Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Bierce
Júpiter en USA
DICCIONARIO DEL DIABLO, por Ambrose Bierce; Álvarez, 1965; 152 páginas, 350 pesos. Traducción de Rodolfo J. Walsh.

En 1952, el crítico francés Alain Bosquet, luego de enumerar algunos maestros del humor negro, anotaba: “Parece, sin embargo, que se nos ha olvidado agregar en esta lista al más brillante, al más sistemático, al más desconcertante de todos: Ambrose Bierce”. Los adjetivos resultan exagerados, si se tiene en cuenta que la lista de Bosquet alojaba a Jonathan Swift y Petrus Borel, al Marqués de Sade y Alfred Jarry, a Lewis Carroll y Lautréamont; y si se tiene en cuenta que el común denominador de humor negro está utilizado con excesivo descuido.
Pero Bosquet hacía bien en reivindicar a Bierce, un autor maldito a quien los manuales literarios de hoy saltean con olímpica ignorancia. Inclusive en su patria, los Estados Unidos, críticos e historiadores apenas se acuerdan de este contemporáneo de Twain y Melville; sus obras completas cubren doce tomos y en ellas se rastrea el vuelco al realismo, que modificó la narrativa norteamericana hacia 1890 y alimentó las novelas de William D. Howells, de Hamlin Garland, de Stephen Crane.

Celebridad y misantropía
La posteridad no fue generosa con Bierce, dentro y fuera de los Estados Unidos; el Diccionario del diablo es el primer libro suyo que se imprime en español, sesenta años después de la edición príncipe. Aunque a juzgar por esta única producción, más subyugante es el personaje que sus afanes literarios: el tiempo ha marchitado y endulzado buena parte de las virulencias y los desplantes. Quizá sea justo hablar de Ambrose Gwinet Bierce, nativo de Ohio, como de un formidable pionero. El preparó un camino, abjuró de la retórica y el provincialismo todavía imperantes, se sublevó contra las normas en uso. A ese papel de agitador, a ese beligerante inconformismo, habrá que circunscribir su contribución a las letras norteamericanas. Como creador artístico, en cambio, el aporte de Bierce parece más limitado y perecedero.
Una medida del envejecimiento que daña los textos de Bierce está dado por el propio Diccionario título, que figura entre los mayores de su bibliografía. Los entusiasmos del prologuista Achával por revalorarlo (“Se muestra en él como un eximio tocador de llagas y la humanidad se le ofrece desnuda, pletórica de pústulas, a este indefectible señalador de vicios, debilidades y taras”) se desvanecen a medida que avanza la lectura y mucha página suena a juego ingenioso.
Bierce, soldado de la Guerra Civil, sereno nocturno en San Francisco, topógrafo militar, periodista desde 1868, empezó a publicar los aforismos del Diccionario en 1881, cuando, según palabras de Ima Honaker Herrison,“era el más provocativo de los literatos afincados en la costa oeste de los Estados Unidos”. Una década más tarde, sus Tales of Soldiers and Civilians (luego rebautizado In The Midst of Life), de enorme sugestión, le ganaron una celebridad nacional.
Desde entonces hasta su muerte la celebridad crecería junto a su misantropía, sus conflictos personales y sus desgracias: la mujer lo abandona en 1891, pierde dos hijos, se aburre del periodismo (de 1889 a 1910 fue uno de los pilares del naciente imperio de Hearst), el asma lo corroe. El 26 de diciembre de 1913, en México, donde se había unido a los montoneros de Pancho Villa, despachó una carta a su hija: “¡Ah! Desaparecer en una guerra civil, ¡qué envidiable eutanasia!” Tenía 71 años y nunca volvió a saberse de él: las conjeturas indican
que pereció en enero de 1914, durante el sitio de Ojinaga.
“Filósofo tacaño”, gustaba llamarse Bierce. Era un observador venenoso, y la sociedad de su época debió de asombrarse e irritarse ante los rayos de este Júpiter sardónico, amargo, dispuesto a no enternecerse con el género humano y sus complejidades. De allí que su Diccionario (del que se expone, en recuadro, una brevísima antología) acumule una ferocidad detrás de otra, y llegue, inclusive, al golpe gratuito. Idealista al fin, Bierce no podía contentarse con ese país y ese mundo agobiados ya por el gigantismo, por la religión de la oferta y la demanda; ni con las imperfecciones del hombre, con su ceguera. Más que del diablo, su Diccionario es el de un crítico sin piedad; algunas de las máximas rezuman hoy un, cierto candor; en otras brilla un talento ácido, una gracia fina y segura, o el trágico humor de quien ha perdido toda esperanza y lo confiesa melancólicamente.
Al revés de Walt Whitman, que cantaba al ciudadano de América y al futuro; al revés de Emily Dickinson, que aprovechaba la soledad para dialogar con Dios, Bierce hizo de la literatura un instrumento de batalla. Pero sólo su muerte lo convirtió en un ángel caído.

Recorte en la crónica
Alianza, s. En política internacional, la unión de dos ladrones, cada uno. de los cuales ha metido tanto la mano en el bolsillo del otro que no pueden separarse para robar a un tercero.

Blanco, adj. Negro.

Cañón, s. Instrumento usado en la rectificación de las fronteras.

Cobarde, adj. Dícese del que en una emergencia peligrosa piensa con las piernas.

Duelo, s. Ceremonia solemne previa a la reconciliación de dos enemigos. Para cumplirla satisfactoriamente, hace falta gran habilidad; si se practica con torpeza, pueden sobrevenir las más imprevistas y deplorables consecuencias. Hace mucho tiempo, un hombre perdió la vida en un duelo.
Egoísta, s. Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí.

Exilado, s. El que sirve a su país viviendo en el extranjero, sin ser un embajador.

Guillotina, s. Máquina que hace que un francés se encoja de hombros con buen motivo.

Historia, s. Relato casi siempre falso de hechos casi siempre nimios producidas por gobernantes casi siempre pillos o por militares casi siempre necios.

Nihilista, s. Ruso que niega la existencia de todo, menos de Tolstoi. El jefe de esta escuela es Tolstoi. Paraíso, s. Lugar donde los malvados cesan de perturbarnos hablando de sus asuntos personales y los buenos escuchan con atención mientras exponemos los nuestros.

Realidad, s. El sueño de un filósofo loco. Lo que queda en el filtro cuando se filtra un fantasma. El núcleo de un vacío.

Sabiduría, s. Tipo de ignorancia que distingue al estudioso.

Solo, adj. En mala compañía.

Ultimátum, s. En diplomacia, exigencia final antes de acudir a las concesiones.
Revista Primera Plana
11.01.1966

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