Gusman: El
dominio de los mitos informes
El
frasquito, por Luis Gusman. Ediciones Noé, Buenos
Aires, 1973; 89 pág.
Este libro encierra
varias paradojas. Literatura marginal, escritura
que rechaza normas supuestamente establecidas,
inquietante como una pesadilla, tiene un singular
atractivo: se lee con la fluidez propia de la más
habitual y diestra ficción. Sin embargo, 'El
frasquito' es casi incontable. Da voz a lo que,
habitualmente, la literatura argentina silencia o,
de otra manera, menciona como innombrable o nombra
como censurable. Es, al modo de ciertas
indicaciones de Gombrowicz, un mundo "hecho de
desperdicios del mundo cultural superior, un
dominio de la ratería, de los mitos informes, de
las pasiones inconfesadas". La moneda de la
cultura argentina empieza a esbozar otra cara; 'El
frasquito' es uno de sus rasgos, como también lo
es un libro maldito, El Fiord, de Osvaldo
Lamborghini, que lo precedió hace tres años,
ostentando una mueca tan feroz contra los
moderados modales de las letras, que no sólo
produjo extrañamiento sino también una toma de
distancia que lo alejó de sus lectores y
prácticamente lo excluyó del mercado.
El frasquito parece
eludir, misteriosamente, el destino de su pariente
cercano. Esta es otra de las paradojas que
registra este texto de Luis Gusman (29), acaso
porque El Fiord tuvo que admitir el destino de los
precursores: no tenía antecedentes y, con
lentitud, preparó el camino. Esta referencia es
inevitable: distintos, los textos de Lamborghini y
de Gusman inician la aventura intelectual de
incluir en la cultura lo que ésta no consideraba
de su incumbencia, lo que barría debajo de sus
alfombras. Pero también estos textos insólitos,
aparentemente inesperados, coexisten con el
desarrollo ele la teoría literaria, que a la vez
intercede y demanda un diálogo con obras que sólo
por prudencia pueden calificarse de
experimentales. La ciencia no se horroriza,
conoce. En la ciencia, ciertos escritores
encuentran quien dialogue con ellos: ningún
fenómeno, por anómalo que sea respecto de la ley
social, deja por eso de existir. Escasamente, la
literatura enfrentó este desafío.
El frasquito atisba
zonas vedadas: el vigor sin freno del deseo, los
personajes asociales, la degradación de los mitos
populares, los desechos de la religiosidad, un
crimen indefinido, personajes borrosos, vagas
sombras que se interpenetran y se confunden o se
reemplazan. El lenguaje también es residual; el
padre, Carlos Montana, casi siempre ausente,
tanguero de boliches de mala muerte, "reencarna"
al mítico Gardel como un despojo sórdido, réplica
de feria. Por eso no asombra que también aparezca
una religiosidad degradada, que el espiritismo
cumpla el papel de polo sublimado de cuerpos no
incluidos tampoco en ninguna norma consagrada.
La carne retorna a la
carne, así como el hijo de Montana "reencarna" al
padre, como el padre "reencarna" a Gardel (cuya
muerte se evoca y se yuxtapone a la de Montana).
La novela está
precedida por un prólogo teórico de Ricardo
Piglia, en el que despliega una lectura simbólica
de inhabitual coherencia.
HABLA EL AUTOR.
Luis Gusman habló con Panorama. Estas fueron sus
respuestas:
—¿Cree que en la
literatura argentina la surgido una corriente que
toma sus fuentes en cierta zona habitualmente
desvalorizada?
—Pienso que esa
escritura existe y que en El frasquito irrumpe una
de sus puntas. Surge en los últimos años, a partir
de ciertos textos: Nanina, de Germán García
—prohibida aún—; El Fiord, de Osvaldo Lamborghini,
ilegible a nivel de mercado, rechazo que lleva a
plantearse "qué es lo qué fue herido", y La
traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, cuya
aceptación es más aparente que real.
—¿Por qué escribir?
—En lugar de por qué
escribir creo que, más bien, tenemos que
preguntarnos cómo escribir. Porque la forma,
además de significativa, es histórica. Cualquier
otro compromiso resulta ingenuo o, peor aún,
enmascara casi siempre restos de la vieja
omnipotencia sacralizada del escritor burgués del
siglo pasado. En contra de lo que piensan ciertos
profetas, salvadores y dadores de conciencia,
decididamente los otros no son mudos: día a día la
acción política parece demostrarlo.
—¿Por qué El frasquito,
ficción, literatura, se publica precedido por un
prólogo teórico?
