Un crítico oriental y
sus impugnadores
EMIR RODRIGUEZ
MONEGAL: Narradores de esta América editorial Alfa
(Montevideo), impreso en los talleres de Seix
Barral, Barcelona, 1963. 196 páginas.
Es abundante ya la
obra crítica de Emir Rodríguez Monegal (uruguayo,
43 años, profesor y periodista, varias veces
becado en Europa y los Estados Unidos). Aparte sus
trabajos de nivel académico, sobre Bello, Bodó y
Quiroga, no teme los compromisos de la actualidad.
Así, por ejemplo, hace 7 años consagró un volumen
(El juicio de los parricidas) a una generación
argentina que apenas se había manifestado. Esto no
se perdona en países donde la vanagloria es
todavía el elemento central de la vida literaria.
Este libro reúne
algunos ensayos de "Marcha" y de "Número",
publicaciones cuya dirección literaria ejerció. El
primero es panorámico. Comienza por denunciar "la
falsa oposición" entre el regionalismo (o el
arraigo) y el universalismo (o la evasión). La
verdadera disyuntiva, a su juicio, se daría entre
el realismo regionalista, cuya figura típica
podría ser Icaza, y la literatura fantástica,
invariablemente asociada al nombre de Borges.
Entre ambos extremos se hicieron variados intentos
de superación del realismo, sea con voluntariosos
ejercicios de estilo (Güiraldes, Asturias), sea a
través de la novela urbana, cosmopolita (Mallea,
Onetti, Sabato).
Desde luego, la
fortuna estética es independiente de las premisas
teóricas. Sin duda, la literatura fantástica
expresa evasión, nostalgia y decadencia, pero
estos epítetos son nobles o peyorativos según las
cualidades intrínsecas de cada obra.
"Quizá lo único que
corresponda hacer por ahora sea felicitarse de que
sean posibles tantas formas narrativas —termina
Monegal— y que el creador hispanoamericano pueda
escoger en tan vastos campos." Le encanta "que no
falten ni el brío, ni la ambición, ni siquiera el
antagonismo. Todo parece ser buena señal".
Conclusión salomónica, se teme por un momento que
sirva para encubrir la falta de convicciones, o de
pasión, sin la cual hasta la inteligencia resulta
trivial.
Pero bastan unas pocas
páginas más para desechar esa inquietud, porque
varios de los ensayos de tema particular importan
arriesgadas posturas. Es transparente la
demostración del espíritu "reaccionario" de Azuela
y se agradecen los piadosos tiros de gracia a "Don
Segundo Sombra" y a "Doña Bárbara". El estudio
sobre Borges, entusiasta sin ser apologético, es
uno de los más lúcidos que se le hayan dedicado, y
otro confirma a su autor como el primer
especialista en Quiroga. Un saludable escepticismo
opone Monegal a las primeras novelas del cubano
Carpentier y al prematuro clásico brasileño José
Lins do Regó. Acaso retorna a la complacencia con
los autores chilenos (Manuel Rojas y, más
injustificadamente, González Vera y Marta Brunet)
y con los uruguayos (Onetti, Amorim, Benedetti).
Pero se trata de pecados veniales: no es una
complacencia dictada por el espíritu acomodaticio,
sino por la cordialidad, por el privilegiado
acceso a la intimidad de otro espíritu.
Finalmente, donde mejor se aprecian la firmeza del
crítico y su intransigencia moral es en la
persuasiva —y a la vez injusta— agresión a
Marechal.
Apenas llegado el
libro a los estantes, ha encendido polémica en
ambas orillas del Plata.
• Murena escribió en
"La Nación" que Monegal finge severidad con "un
literato extranjero y aislado" (Marechal), para
mejor disimular su "complicidad" con autores más
allegados a él. Este reproche puede causar
extrañeza, porque ningún escritor argentino es
"extranjero" para un uruguayo (o "remoto", como
dice también Murena), tan íntima es la vinculación
literaria entre ambos países; y sobre todo, porque
Onetti, beneficiario de esa supuesta
"complicidad", es un hombre indiferente a los
honores y privado de toda posibilidad de hacer
favores. Los corrillos suspicaces han creído
hallar las motivaciones de esta guerrilla en un
párrafo de Monegal que atribuye a Onetti "una
pasión narrativa más profunda" que a Mallea.
• Más enjundioso es el
ataque del joven crítico uruguayo Rubén Cotelo en
"El País", de Montevideo (donde, precisamente,
trabaja Monegal). Este crítico intenta "aislar los
principios estéticos" del otro crítico; y no lo
consigue, porque Monegal "no es un teórico", sino
apenas un gustador de literatura, más o menos
impresionista. Las reglas que afianzan sus
valoraciones le parecen harto sumarias. Un
novelista sería "un creador de mundo", siempre que
esa creación, además de original, sea abundante,
asidua, y siempre que —sin tomar partido en lo
inmediato— esté "por el hombre".
"¿La novela, la
literatura sometida a la eternidad, sin tiempo
propio? —dice Cotelo—. ¿Qué se ha hecho de la
noción, adquirida en nuestra época, del creador
como ser en situación?"
Cuentos
Consecuencias de un
Goncourt apresurado
ROMAIN GARY:
"Gloria a los ilustres pioneros". Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1963. 227 páginas, 210
pesos.
Un jurado, tal vez no
demasiado exigente, otorgó en 1956 el Premio
Goncourt a Las raíces del cielo, de Romain Gary.
