Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Dalmiro Sáenz
REPORTAJE A UN HOMBRE PROHIBIDO
DESDE QUE EN UNA AUDICIÓN TELEVISIVA HIZO DECLARACIONES EXPLOSIVAS EL PUBLICO PERDIÓ CONTACTO CON UNO DE SUS ESCRITORES FAVORITOS. DE ESTO HACE YA CASI UN AÑO.
SILENCIOSAMENTE, SIN EMBARGO, DALMIRO SÁENZ HA SEGUIDO EXISTIENDO. EXISTIENDO CON TREMENDA INTENSIDAD.
APARTE DE ESCRIBIR CON RITMO VIOLENTO, SE ESTA ANALIZANDO Y VIVE UN AMOR APASIONADO. “GENTE” QUISO SABER, ADEMÁS, POR QUE ERA UN HOMBRE PROHIBIDO.
CREEMOS HABER LOGRADO LA RESPUESTA... Y ALGO MAS.

De pronto dejó de aparecer. Así, sorpresivamente, aunque nadie dudó sobre cuál había sido la razón. El discutido Dalmiro Sáenz había pasado todas las fronteras de la sobriedad, el equilibrio, quizás el buen gusto, y frente a las cámaras de Canal 7, en el íntimo programa de Hugo Guerrero Martinheitz, había proclamado que la única solución para nuestro país eran las guerrillas. Al “Peruano parlanchín” —con toda justicia— le levantaron el programa. Y decimos justicia porque, indudablemente, el responsable de un programa de esa índole debe tener la responsabilidad de afrontar situaciones como ésa. Hugo Guerrero no atinó a nada y el director de cámaras tuvo que cortar.
Juntos, Guerrero y Sáenz se hundieron en el anonimato. El animador, sin embargo, hizo público su estado de desocupación y luego de un viaje a Estados Unidos comenzó a trabajar nuevamente. El escritor, sin embargo, literalmente desapareció. Una figura acostumbrada en diarios y revistas hasta desapareció de las columnas de “chimentos”. Casi un año más tarde, es decir hoy, quisimos saber qué pasaba con el polemizado “best seller”.
—A veces me da vergüenza reconocer mis 41 años. Me parece raro, porque yo practico karate, ¿sabe?, y nos trenzamos con chicos jóvenes y nos tuteamos sin ningún problema, pero después, si nos encontramos “de civil”, los chicos me tienen como miedo y un respeto desmedido. . . y le confieso que a mí me da vergüenza...
Desde el fondo de su rostro surgen, apenas, los ojos oscuros de un animal temeroso pero desafiante. Unos ojos que no tienen nada que ver con la calidez de su diálogo. Físicamente sigue siendo el mismo de siempre. La natural aversión por la corbata —que usa sólo excepcionalmente— el cuerpo de un “pato vicca” que no quiso serlo, la “chuequera” de sus pasos, unos gastados vaqueros color natural, mocasines sin medias y, fundamentalmente, esa nariz impertinente como un trazo casual en las manos de un pintor moderno que quiere completar su cuadro con un toque disonante. Las mangas de su eterna camisa celeste, arremangadas por arriba de sus ampulosos bíceps..., en fin, el mismo de siempre, con muy pocos pesos en el bolsillo.
—Claro que me perjudicó. Nadie quería saber nada conmigo. De
pronto me quedé sin escribir para los canales de televisión, mi nombre estaba prohibido. En “La Hipotenusa”, una revista humorística que dejó de salir, tuve que colaborar con un seudónimo. Sí, la verdad es que económicamente me perjudicó bastante...
Desde 1957, cuando su primera novela “Setenta veces siete” ganó el premio Emecé y se convirtió en un “best seller” nunca dejó de codearse con el éxito. Y, además, casi sin cuidarse, era uno de nuestros escritores más profusos: obras de teatro, cuentos, novelas, guiones para televisión. Así aparecieron “No”, “Qwertyuiop”, "Hay hambre dentro de tu pan”, infinidad de guiones para “Historias de jóvenes”...
—¿Y ahora?
—Esto puede sonar como una bomba, pero acabo de entregar los originales de “Un ataúd para Hong Kong”, que escribí para Proartel, que se larga ahora a hacer largometrajes con Tinayre y Sandrini. Sí, sí, estoy trabajando para el mismísimo Goar Mestre. Esas cosas ocurren. El más poderoso no tiene absolutamente ningún problema. Si Mestre quiere, puede ser hasta amigo de Fidel Castro. Total. . .