—Para ciertos textos
hay que crear un espacio de lectura, aun cuando
toda teoría que tienda a dar cuenta de la
producción de estos textos provoque rechazo. Tales
prólogos son necesarios porque molestan a los
creyentes. Me refiero a los amantes de la lectura
"de corazón a corazón" y a quienes piensan que la
literatura es trasparente y no necesita
mediaciones. También El Fiord, por ejemplo, se
publicó acompañado por un texto teórico, pero eso
no impide que su mismo editor esté a punto de
quemar la edición. Hay que entender, en este caso,
que tanto la "teoría" como la "ficción" serán
objeto de las llamas, como causantes del desorden.
—¿Fue difícil publicar
El frasquito?
—Sí. Terminado en 1970,
el texto empieza a circular por las editoriales y
éstas lo rechazan con diferentes excusas: su corta
extensión, su supuesta no pertinencia al campo de
la literatura, su falta de mensaje ("Este libro no
deja nada") y, además, por no responder al ideal
de salud mental propio de algunos sectores
sociales. Al mismo tiempo, el manuscrito era leído
por un grupo de gente cuya relación con las
instituciones culturales es tan equívoca como la
mía.
J. di P.
(presumiblemente Jorge di Paola)
POETAS
Una
monotonía visionaria
Morand, el famoso
fotógrafo, logró una imagen con "su mirada de
papagayo". Es cierto, tiene mucho de pájaro: nariz
fina, frente alta, y el ojo inmóvil, redondo,
sorprendente de presencia, de intensidad. Ojos que
poseen, que captan, mientras fluye esa bella voz
apenas sorda, donde sólo las "r" desdibujadas,
ligeras, existen brevemente recordando las
Antillas originales.
Saint-John Perse, con
su cortesía exquisita, parece interesarse por
todos, otorga confianza y comienza a hablar; las
horas vuelan. Nada de discursos, ni de comedias:
un monólogo sereno donde todos se convierten en
confidentes,
un Goethe sin énfasis.
Tras él, se intuye el Mediterráneo.
Se diría que está fuera
del tiempo; el poeta ilustre, que consume su vida
con calma, simplicidad en la que el orgullo parece
tan ausente como la modestia, no es distinto de
aquel desconocido cuyo "mutismo casi insolente"
daba un "poco de miedo" a Jacques
Reviere en
1909. En esos años lejanos, aseguraba "que no
había nada que esperar de él literalmente". Aun
hoy, dice con fuerza, categórico: "Yo no soy la
literatura".
SIN TESTIGO. Sin
embargo, privilegio que ni Claudel ni Valéry
conocieron, hace su entrada, en vida, en la
Pléiade —la colección de clásicos más importante
de Francia—, con el bagaje breve pero vasto de sus
Oeuvres completes: cuatrocientas cincuenta páginas
de los más admirables poemas del siglo XX, donde
el Rimbaud de las Iluminaciones habla el lenguaje
de Bossuet. Pero, en efecto, este gran cómplice de
los elementos es incompatible con los hombres de
letras. Su alejamiento deliberado es esencial a su
naturaleza. Ciudadano del Atlántico -—en Europa
como en América—, nutrió siempre la desconfianza
de un provinciano frente al parisianismo de los
medios intelectuales, las capillas, las "carreras"
de escritor. "Jamás he enarbolado divisas en mi
sombrero". Para él, desde los orígenes, el "juego
solitario" de la poesía se practica sin testigos.
Casi sin público, lo que importa poco.
Es a regañadientes que
Alexis Saint-Léger Léger permitió a André Gide
editar Eloges, en 1911, dudando en firmar con su
nombre esta primera obra donde estalla soberbio y
ya visionario, el genio, en una alabanza a la
infancia, a la dulzura de las palmetas. Pronto,
apoyado por Claudel, ingresa en el Quai d'Orsay
—el ministerio de Relaciones Exteriores de
Francia—, parte para China y toma el inexplicable
seudónimo de Saint John Perse. La vida le ofrece
esa tranquilidad necesaria que le permite escribir
Anabase, epopeya de conquistas de un héroe
indefinible en un mundo inmemorial, cabalgata
hacia los confines de la retórica y de la tierra
de los sueños.
HASTA EL SECUESTRO. A
su retorno de Pekín, en 1921, nuevo cambio de
rumbo: Arístide Briand descubre este diplomático
de 34 años, en la Conferencia de Washington. Su
personalidad lo seduce, busca su amistad, yendo
hasta él secuestro para conseguirlo: en el momento
que el navío va a partir, encierra a Alexis Léger
en un salón para impedirle descender a tierra.