Fue lanzado así a la fama internacional un
escritor de discretas cualidades, cuyos aciertos
mayores se inscriben en una línea tradicional, de
descripción objetiva. Lo que decidió quizá aquel
premio —se piensa con la perspectiva de siete años
y de otras piezas del autor— es la vaga
espiritualidad que empapa su obra, de la que es
muestra, una vez más, esta Gloria a los ilustres
pioneros.
Es un libro de
cuentos, cuyo título deriva de una sarcástica
frase que el autor atribuye a Sacha Tsipotchkine
en Paseos sentimentales a la luz de la luna; "El
hombre... llegará un día. Un poco de paciencia, un
poco de perseverancia: no faltan más de diez mil
años... Por el momento no hay más que rastros,
sueños, presentimientos... Entre tanto, el hombre
no es más que un pionero de sí mismo. ¡Gloria a
los ilustres pioneros!". Podría pensarse que, a
partir de esta cita, Gary desarrollaría por lo
menos la búsqueda de esa humanidad futura, también
entrevista por Teilhard de Chardin. Nada de eso
aguarda al lector: las narraciones pertenecen al
acostumbrado y opaco escepticismo que habla de una
civilización crepuscular, de desesperanza e
incomunicación.
Gary escribe en una
prosa indudablemente rica, de estricta ortodoxia.
Cuando ensaya la descripción de lo fantástico (Los
deleites de la naturaleza), se aproxima al cuento
de hadas; cuando aborda la ciencia-ficción (el
relato que da título al volumen) se adivina que no
está en su elemento, que se siente incómodo. Lo
que realmente le pertenece es la atmósfera
misteriosa, decadente, de El laúd, una historia
cuyo desenlace de veras sorprende; o el humor
macabro de Decadencia, que tal vez no esté a la
altura imaginativa de otros relatos, pero que es
efectivo en su rudeza.
Las aves van a morir
en el Perú, que abre el libro, bastaría como
ejemplo de las virtudes y los defectos de Gary. Lo
insólito del ambiente (un bar desolado en la costa
del Pacífico, cerca de las islas del guano) y del
personaje central (una mujer enjoyada y vestida
para un baile, que aparece de pronto caminando
entre las olas) está trazado con una maestría que
hasta podría parecer insolente, a tal punto es
desdeñosa la habilidad del escritor. El desenlace,
sin embargo, se desploma en la trivialidad más
total; y lo mismo sucede con Decadencia, con La
falsificación, con La pared (versión de una
historieta reiterada, que es mucho más sabrosa en
la versión popular que en la más pulcra y barroca
de Gary).
El humanista apunta a
otra vertiente de este talento menor: el humorismo
negro, que se da en múltiples narraciones del
libro (Caballerosidad y grandeza, La historia más
vieja del mundo). Esta última es la pequeña
historia de1 un judío que se encierra en un sótano
para escapar de los nazis, confiando en la
protección que han de dispensarle sus dos criados
alemanes. Estos lo protegen, en efecto; tanto, que
jamás le dicen que la guerra ha terminado, y lo
siguen manteniendo en el sótano mientras
usufructúan los bienes del patrón. El recurso
sorpresivo es la fórmula clave de Romain Gary en
esta recopilación: a fuerza de repetirlo, un
cuento tras otro, termina por hacerse tedioso.
Biografía
Cuando la mujer arma
revoluciones
IRMA CAIROLI:
"Eulalia Ares", Goyanarte y Seijas Editores,
Buenos Aires, 1968. 254 páginas, 250 pesos.
Con la sombrilla que
tiene
Ella se hace respetar.
Cuando falta un
comisario
Ella sirve de
suplente;
Es un terror de la
gente
Esta mujer varonil...
Por los cerros
catamarqueños todavía se oye recitar esta copla,
que alude a Eulalia Ares, la esposa de José
Domingo Vildoza, comandante general de armas de
Catamarca en el convulsionado año 1862. La
provincia, bajo la férula del gobernador Moisés
Omill, supo un día que un grupo de damas al mando
de Eulalia Ares (disimulada su condición femenina
bajo ropas de varón) había asaltado a punta de
pistola la residencia del odiado mandatario, quien
debió huir descalzo y en paños menores por los
techos de las casas vecinas. Los esposos de las
revolucionarias pudieron volver entonces de su
destierro, y retomar el mando de manos de sus
indómitas mujeres.
Irma Cairoli
(catamarqueña, "porteña de adopción", profesora de
literatura, dos premios regionales a sendos libros
de cuentos) es descendiente en línea directa de
aquella aguerrida y poco conocida dama. Pese al
parentesco, la autora no derrocha elogios
indiscriminados a su antepasada, sino que relata,
con acopio de información documental — registrada
en el apéndice—, los hechos que aquélla presenció
o protagonizó. Así se recrea con fluidez toda una
época en las doscientas cincuenta y cuatro
páginas: la que va de Rosas a Mitre.
El intento de
objetividad es logrado, en gran parte, porque no
se escatiman responsabilidades a los culpables de
crímenes y pillajes. Unitarios y federales son
juzgados por igual en la requisitoria, y también
los mitristas catamarqueños (cuando unitarios y
federales se llamaron "liberales" y
"autonomistas"), aunque la autora trata con
respeto la figura de Mitre.
Revista Primera Plana
24/12/1963
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