Pero, además, Dalmiro está por publicar, en la editorial que lo premió por primera vez, “El oficio de escribir cuentos”, donde relata la historia que motivó cada uno de sus cuentos.
Pero, además, la versión 1968 de Dalmiro Sáenz está dedicada, casi por entero, a vivir. Y hay dos factores que lo están ayudando a hacerlo como a él le gusta, con intensidad: uno se llama análisis, y el otro Silvina Cruz, hermana de la actriz Elena Cruz. Los dos le han llegado a Dalmiro y los tres se fusionaron para formar VIDA, vida con mayúsculas.
—A usted parece preocuparle lo mismo que a la gente que forma nuestro grupo de análisis: ¿cómo es que dejé a mi esposa y los nueve chicos? No sé, realmente fue un “metejón” tremendo, y debía llegar a una decisión. No podía seguir viviendo entre la felicidad y la culpabilidad. Mi esposa no es de esa clase de mujer a quien se puede engañar. Hay que irle de frente... Claro que estuvo muy mal al principio, pero ya superó todo, aparte de los lógicos problemas económicos... nueve hijos no son una pavada y, además, todos en el colegio... ¿Rencor? Sí, sé que los tuvo, pero ya superó todo y sé que, a su manera, es feliz. ¿Yo? ¿Vio cuando uno conoce a una mujer y le parece que hasta ese día uno fue un animal que no supo vivir, que desprecia todo lo que hizo anteriormente a ese momento? Bueno, eso me pasó a mí. Lo primero que hice fue preguntarme: “¿He vivido yo hasta este momento?”. Me dije que no y me zambullí en la felicidad. Y desde ese instante todo fue descubrimiento. Hasta me atrevo a decir que he encontrado —al menos para mi caso— un nuevo lenguaje para el matrimonio, esa institución que ha caído ya en la crisis total, un hecho comprobado por cuanto sociólogo quiera consultar y corroborado por cualquiera que pase por esta mesa de café. ¿Que cuál es mi solución? Bueno, con Silvina estamos todo el día juntos, pero ella vive con sus hijos y yo vivo solo en un departamento muy chico, cerca de aquí. Eso le quita pesadez, rutina, a la relación, que son los asesinos del matrimonio.
—¿Por qué es así, Dalmiro?
Una sonrisa tímida, casi. Pero los ojos comprendieron que la pregunta quería ser sincera y respetuosa.
—Yo creo que voy a estar preparado para escribir correctamente cuando sea muy, pero muy viejo. Creo que por eso escribo tanto y tan violentamente. Vomito palabras, ideas, situaciones. Y esta impotencia me impulsó al análisis. Además de la desesperación, estaba pasando por una época en que la natural repulsión que siento por mí mismo se estaba agudizando. Me recomendaron al doctor León Sapolsnik, y luego de enterarme de los precios opté por el análisis en grupo, que sale 1.300 pesos la sesión. Pero eso no contesta su pregunta; creo que la clave está en mis padres; él, especialmente. Un matrimonio perfecto. De esos modelos que sobreprotegen a sus hijos. Mi padre era contraalmirante. Gran sentido del honor; mi madre, que tiene un nombre que define toda una época argentina, se llamaba Lucrecia Sáenz Quesada de Sáenz, llegó a escribir una novela: “Victoria 604”, uno de esos libros de señora “gorda” pero que tuvo su éxito. Desde chico fui un rebelde. Parecía imposible que nos llevásemos bien; eran de esa clase de padres que no respetan nada.. . un ejemplo: época de bolitas en el colegio, grandes partidos, perdíamos, ganábamos y por ahí nos hacíamos de tres o cuatro que pasaban a ser posesión “religiosa”. Bastaba eso y que les mostrase a mis padres muy contento mi propiedad privada para que me regalasen 300 bolitas. Los llegaba a odiar por su falta de respeto. Mi padre murió cuando yo tenía 16 años y hasta el día de hoy me acuerdo que en el fondo de mi corazón sentí alivio. Sabía, a pesar de todo, que su desaparición me iba a hacer bien. Otra de las cosas que me acuerdo de mi padre sucedió cuando no sé por qué razón retó a duelo al ministro de Marina de Ortiz, el contraalmirante Scasso. Un día llegaba de la calle y lo vi practicando con un oficial joven y muy ducho con el sable. Me quedé apenas unos minutos observando