Esta colaboración va a
convertir a Léger en un político a pesar de él,
cuya aventura acabará en 1940, en el drama del
éxodo y la amargura de la injusticia. Promoción
fulgurante, ya que no había sido buscada, pero
catastrófica para la creación: el jefe de la
diplomacia francesa no consagraría sus noches al
poeta, prontamente olvidado, casi renegado. Este
hombre de deberes no practica la improvisación, en
ninguna de sus vidas.
Saint-John Perse
necesitará de años negros para escribir y publicar
Exil, en los Estados Unidos, y los grandes poemas
que le siguen. La política ha desaparecido
definitivamente, y es la vía real de los honores
literarios la que lo lleva hasta la apoteosis del
Premio Nobel en 1960. Y todo sin intrigas, sin
ambiciones. Como si fuera un derecho.
Es imprescindible
marcar la diferencia y las continuidades que
señalan a estas obras, el movimiento perpetuo que
las anima, con las playas, los cielos pesados, la
potencia de las letanías de Exil (1942); el
delirio de Pluies (1944); la grandeza barroca de
Venís (1946), con su hambre de conocimiento y de
sorpresas; la música sin paralelos de Amers
(1957), donde la sensualidad encuentra en el ritmo
de las olas sus acentos más amplios, los más
beethovenianos; y luego es Chronique (1960), canto
de la "gran edad" arribada, vista como una
juventud eterna.
En este año, 32 tesis
sobre St. John Perse se disponen a salir en
Francia. Las únicas que van hasta el fondo son las
más precisas, las más arduas, volcadas al estudio
del vocabulario, la métrica, la sintaxis. "No hago
diferencia entre el arte y un tic", escribía el
Alexis de 19 años. En la actualidad, esculpe el
"gran árbol del lenguaje poblado de oráculos", y
ya todo no es tan simple. Pero, tal vez, él sea el
menos sorprendido.
LOS TIEMPOS IDOS. Pero
la mejor de la exégesis reside, precisamente, en
este volumen único de la Pléíade. En él se puede
contemplar, por primera vez, esta obra a menudo
dispersa en ediciones raras. Además, a través de
las cartas seleccionadas, los testimonios, los
estudios que aclaran los textos —como también los
discursos políticos—, se dibuja, cuando se sabe
leer, una poética y el retrato de un hombre.
Un hombre que es lo
contrario de un misionero. No es el depositario de
la conciencia del mundo, como Hugo,
ni el ejemplo de un
amor humano, como Aragón, ni el cantor de la
libertad, como Eluard. Escribe por vivir: "Pues
escribir, para él, es existir". Ya que la poesía
"es un modo integral de vida" que le permite, en
las noches, proseguir el estudio del misterio
hasta los umbrales de la metafísica. "Se trata
—dice— de llegar lo más lejos posible, aún en lo
oscuro". Y lo dice con una pasión sorprendente,
con una alegría turbadora. Según él, el poeta
supera probablemente al filósofo en lo
desconocido, en la premonición, y puede obtener el
estado de trance que lo guíe a esas regiones que
otros llaman mística.
A la noche —ya que es
durante la noche que él escribe—, las hojas se
amontonan cerca de su cama. En la mañana, las
junta y guarda "toneladas de papeles", donde los
grandes ciclos se nutren de ellos mismos. Es la
materia bruta que necesitará para esculpir, en
forma de poema, con la precisión de un técnico.
Pero mientras que el técnico trabaja, el poeta no
vive Para Saint-John Perse ya es tiempo ido,
malgastado. Desearía que se destruyese todo lo que
se hallara escrito por su mano, logros imperfectos
del instante.
"¿Un mensaje? No tengo
ninguna clase de mensaje". Su palabra suena
cristalina. El ojo se ensombrece: "Escribo para
mí. No soy un filántropo".
Copyright L'Express y
Panorama, 1973
LIBRERIAS
Donde
los sabios solían pescar
La primera impresión es
la de una vendedora de 85 años quien acaba de
ofrecer sus memorias a la Universidad de Nueva
York. Esto podría sonar como la egolatría más
inverosímil de la historia literaria, si no se
aclara de inmediato que el personaje en cuestión
es nada menos que Frances Steloff. Su famosa
librería se llama Gotham Book Mart, punto de
reunión clave en la historia literaria de la
ciudad de Nueva York durante casi medio siglo.
