siempre se interesó por estudiar el problema de la
clásica antinomia. De alguna manera, hace suyas
las palabras de Dostoviesky —"Todo el mundo gira
alrededor de la pregunta ¿Cristo es Dios?"—, mucho
más cercano a él de lo que podría parecer. En este
libro, segundo volumen de Filosofía e metafísica,
desarrolla sus investigaciones sobre el tema en
las dos partes casi independientes entre sí que lo
componen.
Si bien Sciacca, como
todo meridional ("Me gustan el Sol, la buena
comida y el buen vino... todo con moderación"), es
afecto a ciertos juicios verbales un tanto
apresurados e injustos (Julián Marías todavía no
le perdonó su expresión "Ortega y Gasset é un
giornalista"), su obra escrita, sin evadir la
polémica apasionada, siempre guarda ecuanimidad.
En la primera parte, Existencia de Dios, estudia
el problema de acuerdo con esta exigencia previa:
la prueba de la existencia de Dios debe ser a
posteriori, tendrá que partir de un dato real
encastrado en la experiencia del hombre. Es que
Sciacca no quiere limitarse a demostrar la
existencia de una simple Causa primera, un Orden
supremo o una Ley universal. Su propósito es
probar la existencia de un Dios personal, tal como
lo concibe la tradición judeo-cristiana. Su
metodología exige el análisis casi fenomenológico
de todos los datos, incluso los psicológicos, un
tanto despreciados a veces por los tomistas.
En esta etapa destroza
de paso —o más bien pone en su justo lugar— el
aforismo popular de origen heideggeriano: "La
razón humana yerra y se engaña, porque todo es
error y engaño". Continúa dentro de la gran
tradición de San Agustín, que señala la necesidad
de tomar al hombre en su totalidad existencial,
pero sin despreciar románticamente la razón, su
principal medio coordinador de percepciones.
Posiblemente, la
segunda parte, El ateísmo, resulte más interesante
y original. En setenta y tres apretadas páginas
repasa magistralmente las distintas formas de
encarar la negación de Dios. Si bien esboza muy
rápidamente el "ateísmo práctico" —hacerlo en
profundidad hubiese sido tarea de psicólogo o
moralista—, el análisis del ateísmo absoluto y
dogmático, del agnosticismo radical, del monismo y
del panteísmo efectuado por Sciacca resulta así lo
más importante de esta obra.
Su capítulo dedicado
al humanismo ateo, concretamente al pensamiento
marxista —con mucho, la síntesis más acabada y
completa que el ateísmo ideológico puede oponer a
la teorética cristiana—, está entre las páginas
más agudas que el lector de habla hispana puede
hallar sobre el debatido tema de la "alienación".
Especialmente, si por razones de tiempo o-falta de
erudición le es imposible consultar el casi
exhaustivo El pensamiento de Karl Marx del jesuita
Jean-Yves Calvéz.
Existencia de Dios y
ateísmo finaliza con un apéndice: El concepto
católico de libertad de pensamiento. Cuando en el
II Concilio Vaticano se discute una nueva posición
de la Iglesia sobre el problema, estas páginas
parecen un tanto viejas, y no faltará quien las
encuentre inclusive reaccionarias. Sin embargo, no
desmerecen la obra total. Sciacca es uno de los
pocos pensadores que pueden darse el lujo de
aparecer parcialmente envejecidos. De todas
maneras, no hay ninguno absolutamente nuevo.
Primera Plana
17/12/1963
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