y me impactó vivamente la diferencia de velocidad entre mi padre y el muchacho... de pronto vi que mi padre estaba viejo. Subí a mi cuarto y me puse a llorar. Creo que esta escena me entristeció mucho más que su muerte. De ese hogar salí con ganas de conocer el mundo, el verdadero mundo. La calle, la gente. Nunca me voy a olvidar de aquel 17 de octubre cuando la gente llegó hasta Plaza de Mayo. Y yo que era violentamente antiperonista tuve que admirar ese movimiento, esa gente que se sentía —seguramente con autenticidad— dueña de su país. Si hubiese tenido otros ojos en esa época... Porque a pesar de mis declaraciones apoyando las guerrillas como solución para nuestro país, yo odio tanto el capitalismo como el comunismo. Tiene que haber un estado medio y nacional donde podamos encontrar nuestras soluciones. E, indiscutiblemente, para eso hay que aprovechar la masa peronista. A pesar de nuestros prejuicios y aunque en la comparación me quedo a muerte con la Argentina, hay algo que envidio de los cubanos: es esa sensación de que ellos son dueños de Cuba. Por ejemplo, se cae un avión en un lado de la isla y una mucama cualquiera se pone a llorar por el destino de sus compatriotas; yo he conocido a un chico que por defecto físico había sido rechazado de la conscripción y comenzó a buscar cuña para tratar de entrar...
—Esos son ellos. Dalmiro. Nada que ver con nosotros. Nosotros estamos en soluciones de otro nivel. Creo que es propio de la heterogeneidad de las razas que han inmigrado a la Argentina... Se está haciendo recién un país.
Unas de las grandes virtudes de Dalmiro es la honestidad que tiene consigo mismo. Pero en los últimos años se lo había visto emparentado con una serie de literatos jóvenes que hacían sus "óperas primas” generalmente con prólogos y presentaciones suyas.
—Me entusiasmo mucho con la gente. Por ejemplo, le hice un prólogo a Máximo Lafert, que había escrito unos cuentos marinos que me parecieron bárbaros. No pasó nada. Quizás fui yo el equivocado, pero seguiré haciéndolo siempre y cuando esté convencido de ello. Ahora, y le doy otro ejemplo de mis metejones, puedo vaticinar el próximo gran escritor argentino: Fernando Sánchez Sorondo, el hijo del militar, y le doy el título de su novela. “Por orden de azar”.
—¿Qué tal son sus hijos, Dalmiro?
La pregunta así, repentina y sin cortesía, no lo molesta. Todo lo contrario, parecería que pide perdón por haberse detenido demasiado en un tema.
—No sé, realmente no sé. Creo que me miran como un bicho raro, me tienen miedo. No tengo mucho diálogo con ellos, ni sé si ellos lo quieren. Lo único que deseo es que sean libres como no lo fui yo.
—¿Pero los educa?
—En el sentido tradicional no. No me importa que sean o no bachilleres. Por ejemplo, mi hijo mayor, que tiene 16 años, ya dejó de estudiar. No le gustaba. Pero en cambio es un gran boxeador. Mucho más hábil que yo, que era sólo aguerrido y peleador de media distancia. ..
Y por varios minutos habla sobre las virtudes de su hijo mayor sobre el cuadrilátero.
—Dígame, Dalmiro, ¿usted tiene todavía metido dentro de su cuerpo algún sentimiento tradicional, de esos conocidos y respetados?
—¡Sí, soy celoso!, y tengo un desmedido sentido del honor.
Y éste es el hombre prohibido: no vive con la mujer que ama, es un escritor de éxito que confiesa no saber escribir; no le interesa su hijo bachiller, pero lo admira sobre el ring; se considera casi un animal por su desgaste deportivo y sin embargo se analiza; admira a Cuba aunque no es comunista y respeta a su ex esposa, la que dejó con nueve hijos y no sabe muy bien por qué no entienden su actitud; no cree en los “hippies” porque sus disfraces esconden algo, y quiere morir como murió Ernesto Guevara, de un balazo.
—¿Hace mucho que no ve a Hugo Guerrero?
—No, de vez en cuando nos vemos. Somos muy amigos... Qué lío que hicimos aquella vez en ese programa de Canal 7, ¿eh?
Enrique Walker
Revista Siete Días Ilustrados
28.03.1968

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