En su actual ubicación
de la calle 47, la G.B.M. se convirtió en un
polvoriento anacronismo en una vía dedicada al
comercio de brillantes. Y a pesar del entorno
iluminado al neón, la modesta insignia del negocio
sigue arrojando su antigua proclama: "Los Hombres
Sabios Pescan en este Lugar". Al visitar su
interior deslucido y sus a menudo cabizbajos
clientes, un extraño apenas podría sospechar que
se trata de un anfiteatro del conocimiento. No hay
que olvidar que, hace tiempo, Tennessee Williams
se desempeñó allí como vendedor, y que Rodolfo
Valentino y Natasha Ramboya solían citarse en la
trastienda. Por su lado, Edmund Wilson logró que
G.B.M. le pagara a John Dos Passos la póliza del
seguro, proponiendo como garantía el manuscrito
original de Manhattan Transfer".
Además, Malcolm Cowley
realizó tratativas sobre el precio de Acerca de la
Hechicería en Europa Occidental, porque el libro
era un presente destinado a E. Hemingway, "y mi
presupuesto de regalos para él, no supera los 10
dólares".
Conrad Aiken le asignó
a la G.B.M. la tarea de inundar los estantes de su
biblioteca de clásicos rusos, James Kipling,
Trollope y Dickens— "que fue todo lo que pudo
conseguir por un valor de 40 dólares".
Al poner un pie en
Nueva York, el primer paso que dio Dame Edith
Sitwell fue su habitual visita a la Gotham, y
Gertrude Stein hizo lo mismo con el propósito de
verificar el estado de ventas de sus libros.
En otra oportunidad,
Martha Graham solicitó a la G.B.M. un préstamo
por 1.000 dólares a fin de organizar su primer
espectáculo de danza.
Christopher Morley,
Buckminster Fuller y William Rose Benet se citaban
para almorzar en el jardín posterior del viajero
comercio, trayendo sus sandwiches envueltos en
papel marrón o haciendo el pedido a un restaurante
cercano. Otros personajes, de la talla de Marianne
Moore y Yevgeny Yevtushenko, solían reunirse en el
mismo lugar para sus frecuentes lecturas de
poemas.
Todos ellos y muchos
más escribieron cartas, hicieron pedidos de
libros, comentarios críticos, enviaron tarjetas de
Navidad, junto con regalos de cumpleaños, dibujos
y fotografías a Francés Steloff. Y fue así como
esta mujer decidió reunir tan valioso material en
una recolección que se titulará Las memorias de
Frances Steloff.
FLORES PARA
VERANEANTES. A semejanza de su librería, los
comienzos de la Steloff fueron más que modestos.
Nacida el 31 de diciembre ele 1887, su infancia en
Saratoga se desarrolló entre vicisitudes y
miseria. De niña solía vender flores a los ricos
veraneantes, e iba descalza hasta la llegada de
las primeras nieves. Su temprano interés por los
libros, no halló eco favorable en su familia.
Al llegar a Nueva York,
en 1907, se empleó como vendedora en el Loeser
Department Store, de Brooklyn. Pero, en Navidad,
Francés obtuvo un pase a la sección libros. Y esto
fue el comienzo. Durante trece años consecutivos
se desempeñó en por lo menos una docena de
librerías.
El de enero de 1920, al
día siguiente de haber cumplido 33 años, Steloff
abrió la primera Gotham Book Mart en la calle 45,
gracias a un préstamo y con menos de 200 libros.
Al cabo de tres años de trabajo intenso, la
empresa se mudó a un barrio de más categoría. Y
antes de que trascurriera mucho tiempo, no sólo
los estantes, sino también los rincones, el
mostrador, el depósito, y, finalmente, el piso, se
vieron atestados de toda clase de volúmenes. La
ambición de Francés Steloff era tener a mano
cualquier obra que le fuera requerida por su
creciente clientela de escritores, críticos y
poetas.
Mientras que sus
preferencias se volcaron generalmente hacia la
metafísica y la teosofía —sus autores predilectos
son Gurdjieff, Ouspensky y Krishnamurti, Gandhi y
Joel Galsmith—, la librería adquirió fama gracias
a su activa difusión de la literatura de
vanguardia.
"Mi clientela educó mis
gustos", es el comentario de Frances para explicar
el temprano apoyo que brindó a Miller, Joyce,
Pound, Eliot, William Carlos Williams, Kay Boyle,
Gertrude Stein, Kenneth Patchen, Lawrence Durrell,
Anais
Nim y otros. Los
escritores y los poetas se llegaban a la G.B.M.
con el fin de adquirir las obras de sus amigos, o
bien, para enterarse de la marcha de la venta de
sus propios libros. Por su parte, Francés nunca
devolvió a las casas editoras los volúmenes que no
lograba vender, por temor a herir el ego
hipersensible de los artistas. De esta manera,
grandes cantidades de obras permanecían por años y
años sobre los estantes polvorientos, hasta que
por fin eran trasportadas al depósito, esperando
el momento en que algunos eruditos pagarían sumas
exorbitantes por esas raras ediciones originales.
En 1946, la G.B.M. se
mudó a su destino final, en el número 41 de la
misma cuadra. El nuevo local adquirió rápidamente
el aspecto de su predecesor: un remolino de
libros, de papeles y de gente, que brindaban una
calurosa bienvenida al escritor novel o al primer
ejemplar de una revista de poesía. Y no trascurrió
mucho tiempo antes de que las recién pintadas
paredes se vieran revestidas con fotografías
autografiadas, reanudándose de inmediato las
reuniones a las que concurrían personajes de la
talla de Dylan Thomas, Jean Cocteau y otros
favoritos de la G.B.M.
Francés tiene ojos
azules, de mirada dulce cuando está contenta y
fría cuando se enoja. Su edad, lejos de afectar su
integridad espiritual, la convirtió en una figura
casi legendaria. El timbre de su voz sigue siendo
profundo, el tono resuelto y su risa, tan clara
como siempre. El único sentido que la traiciona es
el oído; sin embargo, esto no impide que la
Steloff se haga repetir una y otra vez aquellas
frases que se le han escapado. Ella necesita
comprender. Sus colores preferidos son los de
tonos pastel: un echarpe rosa viejo, un desteñido
guardapolvo azul y aros de amatista. Un par de
peinetas de carey mantienen su pelo estirado, para
dejar libre un rostro aún juvenil. Y, al no medir
más de 1 metro 60, su aspecto es el de una niñita
cuyo guardarropa y accesorios se han ajado con el
pasar del tiempo.
Nos recibe en lo que
podríamos denominar su "oficina privada", suerte
de rincón de la trastienda, amueblado solamente
por un escritorio y un par de estantes, repletos
de sus místicos predilectos.
Vive en un departamento
de dos cuartos, tercer piso al frente. Al entrar,
nos vienen al encuentro una gran cantidad de notas
de su biografía, todas ellas diseminadas sobre la
mesa de comedor, la cama y los sillones. La
atmósfera que se respira es la de un depósito
provisorio de papeles, borradores, revistas y
cartas. Sin embargo, la famosa recolección de sus
memorias se encuentra en un pequeño cuarto anexo,
ubicado en la parte posterior del tercer piso.
"Aquí escondo mi
tesoro", dice, mientras hace girar la llave en la
cerradura de una gruesa puerta de madera.
El lugar está tan
atestado de objetos, que uno no puede avanzar sin
quitar del paso nuevos libros, papeles y pesados
cajones. La tarea ele estructurar los
descubrimientos, reordenar los recuerdos y poner
una etiqueta a los distintos elementos, va
acompañada por la misma inquieta alegría que
habita el espíritu del arqueólogo que realiza
excavaciones en las ruinas de Troya. Y aún más
quizás, ya que cada manuscrito, cada fotografía o
cada carta, hace revivir en el alma de Francés,
algún lejano episodio de su vida.
SOCORROS MUTUOS.
Durante varias décadas, Steloff se desempeñó como
representante de Henry Miller. En 1930, cuando el
escritor llevaba la vida más precaria en Europa,
su correspondencia con ella se refería a menudo al
lanzamiento de sus obras, prohibidas en el mercado
norteamericano. Y fue así como nueve importantes
clientes de la G. B. M. permitieron que sus
respectivos domicilios se convirtieran en los
destinatarios de ese contrabando literario. Sólo
gracias a este truco pudieron ingresar en los
Estados Unidos varios ejemplares de Trópico de
Cáncer, La primavera negra y Max y los fagocitos.
Después de recibir los volúmenes, Francés giró a
Miller los pagos respectivos.
Sin embargo,
periódicamente los libros eran confiscados. Una
partida, retenida por la Aduana, tuvo que ser
inmediatamente enviada a la ciudad de México,
donde fue recibida por una tal señora M. Esta
escribió a Frances: "Guardaré los libros en mi
ropero, hasta nuevo aviso". Con el tiempo, todos
los amigos de Steloff que viajaban a Méjico,
realizaban una pequeña visita a la señora M. para
disimular entre su equipaje de vuelta, algún
volumen. Finalmente, el entero stock logró
traspasar, sin obstáculos, las fronteras de los
Estados Unidos.
Copyright The New York
Times, 1973 PANORAMA, ENERO 18, 1973
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